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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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Antiguamente existía en Rusia, y sin duda todavía existe, un tipo especial de muchacho en edad escolar que, sin poseer necesariamente una apariencia atlética o una capacidad intelectual muy notable, y careciendo a menudo de energía en clase, y siendo más bien descarnado y hasta con, por ejemplo, una leve afección tuberculosa, destacaba como un fenómeno en el fútbol y el ajedrez, y aprendía con la mayor facilidad cualquier tipo de deporte o juego de destreza (Borya Shik, Kostya Buketov y vosotros, los famosos hermanos Sharabanov, ¿dónde estáis ahora, compañeros y rivales?). Yo patinaba bien sobre hielo, y para mí fue tan fácil pasar a los patines de ruedas como para un hombre cualquiera reemplazar la navaja tradicional por una maquinilla de afeitar. Aprendí rápidamente a hacer dos o tres pasos complicados en el piso de madera de la pista, y en ningún salón de baile he danzado con tanto disfrute ni habilidad (nosotros, los Shik y los Buketov, somos, por norma, malos bailarines de salón). Los diversos profesores de patinaje llevaban unos uniformes rojos, mitad de húsar, mitad de botones de hotel. Todos ellos hablaban inglés, de una u otra marca. De entre las personas que frecuentaban la pista, pronto me llamó la atención un grupo de jóvenes norteamericanas. Al principio se fundían todas ellas en un mismo trompo de luminosa belleza exótica. El proceso de diferenciación comenzó cuando, durante uno de mis bailes solitarios (y apenas unos segundos antes de que me pegara el mayor trompazo que jamás se haya visto en pista alguna), alguien hizo un comentario acerca de mí mientras yo continuaba con mis remolinos, y una encantadora y gangosa voz femenina contestó:

—¡Sí, es una monada!

Todavía puedo ver su alta figura en aquel traje azul marino. Su ancho sombrero de terciopelo quedaba transmutado por un deslumbrante alfiler. Por motivos evidentes, decidí que se llamaba Louise. Por las noches me quedaba despierto en cama e imaginaba toda clase de situaciones románticas, y pensaba en su cimbreña cintura y su blanca garganta, y me preocupaba el sentir una peculiar incomodidad que hasta ese momento sólo había notado cuando me irritaban los calzoncillos. Una tarde la vi en el vestíbulo de la pista, y el más deslumbrante de los profesores, un lustroso rufián perteneciente a la misma caterva de Calhoun, la tenía cogida de la muñeca y la interrogaba con una falsa sonrisa de delincuente, y ella desviaba la mirada y retorcía infantilmente la muñeca hacia uno y otro lado, y la noche siguiente él fue alcanzado por un balazo, atrapado con el lazo, enterrado vivo, alcanzado por otro balazo, estrangulado, corrosivamente insultado, fríamente situado en el punto de mira, perdonado, y finalmente condenado a arrastrar para siempre su deshonra.

Lenski, hombre de elevados principios pero notable simplicidad, y que salía por primera vez en su vida al extranjero, tuvo dificultades para conciliar los placeres del turismo con sus deberes pedagógicos. Nosotros nos aprovechamos de la circunstancia y le guiamos hacia lugares que nuestros padres no nos hubieran permitido visitar. No pudo resistirse, por ejemplo, a ir al Wintergarten, y así, una noche, nos encontramos instalados en un palco de platea, bebiendo chocolate helado. El espectáculo seguía el esquema tradicional: un malabarista en traje de etiqueta; luego una mujer, en cuyo pecho lanzaban destellos los brillantes de imitación, que gorjeó un aria en efusiones de luces alternativamente verdes y rojas; después un cómico montado en unos patines. Entre éste y un número con bicicletas (más adelante hablaré de él con detalle), el programa incluía la actuación de «The Gala Girls», y casi con la misma demoledora e ignominiosa conmoción física que experimenté cuando me pegué aquel trompazo en la pista, reconocí a mis damas norteamericanas en aquella guirnalda de «girls» entrelazadas, chillonas y desvergonzadas que ondulaban por el escenario de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda, con una rítmica elevación de diez piernas idénticas que salían disparadas hacia arriba desde diez corolas de volantes. Localicé la cara de mi Louise, e inmediatamente supe que jamás la perdonaría por cantar tan a voz en grito, por tener una sonrisa tan roja, por disfrazarse de aquella manera tan ridícula y tan diferente del encanto de una «orgullosa criolla» o del de las «señoritas de dudosa reputación». Me resultaba imposible dejar de pensar en ella de golpe, desde luego, pero parece que la conmoción liberó en mi interior cierto proceso inductivo, pues noté pronto que cualquier evocación de la forma femenina iba acompañada de esa desconcertante incomodidad con la que ya me había familiarizado. Interrogué a mis padres al respecto (habían venido a Berlín para ver qué tal nos iba), y mi padre arrugó el periódico alemán que acababa de abrir y contestó en inglés (con la parodia de una posible cita: una forma de expresarse que adoptaba a menudo para salir del paso):

