Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Afuera hacía muy buen día. Soplaba un viento delicioso. Las suelas de los transeúntes dejaban huellas plateadas en el asfalto santificado por el sol. ¡Qué bello, qué azul y fragante es nuestro Berlín en verano! Aunque tampoco se estaría mal junto al mar. Esas nubes son radiantes: nubes de vacaciones. Unos obreros reparaban perezosamente la acera. ¡Qué agradable es todo esto!, ¡y qué divertido sería, pensó Dreyer, escrutar los rostros de esos obreros, de esos transeúntes, en busca de las expresiones faciales que acababa de ver en innumerables fotografías! Grande fue su sopresa cuando en todos los rostros que vio reconoció a algún delicuente pasado, presente o futuro; estaba tan entusiasmado con este juego que se puso a inventar un delito especial para cada uno de ellos. Vio a un hombre de hombros redondeados que llevaba una maleta muy sospechosa; se le acercó y le pidió fuego. El otro sacudió las cenizas de su cigarrillo y facilitó la conjunción habitual, pero Dreyer notó que las manos le temblaban mucho y sintió no poder mostrarle una insignia de detective. Uno tras otro, pasaban ante él ojos que evitaban los suyos, e incluso en amas de casas maternales percibía Dreyer el chispazo del asesinato. Fue andando, agitando su bastón como una hélice, pasándoselo en grande, haciendo muecas a los extraños y notando con placer su momentánea turbación. El juego acabó cansándole, tenía hambre y sed, apretó el paso. Al acercarse al postigo de su casa vio en el jardín a su mujer y a su sobrino. Estaban juntos, inmóviles, y le miraban. Y Dreyer sintió un agradable alivio al ver, por fin, dos rostros familiares, dos rostros perfectamente humanos.
XI
—Por favor, querida —dijo Willy Bald—, para. Ya has mirado dos veces el reloj de pulsera y luego has mirado a tu marido. Cálmate. No es tarde todavía.
—Come más fresas —dijo la mujer de Willy.
Dreyer dijo:
—Tenemos que quedarnos un poco más, amor mío. Porque la verdad es que no acabo de acordarme de lo que iba a contar.
—Por favor, haz memoria —dijo Willy desde las profundidades de su sillón...
—... o a lo mejor prefieres algún licor —dijo la señora Wald con su voz melodiosa y afectada.
Dreyer se golpeó la frente con el puño:
—Me acuerdo del principio y de lo de en medio. ¡Daría mi tienda entera por acordarme del final!
—No te preocupes, ya te acordarás —dijo Willy—, si sigues así de nervioso vas a aburrir más todavía a tu mujer. Es una dama muy severa. A mí me asusta.
—... Mañana a esta hora estaremos ya camino de París —dijo la señora Wald, cogiendo carrerilla, pero su marido la interrumpió.
—¡Me lleva a París! De sobra sé que es una ciudad bulliciosa, pero lo cierto es que siempre me dio reparo. Pero voy, voy a pesar de todo. Voy. Y a propósito, no habéis dicho lo que pensáis hacer este verano. Me contaron el caso de un sujeto que no conseguía acordarse de una anécdota graciosa y se le reventó un vaso sanguíneo.
—Lo que me duele no es no acordarme —dijo Dreyer, quejumbroso—, lo que me duele es que siempre me acuerdo en el momento de despedirme. La verdad es que todavía no hemos decidido nada. ¿No es cierto, amor mío? De hecho (volviéndose hacia Willy), todavía no hemos hablado de ello en absoluto. Sé que Martha detesta los Alpes. Venecia no le interesa lo que se dice nada. Es muy difícil, créeme. Y tenía un final inesperado la mar de divertido...
—Bueno, anda, déjalo —resopló Willy—, ¿y cómo es que no habéis decidido nada todavía? Estamos ya a fines de junio. Ya es hora de que empecéis.
—A lo mejor —dijo Dreyer, mirando a su mujer con ojos zumbones —acabamos yéndonos a la costa.
—Agua —asintió Willy—, agua azul en abundancia. Eso es lo bueno. También yo iría. Y encantado de la vida. Pero me llevan a París a la fuerza. Y soy un buceador estupendo, aunque ya sé que no me vais a creer.
