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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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—¿Es aquí? —preguntó Dreyer, y se movió el picaporte.

Martha se apoyó con todo su cuerpo contra la puerta, sujetando el picaporte con su mano fuerte. Les oyó dar vueltas a la llave en ambos sentidos. Tom husmeaba ardientemente por debajo de la puerta. Trataron de nuevo de mover el picaporte. Ahora eran dos hombres contra ella. Resbaló y se le cayó una zapatilla, lo que ya le había ocurrido en una vida anterior.

—¿Pero qué pasa? —dijo la voz de Dreyer—, tu puerta no se abre.

Su eficiente amante estaba ayudándole a abrirla. «Qué par de idiotas», pensó Martha fríamente, comenzando a resbalar de nuevo. Empujó con el hombro y consiguió volverla a cerrar. Franz murmuraba:

—La verdad es que no entiendo lo que pasa. A lo mejor es una broma de mi casero.

Tom ladraba como un loco. Mañana habría que acabar con él. Dreyer reía entre dientes y aconsejaba a Franz llamar a la policía.

—Lo mejor será abrirla a patadas —dijo.

Martha se dio cuenta de que no iba a poder tenerla más tiempo cerrada. De pronto se hizo un silencio al otro lado, y en pleno silencio una voz chillona y quejumbrosa pronunció el mágico «sésamo ciérrate».

—Está su amiga ahí dentro.

Dreyer dio media vuelta. Un viejo envuelto en una bata, con una olla en la mano, movía la cabeza hirsuta y gris mirando al joven imbécil, que se había cubierto el rostro con las manos. Tom husmeaba al viejo. Dreyer prorrumpió en una carcajada y, tirando del perro por el collar, comenzó a alejarse. Franz le acompañó hasta el vestíbulo y tropezó con un cubo.

—Vaya, vaya, de modo que con ésas, ¿eh? —dijo Dreyer.

Hizo un guiño a Franz, le dio un golpecito en el plexo solar y se fue. Tom volvió la vista, luego siguió a su amo. Franz, con el rostro inexpresivo y un poco vacilante, como si le fallasen los pies, volvió por el pasillo y abrió la puerta, que esta vez cedió sin resistencia. Sonrosada, despeinada, jadeante como después de una pelea, Martha buscaba sus zapatillas.

Abrazó a Franz impetuosamente. Rebosante de alegría, riendo, le besó en los labios, en la nariz, en las gafas, luego le sentó a su lado sobre la cama, le dio un vaso de agua, y él, dócil, se dejó mecer, apoyó la cabeza contra su regazo; Martha le acarició el pelo y suave, sedantemente, le explicó la única, líquida esplendorosa solución.

Llegó a casa antes que su marido, y cuando entró éste y Tom corrió hacia ella, dirigió al perro una mirada irónica y asesina.

—Escucha —le dijo Dreyer—, nuestro pequeño Franz..., no, no te lo vas a creer —hablaba farfullando, embarullándose, movió la cabeza varias veces, finalmente consiguió contárselo. Se imaginaba a su taciturno y torpe sobrino acariciando a una amante grande y robusta, y esta idea le resultaba increíblemente cómica. Recordó a Franz saltando sobre un pie, en calzoncillos sucios, y su regocijo aumentó.

—Yo diría que lo que te pasa es que le tienes envidia —dijo Martha, y Dreyer trató de abrazarla.

La vez siguiente que Franz fue a cenar a su casa, su listo tío se puso a tomarle el pelo. Martha dio una patadita a su marido por debajo de la mesa.

—Mi querido Franz —le dijo Dreyer, apartando las piernas del alcance de los zapatos de Martha—, a lo mejor, después de todo, no te sientes con ganas de emigrar a tierras lejanas, a lo mejor te encuentras estupendamente bien en esta ciudad. Puedes hablarme con toda franqueza. También yo he sido joven.

