Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Con frecuencia cada vez mayor, y con una indiferencia temeraria de la que ya no se daba cuenta, Martha escapaba de esa triunfante presencia refugiándose en la habitación de su amante, llegando incluso a horas en que él estaba todavía en la tienda y los vibrantes sonidos de la construcción cercana no habían sido todavía relevados por las radios vecinas; entonces se ponía a zurcir algún calcetín, y sus cejas negras se juntaban con severidad en espera de la vuelta de Franz, llena de una ternura confiada y legítima. Sin los labios y el joven cuerpo dócil de su amante, Martha no habría podido seguir viviendo un solo día más. En ese instante de su contacto en el que, sintiendo todavía las cada vez más lejanas vibraciones del placer, Martha abría los ojos, le parecía extraño que los ataques de su amante no hubieran destruido ya a Dreyer. Y enseguida trataba de estimular nuevamente a Franz, y, habiéndolo conseguido, aunque con cierta dificultad (¡tanto trabajo en la tienda agotaba al pobre tesoro!), sentía de nuevo que Dreyer estaba pereciendo, que cada furiosa embestida le hería más y más hondamente, hasta que, al final, se derrumbaba en medio de un dolor terrible, aullando, descargando sus fluidos intestinales, disolviéndose en el intolerable esplendor de su placer.
Pero lo cierto era que no había pasado nada, que Dreyer reviviría, se pasearía de nuevo ruidosamente por las estancias, y, lleno de jovialidad y hambre, se sentaría a comer frente a ella, doblaría una loncha de jamón, clavaría en ella el tenedor con gran energía, haría un movimiento circular con el bigote al masticarla.
—Ayúdame, Franz, oh, ayúdame —le murmuraba a veces, sacudiéndole por los hombros.
Los ojos de Franz eran completamente sumisos detrás de sus gafas limpísimas. A pesar de todo, no acababa de ocurrírsele nada. Su imaginación estaba a las órdenes de Martha; funcionaba a su servicio, pero era ella quien tenía que dar ímpetu y alimento a su fantasía. Exteriormente Franz había cambiado mucho en estos meses últimos: había perdido peso, sus pómulos salientes le daban ahora más que nunca el aspecto de hindú hambriento, una curiosa debilidad difuminaba sus movimientos, como si existiera solamente porque la existencia era lo único posible, pero, así y todo, existía contra su voluntad, y en cualquier momento habría vuelto gustosamente a sumirse en un estado de estupor animal. Sus días transcurrían automáticamente, pero sus noches eran informes y hervían de terrores. Comenzó a tomar somníferos. El sobresalto matinal del despertador era como una moneda introducida en la ranura de una máquina tragaperras. Se levantaba; iba, arrastrando los pies, al retrete maloliente (un pequeño infierno oscuro por derecho propio); volvía, arrastrando los pies, a lavarse las manos, limpiarse los dientes, afeitarse, quitarse el jabón de las orejas, vestirse, correr a la boca del metro, meterse en un vagón de no fumadores, leer el anuncio, sucio y siempre el mismo, que tenía encima, y llegar a su destino al ritmo toscamente trocaico del tren, subir la escalinata de piedra, mirar, entrecerrando los ojos, la mata multicolor de pensamientos bañados por el sol en un gran parterre situado delante de la salida, cruzar la calle y cumplir con sus deberes cotidianos en el gran almacén. Después de irse Martha, Franz se ponía a leer el periódico durante un cuarto de hora, porque lo normal era leer la prensa. Luego se iba, dando un paseo, al chalet de su tío. Durante la cena repetía a veces lo que acababa de leer en el periódico, reproduciendo literalmente muchas de las frases, pero trastocando curiosamente los incidentes, de modo que Dreyer se divertía mucho incitándole a seguir y corrigiéndole luego. Se iba a eso de las once. Volvía a casa a pie y siempre por las mismas aceras. Un cuarto de hora más tarde ya estaba desnudándose. Apagaba la luz.
