-->

Rey, Dama, Valet

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Rey, Dama, Valet, Набоков Владимир-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 346
Читать онлайн

Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн

Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 50 51 52 53 54 55 56 57 58 ... 69 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Despertó algo más tarde que de costumbre, y su primera sensación fue que en la noche anterior había ocurrido algo exquisito. En la terraza, Dreyer ya había terminado su café y leía el periódico. Cuando vio bajar a Martha, radiante, envuelta en crespón verde claro, se levantó y besó su mano fresca, como hacía siempre los domingos por la mañana, pero esta vez añadió un jovial guiño de gratitud. El azucarero de plata resplandecía al sol, se ensombreció despacio y volvió a llamear.

—¿Estarán húmedas todavía las pistas? —preguntó Martha.

—He llamado por teléfono —respondió él, volviendo a concentrarse en su periódico—, están empapadas. Un arqueólogo ha encontrado en Egipto una tumba con juguetes y cardos azules que tienen tres mil años de edad.

—Los cardos no son azules —dijo Martha, alargando el brazo para alcanzar la cafetera—, ¿escribiste ya para reservar las habitaciones?

El asintió, y siguió asintiendo cada vez más suavemente sin dejar de leer el periódico, diciéndose con alegría entre tanto movimiento de cabeza que mañana mismo dictaría la carta en la oficina.

Sí, sí, sigue diciendo que sí con la cabeza..., sigue haciendo el payaso..., ahora sí que ya da igual. El es un nadador de primera. ¡Y eso no es lo mismo que jugar al tenis! También ella había nacido a orillas de un gran río, y sabía mantenerse a flote horas enteras, días enteros, eternamente.

Solía flotar de espaldas, haciendo la plancha, y el agua la salpicaba y la mecía con gran deleite y frescor. Y la brisa vigorizante lá penetraba, y ella estaba sentada, desnuda, con un chico desnudo de su edad, entre las nomeolvides. Estos pensamientos no le costaban ningún esfuerzo. No tenía necesidad de inventarlos, le bastaba desarrollar lo que ya tenía en esbozo. ¡Qué feliz iba a ser su amado! ¿Por qué no dar un timbrazo y pronunciar una sola palabra: Wasser?

Dreyer dobló ruidosamente el periódico, como envolviendo en él un pájaro, y dijo:

—¿Qué?, ¿vamos a dar un paseo?, ¿qué te parece?

—Vete tú —replicó ella—, yo tengo que escribir cartas. Acuérdate de que nos tenemos que adelantar a Hilda.

Y él pensó: «¿Qué pasaría si se lo pido ahora, tierna, muy tiernamente? Tenemos la mañana libre. Seamos amantes, como antes.»

Pero la energía sentimental nunca había sido su fuerte; así que no le dijo nada.

Un minuto más tarde, Martha, desde la terraza, le vio ir a la puerta del jardín con la gabardina en el brazo, abrir la cancela, dejar pasar a Tom delante, como si fuera una señora, y alejarse despacio, encendiendo un puro.

Se quedó sentada, inmóvil. El azucarero relucía y se apagaba alternativamente. Apareció de pronto en el mantel una manchita gris; luego otra, a su lado. Le cayó una gota en la mano. Se levantó, mirando al cielo. Frieda se puso a despejar apresuradamente la mesa, llevándose los platos y el mantel, mirando el cielo de vez en cuando. Retumbó un trueno, y un aturdido gorrión se posó en la baranda y desapareció enseguida como una flecha. Martha entró en la casa. La puerta del baño del vestíbulo golpeaba. Frieda, ya medio empapada, abrazada al mantel, riendo y murmurando sola, corría de la terraza a la cocina. Martha seguía en el centro de la salita, extrañamente oscura. Fuera todo gorgoteaba, murmuraba, respiraba. Se preguntó si debería llamarle antes, pero su impaciencia era demasiado fuerte: el teléfono llevaba tiempo, de modo que se puso la gabardina crujiente y cogió un paraguas.

—Debería esperar a que escampara —le dijo Frieda—, es un verdadero diluvio.

