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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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Aquel verano me iba siempre a pasear en bicicleta a cierta isba dorada por el bajo sol, en cuyo umbral Polenka, hija de Zahar, nuestro cochero mayor, que era una chica de mi edad, permanecía en pie, apoyada contra la jamba, cruzados sobre el pecho sus desnudos brazos a la suave y cómoda manera característica de la Rusia rural. Cuando me aproximaba me miraba con una maravillosa expresión radiante, pero cuando pedaleaba más cerca ya de ella, su gesto se iba apagando gradualmente, convirtiéndose primero en una sonrisa a medias, luego en una débil chispa en las comisuras de sus comprimidos labios, hasta que, finalmente, también esta luz se desvanecía de modo que al llegar junto a ella no asomaba expresión alguna a su bonito rostro redondo. En cuanto yo pasaba de largo, no obstante, y después de que por un instante hubiese vuelto la cabeza para echarle una última ojeada antes de esprintar cuesta arriba, reaparecían los hoyuelos y se encendía otra vez la enigmática luz sobre sus queridos rasgos. Jamás le dirigí la palabra, pero mucho después de que yo hubiese dejado de pasar por allí en bicicleta a esa hora, nuestra relación ocular se renovó de vez en cuando durante un par de veranos. La muchacha aparecía de repente, viniendo no se sabía de dónde, siempre un poco retirada, siempre descalza, frotándose el empeine izquierdo contra el gemelo derecho o rascándose con el dedo anular la raya de su pelo castaño claro, y siempre apoyada en alguna cosa: la puerta de las caballerizas cuando estaban ensillando mi caballo, el tronco de un árbol cuando toda la muchedumbre de criados salía a despedirnos cuando partíamos hacia la ciudad una fría mañana de septiembre. Parecía que cada vez su pecho se hubiese suavizado un poco más que la anterior, que sus antebrazos se hubiesen fortalecido, y una o dos veces llegué a discernir, justo antes de que desapareciese, yéndose de mi alcance (a los dieciséis años se casó con un herrero de una aldea lejana), un destello de amable burla en sus separados ojos color avellana. Resulta extraño, pero ella fue la primera persona que tuvo el dolorosamente agudo poder, por el simple método de no permitir que se desvaneciera su sonrisa, de perforar un agujero en mi sueño y devolverme con un sobresalto a mi acalambrada vigilia, cada vez que soñaba con ella, aunque en la vida real me daba mucho más miedo la posibilidad de sentirme repelido por la repugnancia que podían inspirarme sus pies cubiertos de barro seco y el olor rancio de su ropa que la de insultarla con la vulgaridad de unos requerimientos amorosos casi-señoriales.

5

Hay dos aspectos especialmente vívidos de ella que quisiera alzar simultáneamente ante mis ojos para completar su obsesiva imagen. El primero de ellos vivió durante largo tiempo en mi interior, pero muy separado de la Polenka que yo relacionaba con los umbrales y las puestas de sol, como si hubiese vislumbrado una encarnación ninfática de su conmovedora belleza que conviniese mantener aislada. Un día de junio, en el año en que tanto ella como yo teníamos trece años, estaba yo ocupado en los márgenes del Oredezh coleccionando mariposas de las llamadas parnasanas —para ser exacto, las Parnassius mnemosyne—, que son seres extraños y de antiguo linaje, con susurrantes alas glaseadas y semitransparentes, y abdómenes sedosos en forma de amento. Mi búsqueda me había conducido a un denso sotobosque de racemosas de color blanco lechoso y de oscuros alisos que crecían justo al borde del frío y azul río, cuando de repente se oyó un estallido de chapoteos y gritos, y, desde detrás de un aromático matorral, capté la imagen de Polenka y de otros tres o cuatro jóvenes, todos desnudos, que se bañaban en las ruinas de una antigua caseta de baños situada a escasos metros de distancia. Mojada, jadeante, con uno de los orificios de su chata nariz goteando, arqueadas las costillas de su cuerpo adolescente bajo su pálida carne de gallina, salpicadas sus pantorrillas de barro negro, una peineta curvada ardiendo en su cabello oscurecido por el agua, trataba a duras penas de escabullirse del restallar y sisear de los tallos de nenúfares que una muchacha de tensa tripa y cabeza afeitada, y un mozo desvergonzadamente excitado, que ceñía sus partes con esa suerte de cinta que en aquella región se utilizaba para combatir el mal de ojo, arrancaban a tirones de la orilla para luego acosarla con ellos; y durante un par de segundos —antes de que yo me alejara reptando de allí, en una desdichada confusión de asco y deseo— vi a una extraña Polenka temblar y ponerse en cuclillas sobre las tablas del semidestruido amarradero, protegiendo sus pechos del viento de levante con los brazos cruzados mientras, sacando la punta de la lengua, se burlaba de sus perseguidores.

