Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Sonó la hora de despertar. Dando un grito, protegiéndose la cabeza con los brazos, Franz se bajó de la cama de un salto y corrió a la puerta; allí se detuvo, tembloroso, mirando a su alrededor con ojos miopes, comenzando a darse cuenta de que no había ocurrido nada especial, de que eran las siete de la mañana, de una mañana neblinosa, tierna, desmayada, con su alboroto de gorriones y un tren expreso que iba a arrancar dentro de hora y media.
Se había quedado dormido con la camisa sucia puesta, y había sudado abundantemente. Ya tenía en la maleta su ropa interior limpia, y además no valía la pena mudarse ahora. El lavabo estaba limpio de todo utensilio, excepto de lo poco que quedaba de una pastilla de jabón beige con olor a violetas. Dedicó bastante tiempo a arrancar con una uña un pelo que se había quedado incrustado en el jabón: el pelo cambiaba de curva, pero no se despegaba. Se le iba acumulando jabón seco bajo la uña. Se puso a lavarse la cara. El pelo se le quedó pegado, primero, a la mejilla, luego al cuello, después se puso a hacerle cosquillas en el labio. El día anterior, Franz había metido en la maleta la toalla del casero. Se detuvo un momento, pensativo, y acabó por secarse con una punta de la sábana. No valía la pena afeitarse. También estaba en la maleta el cepillo del pelo, pero tenía un peine de bolsillo. Sentía el cuero cabelludo como escamoso, y le picaba. Se abotonó la camisa arrugada. Daba igual. Ya nada tenía importancia. Se puso el cuello flexible tratando de evitar contactos repulsivos, pero inmediatamente se le pegó a la piel como una compresa fría. Se le enganchó una uña rota en la seda de la corbata. Sus segundos mejores pantalones, que seguían a los pies de la cama donde él los había tirado, tenían ahora una pelusa imposible de identificar. El cepillo de la ropa también estaba ya en la maleta. Y el desastre final ocurrió cuando se dispuso a ponerse los zapatos: se le rompió uno de los cordones. Tuvo que humedecer la punta y enhebrarla en el agujero, con el resultado de que los dos extremos del cordón resultaron diabólicamente difíciles de anudar. No solamente los animales, sino hasta los llamados objetos inanimados temían y odiaban a Franz.
Finalmente estuvo listo. Se puso el reloj de pulsera y se metió en el bolsillo el despertador. Sí, ya era hora de ir a la estación. Se puso la gabardina y el sombrero, reaccionó con un escalofrío al verse reflejado en el espejo, cogió las maletas y salió al pasillo, tropezando contra el batiente de la puerta como un pasajero torpón en un tren que va a gran velocidad. De su ser físico sólo quedaban restos a sus espaldas: un poco de agua sucia en el fondo del lavabo y un orinal en el centro de la estancia.
Se detuvo en el pasillo, paralizado por un pensamiento desagradable: las buenas maneras le inducían a despedirse del viejo Enricht. Dejó en el suelo las maletas y llamó a la puerta del dormitorio del casero. Nadie respondió. Empujó la puerta y entró. La vieja cuyo rostro nunca había visto estaba sentada en su lugar habitual, de espaldas a él.
—Me voy, venía a despedirme —dijo, acercándose al sillón.
Pero no había allí mujer alguna, sólo una peluca gris en el extremo de un palo y un mantón de punto. Tiró de un golpe al suelo el polvoriento artefacto. El viejo Enricht se le acercó por atrás, saliendo de detrás de un biombo.
—Ya no existes, Franz Bubendorf —le dijo, secamente, señalándole la puerta con el abanico.
Franz se inclinó y salió sin decir una sola palabra. En la escalera se sintió mareado. Dejando el equipaje en un escalón, estuvo un momento cogido al balaustre. Luego se inclinó sobre él, como si fuera la borda de un barco, y vomitó ruidosa y horriblemente. Llorando, recogió sus maletas, volvió a cerrar la cerradura reacia. Siguió, escaleras abajo, pasando junto a varias huellas de su desgracia. Finalmente se abrió la casa, le dejó salir, se volvió a cerrar.
XII
Lo más importante, naturalmente, era el azul grisáceo del mar contra un horizonte desleído, sobre cuya línea se deslizaba en fila india una serie de nubéculas, como si fueran por una ranura estrecha, todas iguales, todas de perfil. A continuación se veía la curva de la playa, con su ejército de casetas estriadas y semejantes a garitas, cuya aglomeración era particularmente densa en la base misma del espigón, que penetraba mar adentro entre un rebaño de barcas de alquiler. Si se miraba el panorama desde el Hotel Miramar, el mejor de Gravitz, se podía ver de vez en cuando alguna de las casetas inclinarse súbitamente hacia adelante y arrartrarse hasta otro desplazamiento, como un escarabajo rojo y blanco. Al lado de la playa había un paseo de piedra bordeado por una hilera de algarrobos sobre cuyos troncos negros, pasada la lluvia, revivían caracoles y sacaban de dentro de sus conchas redondas sus cuernos amarillos y sensibles, que tenían la virtud de crispar la carne no menos sensible de Franz. Yendo tierra adentro se llegaba a una hilera de fachadas de hoteles de menos categoría, pensiones y tiendas de recuerdos. El balcón de los Dreyer proclamaba el nombre del hotel. La habitación de Franz daba de mala gana a una calle paralela al paseo. Más allá se sucedían los hoteles de segunda clase, luego otra calleja paralela con hostales de tercera. Cuanto más se alejaba uno del mar tanto más baratos eran, como si el mar fuera un escenario y ellos hileras de butacas. Sus nombres trataban, de diversas maneras, de sugerir la presencia del mar. Algunos lo hacían con orgullo realista, otros preferían metáforas y símbolos. Alguno que otro optaba por nombres femeninos, como «Afrodita», cuyas alturas no podía justificar ninguna pensión. Había un chalet que, por ironía o debido a algún error topográfico, se llamaba a sí mismo «Helvetia». A medida que aumentaba la distancia de la playa, los nombres se volvían cada vez más poéticos. Luego, bruscamente, se rendían, dando lugar a otros como Hotel Central, Hotel del Correo, y el inevitable Hotel Continental. A casi nadie se le ocurría alquilar las patéticas barcas que había junto al espigón, y no era de extrañar. Dreyer, pésimo marino, no conseguía imaginarse ni a sí mismo ni a ningún otro turista remando por tan desierta extensión de agua, con tantas otras cosas como se podían hacer a la orilla del mar. ¿Por ejemplo? Bueno, pues tomar el sol; pero el sol era un poco cruel con el color bermejo de su piel. Se podía ir al Café de la Terraza Azul, donde tenía entendido que los pasteles eran buenísimos. El otro día, tomando allí chocolate helado, Martha contó por lo menos tres extranjeros entre la gente. Uno, a juzgar por el periódico que leía, era danés. Los otros dos resultaban más difíciles de localizar: la chica trataba en vano de llamar la atención del gato del café, un animalito negro que estaba sentado en una silla y se lamía una de las patas traseras rígidamente enhiesta, como un palo de golf de esos que se llevan al hombro. Su compañero, un muchachote atezado, fumaba y sonreía. ¿En qué idioma estarían hablando? ¿Polaco? ¿Estoniano? Apoyada contra la pared cercana a ellos una especie de red: un bolso de gasa azul pálida fijado a una vara de metal ligero.
—Son pescadores de camarones —dijo Martha—, esta noche quiero cenar camarones (haciendo crujir los dientes).
—No —dijo Franz—, ésa no es red de pescador. Esa red es para coger mosquitos.