Martha se echó a reír y dijo que había olvidado una cita en un café con la señora Bayader y con otra dama que era experta en respiración rítmica («Respiración mixta», Frieda, que sabía más de lo que debía, se pasó la mañana entera resoplando esta expresión). La lluvia comenzó a tamborilear contra la seda de su paraguas. La cancela se cerró sola, de golpe, salpicándole la mano. Corrió por la acera, que reflejaba como un espejo, hacia la parada de taxis. El sol golpeaba sesgado los largos arroyos de lluvia, que no tardaron en volverse dorados y mudos. El sol seguía golpeándolos, y la lluvia, ahora dispersa, fluía en gotas aisladas y encendidas, y el asfalto arrojaba reflejos de un violeta iridiscente, y todo se volvía tan brillante y cálido que Dreyer, que tenía el pelo empapado, se quitó la gabardina mientras caminaba y Tom, al que la lluvia había oscurecido, cobró energía y se acercó a un perro pachón color marrón. Tom y el perro pachón giraron el uno en torno al otro o, mejor dicho, fue Tom quien giró, mientras el otro daba bruscamente la vuelta de vez en cuando de un solo salto, hasta que silbó Dreyer. Iba despacio, mirando a derecha e izquierda, tratando de encontrar el cine recién construido que había mencionado Willy la noche anterior. Se encontró así de pronto en un barrio que visitaba raras veces, aunque no estaba lejos de su casa. Entró en un parque para que el perro hiciera más ejercicio y luego atajó por un terreno baldío contiguo a un bulevar que apenas conocía. Un poco más allá cruzó una plaza y vio en la esquina de la calle siguiente una casa alta despojada de casi todo su andamiaje: el primer piso estaba adornado con un gran cartel que anunciaba la película del estreno que iba a tener lugar el quince de julio y estaba basada en la comedia de Goldemar «Rey, Dama, Valet», que tanto éxito había tenido hacía algunos años. El anuncio mostraba tres barajas gigantescas, y aparentemente transparentes, que parecían de vidrio pintado y probablemente, iluminadas por la noche, resultarían muy vistosas: el rey llevaba una bata color castaño, el paje un jersey rojo de cuello alto, y la reina un traje de baño negro. «Tengo que acordarme de reservar mañana esas habitaciones», reflexionó Dreyer, y otra importante nota que la fiel señorita Reich firmaría: el Doctor Eier tiene que irse de la ciudad y, sintiéndolo mucho, no puede seguir pagando el piso donde usted insiste en recibir a otros idiotas, o algo por el estilo.

Ya iba a dar la vuelta cuando Tom emitió un ladrido sordo y corto y Franz salió de un pequeño café secándose la boca con los nudillos.

—Vaya, hombre, qué casualidad encontrarnos aquí —exclamó Dreyer—, de modo que empezamos el día con una copita de aguardiente, ¿eh?

—Es que mi casero ya no me trae el desayuno —dijo Franz.

Qué horrible encuentro. Anduvieron juntos, contemplados por charcos luminosos.

Casi nunca se les presentaba la oportunidad de estar juntos a solas, y Dreyer se dio cuenta entonces de que no tenían absolutamente nada de qué hablar. Era una sensación extraña. Trató de aclarársela a sí mismo. Veía a Franz prácticamente un día sí y otro no en su casa, pero siempre en presencia de Martha. Y Franz encajaba como cosa natural en aquel ambiente, ocupaba un lugar que ya le había sido asignado tiempo hacía, pero Dreyer nunca hablaba con él, excepto de manera ligera y en broma, y sin solicitarle información alguna ni expresar jamás sentimientos de ninguna clase, sino aceptando confiadamente a Franz entre los demás objetos y gente familiar que le rodeaban, interrumpiéndole con observaciones que no guardaban relación con las largas y pesadas historias que Franz siempre estaba contando a Martha con su habitual vaguedad. Dreyer se daba perfecta cuenta de su propia y secreta timidez, de su incapacidad para tener una conversación franca, abierta, seria, con una persona que la casualidad le ponía implacablemente delante. Y ahora sentía recelo, y al tiempo deseos apremiantes de reír en el silencio que se hincaba, como una cuña, entre él y Franz. No tenía la menor idea de qué hacer. ¿Preguntarle, por ejemplo, a dónde iba? Carraspeó y miró a Franz de reojo. Franz andaba mirando al suelo.

1 ... 50 51 52 53 54 55 56 57 58 ... 69 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название