Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Aquella mañana soleada y terrible, en cuanto ella y Franz volvieron del club de tenis, Martha llevó a su amante al despacho para mostrarle el revólver. Desde el umbral le indicó con un movimiento casi imperceptible del hombro la mesa que había en el extremo opuesto del cuarto. Allí, en un cajón, estaba el instrumento de su felicidad.
—Lo verás en un momento —susurró Martha, deslizándose hacia el escritorio.
Pero en aquel mismo instante, entró Tom en la estancia corriendo con gran viveza.
—Echa a ese perro de aquí —dijo Franz—, no puedo hacer nada mientras esté aquí el perro.
—¡Fuera de aquí! —gritó Martha.
Tom echó hacia atrás las orejas, alargó el hocico oscuro y suave y se escabulló, refugiándose detrás de una silla.
—¡Haz el favor de echarle! —dijo Franz, con los dientes apretados y un súbito escalofrío.
Martha dio unas palmadas. Tom se metió debajo de la silla y salió por el otro lado. Ella le hizo ademanes de amenaza y Tom dio a tiempo un salto hacia atrás y, lamiéndose las quijadas, fue trotando hacia la puerta con expresión ofendida. En el umbral volvió la mirada, alzando una pata. En vista de que Martha se le acercaba cedió ante lo inevitable. Martha cerró la puerta de golpe y una oportuna corriente de aire golpeó inmediatamente el cristal de la ventana.
—Hale, venga, date prisa —dijo ella, con voz irritada—, ¿qué haces ahí con esa cara? Ven aquí.
Fue al cajón y lo abrió de golpe. Levantó el maletín marrón. Debajo había un objeto reluciente. Franz alargó la mano mecánicamente y lo cogió. Se puso a darle vueltas.
—¿Estás segura...? —preguntó, apático.
Oyó resoplar a Martha y levantó la vista. Martha reía secamente y se apartó a grandes pasos.
—Hale, vuelve a ponerlo donde estaba —le dijo, junto a la ventana, tamborileando con los dedos contra el cristal. No era de extrañar que Willy se hubiera echado a reír.
—Te digo que lo pongas en su sitio. ¿No ves que es un encendedor de puros?
—Sí, claro que lo veo. Pero la verdad es que se parece mucho a un revólver pequeño. Me parece recordar que he visto en la tienda algunos como éste.
Volvió a cerrar el cajón sin hacer ruido.
Ese día Martha se dio cuenta de algo que no pudo menos de entristecerla. Hasta entonces había pensado que su manera de actuar no era ni más ni menos sensata que durante toda su vida anterior. Pero ahora se daba cuenta de que estaba infiltrándose en su mente una especie de atroz mundo fantástico. Se podía perdonar el aplomo del principiante, pero ella tenía ya que haber superado esa fase perdonable. Estaba claro que no debería haber accedido nunca a casarse con aquel payaso que tenía en sus brazos a un macaco maloliente; también lo estaba que no debió dejarse impresionar por su dinero, ni concebir la esperanza, llevada de su juvenil ingenuidad, de que iba a transformar a aquel bufón en un marido corriente, decoroso, obediente. Pero, por lo menos, había sabido organizarse su vida a su manera. Fueron casi ocho años de dura lucha. Dreyer quería llevarla a Ceilán o a Florida, por increíble que parezca, en lugar de comprar este elegante chalet. Ella lo que necesitaba era un marido sedentario. Un marido sumiso y grave. Un marido muerto.
Pasó unos días retirada, como si se hubiera refugiado en los desiertos más remotos de su espíritu para pasar revista a sus errores y acopiar fuerzas con que volver purificada a la tarea, de forma que no volviese a cometer ninguno de sus errores anteriores. Complejas combinaciones, complicados detalles, armas que resultaban no serlo..., era preciso renunciar a todo esto. A partir de ahora la consigna iba a ser: sencillez y rutina. El método que tanto buscaban tendría que ser completamente natural, completamente puro. Los intermediarios tengan la bondad de abstenerse. El veneno era una celestina; la pistola, un chulo. Cualquiera de los dos podría traicionarla. Lo que había que hacer era dejar de comprar novelas baratas sobre los Borgia. No era posible matar a un hombre con un encendedor de puros, como, evidentemente, alguien la había creído a ella capaz de suponer.
