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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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—¿Desde dónde puedo hacer algunas llamadas un poco íntimas? —preguntó. Y le llevé más allá de los cinco chopos y el viejo pozo seco (de donde había sido sacado con una cuerda por tres asustados jardineros hacía sólo un par de años) hasta un pasillo del ala del servicio al que llegaban los arrullos de las palomas posadas en un cómodo alféizar, y en donde colgaba de la asoleada pared el más remoto y antiguo de nuestros teléfonos de Vyra, un cacharro enorme, en forma de caja, cuyo manubrio había que accionar estruendosamente hasta educir una vocecilla de telefonista. Yuri se mostraba incluso más distendido y sociable ahora que cuando, unos años atrás, era un cazador de potros salvajes. Sentado en una mesa de pino y balanceando sus largas piernas, estuvo charlando con los criados (cosa que se suponía que yo no debía hacer, y que no sabía cómo hacer): con un anciano lacayo patilludo al que jamás hasta entonces había visto sonreír, o con alguna coqueta de la cocina, de cuyo desnudo cuello y atrevida mirada no había tenido yo noticia hasta entonces. Cuando Yuri terminó su tercera conferencia (me fijé, con una mezcla de alivio y decepción, en lo mal que hablaba francés), bajamos a la tienda del pueblo, lugar que hasta entonces jamás se me había ocurrido visitar y a donde jamás habría entrado a comprar una bolsa de negras-y-blancas semillas de girasol. A todo lo largo de nuestro paseo de regreso, por entre las mariposas del atardecer que se preparaban para irse a dormir, comimos y escupimos, y él me enseñó el método para hacerlo a la manera de una cinta transportadora: abrir la semilla con las muelas de la derecha, extraer el núcleo con la lengua, escupir las dos mitades de la vaina, desplazar el suave núcleo a las muelas de la izquierda y masticarlo allí, mientras la siguiente semilla que entretanto ha sido partida en las de la derecha, va siendo a su vez sometida al mismo proceso. Hablando de la derecha, admitió que era un acérrimo «monárquico» (en un sentido más romántico que político) y luego deploró mi supuesto (y perfectamente abstracto) sentimiento «democrático». Me recitó ejemplos de su fluida poesía de álbum y comentó con orgullo que había sido felicitado por Dilanov-Tomski, un poeta de moda (partidario de los epígrafes y los títulos a la italiana, como «Canciones de amor perdido», «Urnas nocturnas», y así sucesivamente), por la asombrosamente «larga» rima formada por «vnemlyu múze ya» («escucha a la Musa») y «lyubvikontúziya» («la contusión del amor»), a la que yo repliqué con mi mejor (y todavía no utilizado) hallazgo: «zópoved» (orden) y «posáp'ivat» (ganguear). Hervía de furia contra Tolstoy por el desdén que éste mostraba hacia el arte de la guerra y ardía de admiración por el príncipe Andrey Bolkonski; acababa de descubrir Guerra y paz, que yo había leído por primera vez a los once años (en Berlín, tendido sobre una otomana, en nuestro sombríamente rococó piso de la Privatstrasse, que daba a un oscuro y húmedo jardín trasero con alerces y gnomos que han permanecido en ese viejo libro, a modo de postales, eternamente).