—Esa, hijo mío, no es más que otra de las absurdas combinaciones de la naturaleza, como la de la vergüenza y el sonrojo, o el dolor y el enrojecimiento de los ojos. Tolstoy vient de mourir—añadió de repente, en otro tono de voz, pasmado, volviéndose hacia mi madre.

— Da chto ñ[algo así como «Santo Cielo»]! —exclamó ella abrumada, entrelazando las manos sobre su regazo—. Pora domoy[Habrá que regresar a casa] —concluyó, como si la muerte de Tolstoy fuera presagio de algún desastre apocalíptico.

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Y ahora viene el número de las bicicletas, o al menos mi versión del mismo. El verano siguiente, Yuri no vino a visitarnos a Vyra, y tuve que hacerle frente solo a mi agitación romántica. Los días lluviosos, agachado al pie de una estantería poco utilizada, con una paupérrima luz que hacía todo lo posible por impedir que prosiguieran mis investigaciones, me ponía a buscar oscuras palabras oscuramente tentadoras y enervantes en la versión rusa en dos volúmenes de la Encyclopedia Brockhaus, en la cual, a fin de ahorrar espacio, la palabra que encabezaba los artículos quedaba reducida, a lo largo de su detallado análisis, a su inicial en mayúscula, de modo que sus densas columnas impresas con tipos miñona no solamente absorbían toda mi atención sino que adquirían la frívola fascinación de un baile de disfraces en el que la abreviación de una palabra no muy conocida jugaba al escondite con mi ávida mirada: «Moisés intentó abolir la P., pero fracasó... En la era contemporánea floreció en Austria, durante el reinado de Maria Theresa, una hospitalaria forma de P... En muchas partes de Alemania los beneficios de la P., iban a manos del clero... En Rusia, la P., fue tolerada oficialmente a partir de 1843... Seducidas a los diez o doce años por el amo, los hijos de éste o algunos de sus criados, las huérfanas terminan casi invariablemente convirtiéndose en P.», y así sucesivamente, todo lo cual no sirvió para elucidar sobriamente, sino más bien para enriquecer de misterio, las alusiones al amor meretriz que encontré en el curso de mis primeras inmersiones en Chekhov o Andreev. La caza de mariposas y algunos deportes me ocuparon las horas de sol, pero por mucho ejercicio que hiciese no encontré modo de evitar la inquietud que, cada noche, me lanzaba hacia vagos viajes de descubrimiento. Después de haberme pasado casi toda la tarde montando a caballo, salir en bicicleta durante los coloridos atardeceres me producía una sensación curiosamente sutil, casi descarnada. Para transformarla en lo que yo entendía por un modelo de carreras, había puesto del revés el manillar de mi bicicleta Enfield, tras haberlo bajado hasta situarlo en un nivel casi inferior al del sillín. Por los senderos del parque me deslizaba siguiendo las recién dibujadas huellas de mis neumáticos Dunlop; evitando limpiamente los bultos de las raíces de los árboles; eligiendo una ramita caída y partiéndola con mi sensible rueda delantera; serpenteando por entre dos hojas planas y luego por entre una piedrecita y el agujero de donde había sido desalojada la tarde anterior; disfrutando de la breve suavidad de un puente sobre un riachuelo; rozando, sin llegar a tocarla, la valla metálica de la pista de tenis; abriendo con un suave empujón de la rueda la pequeña puerta blanca que había al final del parque; y luego, en pleno éxtasis melancólico de libertad, acelerando por los endurecidos y agradablemente aglutinados márgenes de largas carreteras de campo.

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