Sus pensamientos se caracterizaban por la misma monotonía que sus acciones, y su orden correspondía al orden mismo de su día. ¿Por qué no me sirve ya el café? No puedo limpiar el retrete si se desprende la cadena cada vez que tiro de ella. Esta hoja no corta. Piffke se afeita en el retrete público con el cuello puesto. Estos pantalones cortos blancos no son nada prácticos. Hoy es nueve..., no: diez..., no: once de junio. Se ha vuelto a asomar al balcón: brazos desnudos, geranios resecos. Cada mañana está más abarrotado el tren. Limpíate los dientes con Dentophik, sonreirás todo el tiempo. Los que ofrecen su asiento a mujeres sanas y fuertes son unos memos. Limpíate los dientos con Dentophik, limpia todo el tiempo con tu sonrisa. Bueno, hay que salir.
Y detrás de estos pensamientos repetidos todos los días, como detrás de las palabras escritas en cristal, se agolpaba la oscuridad, una oscuridad que no había que escudriñar. A veces se le ofrecían a uno, sin embargo, extraños vislumbres. En una ocasión le pareció que un policía que apestaba a queso y tenía un maletín bajo el brazo le miraba constantemente con recelo desde el asiento de enfrente. Las cartas de su madre contenían aterradoras insinuaciones: insistía, por ejemplo, en que Franz escribía mal las palabras o las dejaba sin terminar. En la tienda, el rostro de una foca de goma, hecha para diversión de los bañistas, comenzaba a parecérsele al rostro de Dreyer, y Franz se puso muy contento un día en que una cierta señora Steller, que vivía en la Avenida Robbe, número uno, le hizo envolvérsela y enviársela a su casa. Percibiendo una vaharada de tilos en flor, Franz recordaba nostálgicamente el patio del colegio de su ciudad natal, cuando tocaban la corteza de un tilo como parte de uno de sus juegos de muchachos. En una ocasión, una chica con pechos saltarines y corto vestido rojo chocó casi con él; llevaba en la mano un manojo de llaves y a Franz le pareció reconocer en ella a la hija de un portero de la que se había sentido muy enamorado hacía ya siglos. Estos no eran sino efímeros atisbos de consciencia; inmediatamente después volvía a su semiexistencia habitual.
Pero por las noches, en pleno sueño inducido por drogas, penetraban en su cerebro cosas más significativas. Ayudado por Martha, que estaba desnuda, le aserraba la cabeza a Piffke en un retrete público, a pesar de que resultara imposible de distinguir del chófer muerto de los Dreyer y de que su nombre, en el lenguaje de los sueños, fuese Dreyer. Horror y repulsión impotentes se mezclaban en aquellas pesadillas con una cierta sensación extraterrenal que sólo conocen los que acaban de morir o los que se han vuelto locos de pronto después de haber descifrado el significado de todo lo que existe. Así pues, en un sueño, veía a Dreyer de pie en una escalera que giraba lentamente en torno a un gramófono rojo, y Franz sabía que en un momento dado el gramófono ladraría la palabra clave de todo el universo, tras lo cual el acto de existir se convertiría en un juego infantil y frívolo, como poner un pie en el borde de cada losa a cada paso que daba. El gramófono canturreaba una canción conocida sobre el amor de un triste negro pero, a juzgar por la expresión de Dreyer y por sus ojos astutos y huidizos, Franz se daba cuenta de que todo ello era una estratagema, de que estaba siendo astutamente engañado, de que en aquella canción acechaba la palabra misma que él no debía oír, y entonces despertaba gritando y no le era posible identificar el pálido cuadrado que le miraba desde la distancia, hasta darse cuenta de que era una pálida ventana cortada en la oscuridad, y entonces dejaba caer de nuevo la cabeza contra la almohada. De pronto, Martha, cuyo rostro era espantoso —como de cera, reluciente, con grandes carrillos colgantes y arrugas de vejez y pelo gris— entraba corriendo, le cogía por la muñeca, tiraba de él, llevándole a un balcón que colgaba a gran altura sobre la calle, y abajo, en la acera, estaba un policía que le mostraba algo y que iba creciendo hasta que su rostro llegaba hasta el balcón mismo, y entonces, con un periódico en la mano, a gritos, le leía a Franz su sentencia de muerte.