Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Ese pequeño viaje a la Bahía de Pomerania iba a resultar, a fin de cuentas, una verdadera bendición de Dios para todos ellos, hasta para el dios de la suerte (Coincidencia o Fortunio, o comoquiera que se llamase); bastaba imaginar a ese dios disfrazado de novelista o dramaturgo, como había hecho Goldemar en la más famosa de sus obras. Martha se preparaba para ir a la costa con sistemático y felicísimo celo. Echada contra el pecho de Franz, extendida toda ella sobre su cuerpo, fuerte y pesada, algo pegajosa por causa del calor, le susurraba al oído y en la boca que no tardarían en terminar sus tormentos. Compró —aunque, naturalmente, no en la tienda de su marido— ciertas fruslerías y adornos festivos: un traje de baño negro, un albornoz adornado con listas azules y verdes en zigzag, pantalones largos de franela, una cámara nueva y gran cantidad de ropa vistosa, todo lo cual, le decía bromeando y sonriente, era un dispendio innecesario, porque muy pronto iba a tener que llevar luto. Dreyer se proveyó en su tienda de un enorme balón de playa y de nadaderas de un tipo nuevo.
Martha escribió a su hermana Hilda, que había sugerido pasar el verano todos juntos, que sus planes para este año no eran todavía seguros: podía ser que pasasen unos días en la costa, o a lo mejor no, pero ella le escribiría si acababan decidiéndose por esta idea y les apetecía prolongar la estancia. Permitió a Frieda quedarse en el ático durante su ausencia, pero con prohibición de recibir visitas. Le dijo al jardinero que Tom, que era un histérico, la había mordido, que ella no quería disgustar a su marido, pero que lo mejor sería darle una inyección en cuanto se fueran todos a Gravitz. El jardinero parecía vacilar, y ella entonces le puso un billete de cincuenta marcos en las honradas garras, manchadas por las orugas, y el viejo soldado asintió, encogiéndose de hombros.
El día antes de irse, Martha pasó revista a todas las habitaciones del chalet, muebles, vajillas, cuadros, susurrándose a sí misma que dentro de muy poco tiempo volvería a ver todo aquello libre y feliz. Ese mismo día Franz le mostró una carta de su madre. La mujer escribía que Emmy se iba a casar dentro de un año.
—Dentro de un año —sonrió Martha—, dentro de un año, queridito mío, se va a celebrar también otra boda. Hale, hombre, anímate, deja de rascarte el ombligo. Todo va a salir a pedir de boca.
Se habían visto por última vez en la deprimente habitación de Franz, que ya tenía el aspecto receloso y desnaturalizado de las habitaciones amuebladas que se despiden para siempre de su inquilino. Martha se había llevado a casa las zapatillas rojas y las había escondido en un baúl, pero no sabía qué hacer con las servilletitas de adorno, con los dos bonitos cojines y con los pequeños utensilios tan llenos de recuerdos. Con pesadumbre aconsejó a Franz hacer un paquete con todo aquello y enviárselo por correo a su hermana, a modo de delicado regalo de bodas. La pequeña habitación, dándose cuenta de que se hablaba de ella, adoptaba una expresión cada vez más tensa. Los rijosos postores aquilataban por última vez a la esclava de gruesos pezones y ajorcas de bronce. El diseño del papel de la pared —ramilletes de flores de un color marrón sangriento, que se alineaban en sucesión regular de repetidas variaciones— llegaba hasta la puerta desde tres direcciones, pero, una vez allí, ya no podía seguir su camino, ni tampoco salir de la habitación, de la misma manera que los pensamientos humanos, por muy admirablemente que estén coordinados, se ven impotentes para abandonar los confines de su infernal círculo privado. En un rincón había dos maletas, una completamente nueva, de imitación de cuero, con su bonita llavecita todavía colgando del asa, regalo de una amiga; y la otra, de una sustancia negra y fibrosa, comprada un año antes en un puesto del mercado y todavía en bastante buen uso, aunque una de las cerraduras se abría a veces de golpe sin que nadie la indujera a ello. Todo lo que había sido traído a esta habitación, o se había ido acumulando en ella a lo largo de diez meses, se lo tragaban ahora las dos maletas, que iban a desaparecer de allí al día siguiente... para siempre.