La otra imagen está referida a un domingo de las vacaciones de Navidad de 1916. Desde el silencioso andén alfombrado de nieve de la pequeña estación de Siverski en la línea férrea de Varsovia (la más próxima a nuestra casa de campo), estaba yo contemplando una lejana arboleda plateada que, bajo el cielo del atardecer, viraba hacia el gris plomo, en espera de que emitiese el humo violeta apagado del tren que me devolvería a San Petersburgo después de haberme pasado el día esquiando. La humareda apareció, dócilmente, y en ese mismo momento ella y otra chica pasaron andando a mi lado, bien envueltas en sus pañuelos, con enormes botas de fieltro y espantosos, amorfos y larguísimos chaquetones acolchados cuyo relleno asomaba por cada uno de los puntos en donde la tosca tela negra se había rasgado, y cuando pasaba junto a mí, con un morado debajo de un ojo y un labio hinchado (¿solía pegarle los sábados su marido?), Polenka comentó, sin dirigirse a nadie en especial, y en un tono melancólico y melodioso:

— A barchuk-to menya ne prizna![Mira, el joven amo no me reconoce] —y esa fue la única ocasión en que la oí hablar.

6

Los atardeceres veraniegos de aquella época de mi adolescencia, en la que solía pasar en bicicleta junto a su casa me hablan ahora con la voz de Polenka. En un camino que atravesaba unos sembrados, precisamente donde desembocaba en la desolada carretera, solía bajarme de la bicicleta y apoyarla en un poste del telégrafo. Una puesta de sol, casi formidable por su esplendor, se resistía a concluir en el plenamente expuesto cielo. De entre sus imperceptiblemente cambiantes amasamientos, se podían escoger ciertos detalles muy iluminados de los organismos celestiales, o refulgentes hendeduras de oscuras acumulaciones, o planas playas etéreas que parecían espejismos de islas desiertas. Por aquel entonces aún no sabía qué hacer (ahora sí lo sé) con esas cosas: cómo librarme de ellas, cómo transformarlas en otras cosas que pueden ser entregadas al lector en caracteres impresos de modo que sea él quien tenga que habérselas con ese bendito estremecimiento: y esta incapacidad intensificó mi opresión. Una sombra colosal empezaba a invadir los campos, y los postes del telégrafo emitían su zumbido en la quietud, y los comensales nocturnos ascendían por los tallos de sus plantas. Ñam, ñam, ñam iba haciendo una bella oruga listada, no representada en Spuler, sin soltarse del tallo de una campanilla, avanzando con sus mandíbulas a lo largo del borde de la hoja más próxima en la que estaba recortando un amplio semicírculo, para después extender el cuello y doblarlo gradualmente otra vez, a medida que iba haciendo más profunda la pulcra concavidad. Automáticamente, hubiera podido introducirla, con un pedacito de su planta, en una caja de cerillas para luego llevármela a casa y hacer que al año siguiente produjese una Sorpresa Espléndida, pero mis pensamientos estaban en otro lugar: Zina y Colette, mis amigas de la playa; Louise, la ágil bailarina; todas las sofocadas y enfajadas niñas de sedoso cabello de las fiestas infantiles; la lánguida condesa G., amante de mi primo; Polenka sonriendo en el tormento de mis nuevos sueños; todas ellas se fundían para formar a alguien que yo no conocía pero que por fuerza conocería pronto.

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