O bien se volvía a Martha y observaba con afectada indiferencia:

—Te diré una cosa. He contratado a un detective privado. Su trabajo consiste en cerciorarse de que mis empleados llevan una vida ascética, no beben, no juegan y, sobre todo, no... —y, diciendo esto, se llevaba los dedos a los labios, como si hubiera hablado más de la cuenta, mirando a su víctima—, por supuesto estoy de broma —continuaba, fingiendo confusión, y añadía, con voz fina y artificial, como cambiando de tema—, la verdad es que hoy hace un día estupendo.

Sólo quedaban unos pocos días para el viaje. Martha se sentía tan contenta, tan serena, que nada podía afectarla ya mucho: las ingeniosidades de su marido no tardarían en terminar, como todo lo demás: su puro, su agua de colonia, su sombra y, con ésta, la sombra de un libro en la terraza blanca. Sólo una cosa la turbaba, y era que el director del Seaview Hotel había tenido la desfachatez de aprovecharse de la avalancha de veraneantes para exigir un precio colosal por las habitaciones. Era, indudablemente, una verdadera lástima que deshacerse de Dreyer fuera a costar tantísimo dinero, sobre todo ahora, decía Martha, que iban a tener que ahorrar cada céntimo, porque, en aquellos días, los últimos de su vida, podía perder toda su fortuna. Su inquietud no carecía de base. Pero, al mismo tiempo, sentía Martha cierta satisfacción pensando que precisamente en el momento en que iba a morir bajo su supervisión, Dreyer parecía haber agotado su brillante imaginación para los negocios, su talento para la empresa arriesgada, que le había permitido acumular una fortuna que ahora heredaría su agradecida viuda.

No sabía ella que, paradójicamente, en ese período de decadencia e inactividad, Dreyer había dado comienzo, sin hablar de ello a nadie, al negocio, carísimo de los automaniquíes. Y la cuestión era: ¿resultarían quizás demasiado bellos y atractivos, demasiado vistosos, demasiado originales y lujosos para las necesidades de un gran almacén adocenado y burgués de Berlín? Por otra parte, no le cabía la menor duda de que a este invento se le podría sacar un precio espectacular con sólo saber deslumbrar y encantar al presunto comprador. Mister Ritter, un hombre de negocios norteamericano que tenía el talento de sacar partido a las cosas más insólitas, iba a llegar a Berlín de un momento a otro. Se los vendo a él, pensaba Dreyer. Y, puestos a ello, no me disgustaría venderle también la tienda entera.

Se daba cuenta secretamente de que él era hombre de negocios por pura casualidad, y de que sus fantasías no eran fáciles de vender. Su padre había querido ser actor, había sido maquillador de un circo ambulante, había intentado diseñar decorados de teatro y maravillosos trajes de terciopelo para terminar sus días con modesto éxito como sastre. De muchacho, Kurt había querido ser artista —cualquier clase de artista—, pero, en su lugar, hubo de pasar muchos años aburridos trabajando en la sastrería de su padre. La mayor satisfacción artística de su vida se la dieron sus primeras aventuras comerciales durante la inflación. Pero se daba perfecta cuenta de que a él lo que le gustaba de verdad eran otras artes, otros inventos.

¿Qué le impedía lanzarse a ver mundo? Tenía medios para ello, pero se levantaba un velo fatal entre él y cualquier sueño que le atrajese. Era un soltero con una bella esposa de mármol, un apasionado de las chifladuras sin nada que coleccionar, un explorador que no sabía en qué montaña morir, un voraz lector de libros sin interés, un feliz y sano fracasado. En lugar de dedicarse a las artes y a la aventura, tenía que contentarse con un chalet bien situado en las afueras de la capital, con pasar sus vacaciones en una aburrida ciudad de la costa báltica, y hasta eso le encantaba, de la misma manera que el olor de un circo barato solía embriagar a su dulce y humilde padre.

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