Franz movía la cabeza, negativamente o asintiendo, según lo que dijese Martha, que ahora hablaba con la mayor seriedad. La pequeña habitación rebosaba de luz solar. Franz se había sentado sobre el alféizar de la ventana, que estaba abierta, y los batientes asegurados con cuñas de madera para que no se cerrasen. A pesar de que era festivo los obreros seguían trabajando con tenacidad entre golpes y ruidos metálicos cada vez más fuertes. Una voz de chica gritó algo desde una ventana inferior y otra voz de chica, más angelical aún, respondió desde un balcón del otro lado de la calle. Era ésta la temporada de música de guitarra en el río de la ciudad natal de Franz, de balsas que cantaban suavemente a la sombra de los sauces.
Franz empezaba a sentir calor en la espalda. Se bajó del alféizar de la ventana, cayendo al suelo. Martha, con las piernas apretadamente cruzadas, mostrando un poco de grueso muslo bajo la falda, se sentó de lado sobre la mesa. A la luz inexorable su piel parecía más basta y su rostro más grande, posiblemente porque tenía la barbilla apoyada contra el puño cerrado. Las comisuras de sus labios húmedos estaban bajadas, sus ojos levantados. Un ser completamente extraño, agazapado en la consciencia de Franz, observó de paso que Martha se parecía algo a un sapo. Martha movió la cabeza. La realidad volvía por sus fueros. Y todo se hizo de nuevo opresivo, oscuro, despiadado.
—Estrangularle —murmuró—, si pudiéramos estrangularle con nuestras propias manos y acabar de una vez...
El gran Doctor Herz le había dicho un par de años antes que su cardiograma mostraba una notable, no necesariamente peligrosa, pero ciertamente incurable, anormalidad que él sólo había visto en otra mujer: una Hohenzollern, que seguía viva a los casi cuarenta años, y ahora le parecía a Martha que su corazón estaba a punto de reventar, incapaz de contener tanto sentimiento de odio como despertaban en ella los menores movimientos y ruidos de Dreyer. A veces, de noche, cuando se le acercaba con una risita tierna, Martha sentía el deseo imperioso de hundir sus manos en su cuello y apretar, apretar con toda su fuerza. Y a la inversa, cuando, en una ocasión reciente, le había hecho prometer que no vendería la mejor de sus tres casas de pisos por el precio ridículo que le ofrecía Willy y, a modo de generosa compensación, ella le había ofrecido a su vez una breve caricia, la inesperada falta de reacción viril por su parte la había llenado de tanta repulsión como sus mismos requerimientos amorosos. Martha se daba cuenta de lo difícil que era, en tales circunstancias, razonar con lógica, desarrollar planes sencillos, suaves, elegantes, cuando todo su interior gritaba y hervía de rabia. Sin embargo, tenía que sobrevivir, era necesario hacer algo. Dreyer se extendía monstruosamente ante ella, como una conflagración en la pantalla de un cine. La vida humana, como el fuego, era peligrosa y difícil de extinguir; pero, también como en el caso del fuego, tenía que haber, era absolutamente necesario que hubiera algún método universalmente aceptado, natural, de acabar con la terca vida de un ser humano. Dreyer llenaba todo el dormitorio, toda la casa, el mundo entero: enorme, de pelo leonado, bronceado de tanto jugar al tenis; o bien con reluciente pijama amarillo, bostezando enrojecido; o irradiando calor y salud haciendo los varios ruidos propios del hombre incapaz de contener sus groseros impulsos físicos cuando se despierta y se estira.