De repente me veo a mí mismo con el uniforme de una academia militar: paseamos de nuevo hacia el pueblo, en 1916, y (como Maurice Gerald y el predestinado Henry Pointdexter) nos hemos intercambiado la ropa: Yuri lleva mis pantalones blancos de franela y mi corbata a rayas. Durante la breve semana que pasó aquel año con nosotros inventamos un singular entretenimiento que no he visto descrito en ningún otro lugar. Al fondo del jardín, en el centro de un pequeño círculo rodeado de jazmines, había un columpio. Ajustamos las cuerdas de modo que la verde tabla del columpio pasara a sólo unos cinco o seis centímetros de la frente y la nariz del que se tendía boca arriba en la arena. Uno de nosotros comenzaba la diversión poniéndose en pie sobre el columpio y balanceándose cada vez con más fuerza; el otro se tendía con la nuca apoyada en un punto previamente marcado y, desde lo que parecía una altura enorme, silbando y a gran velocidad, pasaba la tabla justo por encima de su cara. Y tres años más tarde, como oficial de caballería del ejército de Denikin, murió cuando combatía contra los rojos en el norte de Crimea. Le vi muerto en Yalta, hundida por completo la parte frontal de su cráneo bajo el impacto de varias balas que, como la tabla de hierro de un columpio monstruoso, le alcanzaron en el momento en que, tras haber dejado atrás su destacamento, cometía la temeridad de atacar en solitario un nido de ametralladoras de los rojos. Así quedó saciada la sed que toda su vida había sentido de actuar con intrepidez en una batalla, de realizar esa última y valerosa galopada con la pistola desenfundada o el sable desenvainado. Si hubiese tenido la competencia necesaria para escribir su epitafio, habría podido resumirlo diciendo —con palabras más sonoras que las que puedo congregar aquí— que todas las emociones, todos los pensamientos de Yuri, estaban gobernados por un don: un sentido del honor equiparable, desde el punto de vista moral, al oído absoluto.

2

He releído últimamente The Headless Horseman(en una edición muy triste, sin ilustraciones). Tiene algunos detalles interesantes. Por ejemplo, ese bar de un hotel tejano construido de troncos, en el año del Señor (como diría el capitán) de 1850, con su arremangado mozo, un petimetre por derecho propio, pues llevaba una camisa adornada con volantes «del mejor encaje y el mejor lino». Las coloridas botellas (entre las que un reloj flamenco hacía sonar «su peculiar tic-tac») eran como «un arco iris que centellease a su espalda», como «una aureola que rodease su perfumada cabeza». El hielo y el vino y el Monongahela pasaban de vaso en vaso. Los aromas del almizcle, la absenta y la piel de limón embebían todo el local. La luz deslumbrante de las lámparas de canfín realzaba los oscuros asteriscos producidos en la blanca arena del piso «por las expectoraciones». En otro año del Señor —a saber, el de 1941— cacé algunas polillas magníficas en las luces de neón de una gasolinera que hay entre Dallas y Forth Worth.

Entra en el bar el malo, el «mississippiense azotador de esclavos», Cassius Calhoun, ex capitán de Voluntarios, guapo, jactancioso y ceñudo. Después de brindar diciendo « ¡América para los americanos, y que Dios confunda a todos los extranjeros entremetidos, especialmente a los d-d [un escamoteo que me dejó dolorosamente desconcertado cuando tropecé por primera vez con él: dead? detested?] irlandeses!», tropezó intencionadamente con Maurice el cazador de potros salvajes (pañuelo rojo al cuello, rasgados pantalones de terciopelo, ardiente sangre irlandesa), un joven comerciante de caballos que en realidad era un baronet, Sir Maurice Gerald, tal como su emocionada novia descubría al final del libro. Esta clase de emociones tan fuera de lugar puede haber sido uno de los motivos por los cuales declinó tan pronto en su país adoptivo la fama de este autor de origen irlandés.

Inmediatamente después de la colisión, Maurice desarrolló varias actividades, en el siguiente orden: depositó su vaso en el mostrador, se sacó del bolsillo un pañuelo de seda, secó «la deshonrosa mancha de whisky» de los bordados de la pechera de su camisa, se pasó el pañuelo de la mano derecha a la izquierda, volvió a depositar tranquilamente el vaso en el mostrador. Todavía me sé de memoria esta secuencia: tantas fueron las veces que mi primo y yo la representamos.

El duelo ocurrió allí y entonces, en el desierto bar, armados los participantes con sendos «Colt» de seis tiros. A pesar de mi interés por esta escena (... ambos resultaron heridos..., su sangre manó a borbotones sobre el enarenado piso...) no pude impedir que mi fantasía abandonara el saloonpara mezclarse con la silenciosa muchedumbre que se había congregado delante del hotel, a fin de observar (en la «aromática oscuridad») a ciertas señoritas de «dudosa reputación».

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