—Pues yo ni siquiera sé nadar —respondió Dreyer, sombrío—, hay deportes para los que no valgo. Lo mismo me pasa con el esquí. Por mucho que me mueva siempre me da la impresión de seguir en el mismo sitio: me falta ímpetu, habilidad, equilibrio, y eso que me esfuerzo. No sé, la verdad, si esos esquíes nuevos son lo que yo necesitaba. Amor mío, ya sé lo poquísimo que te gusta la costa, pero casi va a ser mejor que vayamos también allí este año. Nos llevaremos a Franz y a Tom. Nos salpicaremos y nos enfangaremos a base de bien. Y tú podrás salir a remar con Franz y ponerte más tostada que el chocolate.
Martha sonrió. Y no es que supiera con seguridad de dónde llegaba ese hálito de húmeda frescura. La linterna mágica de la fantasía le mostró otra diapositiva en color: una larga playa arenosa en el Báltico, donde ya habían estado una vez en 1924, un espigón blanco, banderas de colorines, casetas con franjas, pero la visión acabó desvaneciéndose, disgregándose, y más allá, muchos kilómetros al oeste, se extendía la blancura desierta de la arena entre el agua y los matorrales. Agua. ¿Qué es lo que hay que hacer para apagar un incendio? Hasta un niño de teta lo sabe.
—Iremos a Grawitz —dijo Martha, volviéndose a Willy.
Se sintió insólitamente animada. Sus labios relucientes se abrieron. Sus ojos rasgados brillaban como piedras preciosas. Dos hoyuelos en forma de hoz emergieron a sus mejillas llameantes. Llena de entusiasmo comenzó a hablar a Elsa Wald de una pequeña modista (siempre son «pequeñas») que acababa de descubrir. Elogió con arrobo el perfume de Elsa. Dreyer, que estaba comiendo fresas, la observó contento. Nunca hasta ahora había sonreído ni charloteado con tanta gracia estando de visita en casa de los Wald («Son tus amigos, no míos»).
—Tendremos que hablar de esto en serio —dijo, cuando volvían a casa—, la verdad es que a veces se te ocurren buenas ideas. Mira, mañana por la mañana escribes para reservar dos habitaciones contiguas y una sencilla en el Seaview Hotel. Pero el perro lo dejamos, no haría más que molestar. Y tienes que darte prisa, porque si te descuidas no va a haber habitaciones.
Dreyer, que estaba un poco bebido, se pegó a su nunca caliente. Ella le apartó de sí con mucha benevolencia, diciéndole: —No sólo eres un rijoso, sino además un mentiroso. De pronto, Dreyer pareció inquieto. —¿Qué quieres decir?
—Estaba pensando —dijo ella—, en aquello que me dijiste, ¿qué fue lo que me dijiste?, ¿no fue hace un año?...Ah, sí, que habías estado dando lecciones en el Freibad y que ya nadas como los peces.
—Injustificable exageración —respondió él, muy aliviado—, bueno, nado como un pez inexperto. Me mantengo a flote hasta tres metros, y luego me hundo como un tronco.
—Bueno, lo que pasa es que los troncos no se hunden —dijo Martha, alegre.
¡Había que darse prisa! Pero ahora era una prisa optimista. Entre olas y rayos de sol era fácil respirar, matar, amar. La palabra «agua» lo había resuelto todo por sí sola. Aunque Martha no entendía nada de problemas matemáticos ni de la satisfacción que da una elegante prueba, se daba cuenta perfectamente de la solución de su problema por la claridad y sencillez con que se presentaba ante sus ojos. Esta armoniosa evidencia, esta gracia elemental, la hacía avergonzarse —y con razón— de sus tanteos de sus torpes fantasías. Sentía un deseo desmedido de ver a Franz en aquel mismo instante o, por lo menos, de hacer algo, de enviarle inmediatamente por telegrama la palabra en clave, pero por el momento, el mensaje decía así: TAXI MEDIANOCHE STOP LLUVIA ENTRADA SALÓN DELANTERO ESCALERAS DORMITORIO POR FAVOR STOP DE ACUERDO DATE PRISA BUENAS NOCHES. Y mañana era domingo, ¿qué te parece? Había advertido a Franz que si el tiempo no mejoraba no iría a verle porque Dreyer no saldría a jugar al tenis. Pero esta misma demora, que, en otro momento, la habría llenado de ira, le parecía ahora poca cosa, llena como se sentía de aplomo.