La última noche Franz no salió a cenar. Cerró la cómoda vacía, miró a su alrededor, abrió la ventana y se sentó, apoyando los pies en el alféizar. Tenía que pasar esta noche como fuese. Lo mejor iba a ser no moverse, no pensar, seguir sentado, escuchar los lejanos cláxones de los automóviles, mirar el cielo azul, un remoto balcón donde lucía una lámpara de tulipa anaranjada y dos seres inocentes y despreocupados jugaban al ajedrez, inclinados sobre el brillante oasis de su mesa feliz. Ese tercio de la consciencia humana, el porvenir imaginable, había cesado de existir para Franz excepto como una jaula oscura llena de monstruosos mañanas apretujados unos contra otros en amorfo montón. Lo que Martha consideraba como la primera solución lógica, realista, de todos sus problemas había sido el golpe de gracia asestado a la cordura de Franz. Sería como ella decía..., ¿o no lo sería? Un aleteo de pánico le pasó rozando el corazón. Quizás no fuese todavía demasiado tarde... Quizás pudiera aún escribir a su madre, o a su hermana y al novio de ésta pidiéndoles que vinieran a llevárselo. El domingo pasado el destino casi le había salvado y quizás pudiera volverle a salvar ahora, sí: enviar un telegrama, caer en la cama con tifus o, quizás, inclinarse un poco hacia adelante y caer en el abrazo, siempre dispuesto, de la ansiosa gravedad. Pero el aleteo pasó. Se haría como decía Martha.
Descalzo, en mangas de camisa, estuvo allí sentado largo tiempo, cogiéndose las rodillas, sin moverse, sin cambiar de posición los muslos, aunque un nudo del alféizar le hacía daño y un mosquito le zumbaba en torno dispuesto a picarle en la sien. Ya estaba bastante oscuro en la condenada habitación, pero no había nadie dispuesto a encender la luz ni tampoco a recogerle si se cayese de la ventana. En el balcón remoto ya habían dejado de jugar al ajedrez hacía tiempo. Una a una, o de dos y hasta de tres en tres, todas las ventanas habían ido apagándose. No tardó en sentirse rígido y frío. Franz se bajó despacio de la ventana y fue a la cama. Un poco después de medianoche el casero pasó sin ruido por el pasillo. Se fijó en si había una línea de luz bajo la puerta de Franz, escuchó con la cabeza ladeada y volvió a su habitación. Sabía perfectamente que al otro lado de la puerta no había ningún Franz, que era él quien había creado a Franz con unos pocos y diestros brochazos de su viva imaginación. Pero, así y todo, había que llevar la broma hasta su conclusión lógica. Sería tonto permitir que un chispazo de la imaginación gastase electricidad, con lo cara que estaba, o tratara de cortarse la yugular con una navaja de afeitar. Además al viejo Enricht estaba empezando a aburrirle esta creación suya. Ya era hora de acabar con ella, de sustituirla por otra distinta. Un barrido de sus pensamientos zanjó el asunto: que ésta sea la última noche de su imaginario inquilino; que se vaya mañana por la mañana, dejando a sus espaldas el insolente y sucio desorden que suelen dejar todos. En consecuencia, se dijo que mañana era primero de mes y que era el inquilino mismo quien había decidido irse, más aún, que ya le había pagado todo lo que le debía. Ahora, por consiguiente, todo estaba en orden y, habiendo inventado la conclusión necesaria, el viejo Enricht, alias Pharsin, rebuscó en su memoria a esa conclusión añadió todo lo que, en el pasado, había contribuido a formarla. Porque él sabía perfectamente —hacía por lo menos ocho años que lo sabía— que el mundo entero no era sino un truco inventado por él, y que toda esa gente —ocho ex-inquilinos, médicos, policías, recogedores de basuras, Franz, la amiga de Franz, el caballero ruidoso con el ruidoso perro, e incluso su propia mujer, una vieja silenciosa y encogida tocada con gorro de puntilla, y hasta él mismo, o, mejor dicho, su compañero interior, un viejo amigo, por así decirlo, que ocho años atrás había sido profesor de matemáticas— debían su existencia al poder de su imaginación y a la destreza de sus manos. En realidad, él mismo podía transformarse en cualquier momento en ratonera, en ratón, en un viejo canapé, en esclava comprada por el mejor postor. Los magos como él debieran ser emperadores.