-->

Habla memoria

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Habla memoria, Набоков Владимир-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 335
Читать онлайн

Habla memoria читать книгу онлайн

Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 42 43 44 45 46 47 48 49 50 ... 73 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Por fin llegué a casa, y en cuanto entré en el vestíbulo noté que se oían unas voces altas, alegres. Tan oportunamente como en la escenografía de un sueño, mi tío el almirante estaba bajando por la escalera. Desde el rellano de roja alfombra que quedaba encima de mí, y en donde una griega de mármol desprovista de brazos presidía el cuenco de malaquita en donde se guardaban las tarjetas de visita, mis padres seguían hablando con él, y el almirante, sin dejar de bajar, se volvió para mirarles con una sonrisa y dio un golpe a la barandilla con los guantes que llevaba en la mano. Supe de inmediato que no habría duelo, que la respuesta al desafío había sido una petición de disculpas, que todo estaba arreglado. Pasé junto a mi tío, rozándole, y subí hasta el rellano. Vi la serena expresión cotidiana de mi madre, pero no pude mirar a mi padre. Y entonces ocurrió: el corazón se me desbordó, alzándose como la ola sobre la que se elevó el Buyriiycuando su capitán lo abarloó junto al incendiado Suvorov, y yo no llevaba pañuelo, y todavía tenían que pasar diez años antes de cierta noche de 1922 en la cual, durante una conferencia que se celebró en Berlín, mi padre protegió con su cuerpo al orador (su viejo amigo Milyukov) de las balas de dos fascistas rusos y, mientras derribaba vigorosamente a uno de los asaltantes, fue fatalmente alcanzado por un disparo del otro. Pero ninguna sombra fue proyectada por ese acontecimiento futuro sobre la luminosa escalera de nuestra casa de San Petersburgo; la ancha y fría mano que reposó sobre mi cabeza no tembló, y varias jugadas posibles de un difícil problema de ajedrez no se habían combinado aún en el damero.

CAPITULO DÉCIMO

1

Las novelas del Salvaje Oeste del capitán Mayne Reid (1818-1883) gozaban, traducidas y simplificadas, de una tremenda popularidad entre los niños rusos de comienzos de este siglo, mucho después de que su fama hubiese declinado en Norteamérica. Como yo sabía inglés, pude saborear su Headless Horsemanen el original no resumido. Un par de amigos intercambian su ropa, su sombrero y su montura, y el asesino se confunde de objetivo: tal es el principal eje de su complicada trama. Mi edición (posiblemente británica) permanece en los anaqueles de mi memoria como un grueso libro encuadernado en tela roja, con un frontispicio gris acuoso, cuyo brillo, cuando el libro era nuevo, estaba protegido por una hoja de papel de seda. Veo esta hoja y su proceso de desintegración —al principio, mal doblada; después, arrancada—, pero el frontispicio en sí, que sin duda alguna representaba al desafortunado hermano de Louise Pointdexter (y quizá también un par de coyotes, a no ser que me esté confundiendo con The Death Shototra narración de Mayne Reid), ha estado expuesto tan largamente a las llamas de mi imaginación que ahora se ha blanqueado por completo (pero ha sido milagrosamente reemplazada por el modelo original, tal como observé cuando estaba traduciendo al ruso este capítulo en la primavera de 1953, y contemplé, desde un rancho que tú y yo habíamos alquilado aquel año, un yermo de cactus y yucas de donde aquella mañana me llegaba el quejumbroso grito de un quail—creo que un Gam-bel's Quail— que me abrumó con la sensación de estar gozando de logros y recompensas inmerecidos).

Ahora conoceremos a mi primo Yuri, un flaco muchacho de cara cetrina, cabeza redonda, pelo muy rapado, y luminosos ojos grises. Como era hijo de padres divorciados, carecía de un preceptor que cuidase de él, vivía en la ciudad y no tenía casa en el campo, era en muchos aspectos diferente de mí. Pasaba los inviernos en Varsovia, con su padre, el barón Evgeniy Raush von Traubenberg, gobernador militar de la plaza, y los veranos en Batovo o en Vyra, a no ser que se lo llevara al extranjero su madre, mi excéntrica tía Nina, a algún aburrido balneario centroeuropeo, en donde ella se iba a dar largos paseos solitarios y le dejaba a cargo de los botones y doncellas. En el campo, Yuri se levantaba tarde, y yo no le veía hasta que regresaba a comer, después de pasarme cuatro o cinco horas cazando mariposas. Desde su más temprana infancia fue un chico temerario, pero le tenía mucha aprensión y recelo a la «historia natural», era incapaz de tocar cosas serpenteantes, no soportaba el divertido cosquilleo de la rana aprisionada que se te pasea por el interior del puño como si se tratase de una persona, ni la discreta, agradablemente fresca y rítmicamente ondulante caricia de la oruga que se te sube por el mentón. Coleccionaba soldaditos de plomo pintado; para mí carecían de todo atractivo, pero él se conocía sus uniformes tan bien como yo las diferentes mariposas. No sabía jugar al balón, era incapaz de tirar una piedra con un mínimo de puntería, y no sabía nadar, pero nunca me lo había confesado, y un día, cuando intentábamos cruzar el río caminando sobre un grupo atascado de troncos de abeto que flotaban junto a un molino, estuvo a punto de ahogarse cuando uno de esos troncos, especialmente resbaladizo, empezó a cabecear y rodar bajo sus pies.

La primera vez que tuvimos conciencia de la existencia del otro fue más o menos en las Navidades de 1904 (yo tenía cinco años y medio; él, siete), en Wiesbaden: recuerdo que él salía de una tienda de recuerdos y corrió hacia mí con un dije, una diminuta pistola de plata, que ardía en deseos de mostrarme, y de repente cayó de bruces en la acera, pero se abstuvo de llorar al levantarse, no le hizo ningún caso a la rodilla que le sangraba y ni por un momento soltó su minúscula arma. El verano de 1909 o 1910 me enseñó entusiasmado las asombrosas posibilidades dramáticas de los libros de Mayne Reid. El los había leído en ruso (dado que era en todo, menos en el apellido, mucho más ruso que yo) y, cuando buscaba alguna trama representable, tendía a combinarlos con los de Fenimore Cooper así como con sus propias y apasionadas invenciones. Yo contemplaba nuestros juegos con mayor distanciamiento, y trataba de atenerme al guión. La escenificación solía desarrollarse en el parque de Batovo, cuyos senderos eran más tortuosos y traicioneros que los de Vyra. Para nuestras mutuas cacerías del hombre utilizábamos pistolas que disparaban, con fuerza considerable, unos palos largos como lápices (de cuyas puntas de latón habíamos quitado virilmente las ventosas de caucho). Después tuvimos armas de aire comprimido que disparaban perdigones de cera o pequeños dardos de punta roma, con consecuencias no letales pero bastante dolorosas. En 1912, el impresionante revólver con cachas de nácar con el que se presentó fue fríamente retirado y encerrado bajo llave por Lenski, mi preceptor, pero sólo después de que hubiéramos hecho pedazos la tapa de una caja de zapatos (como preludio del blanco de verdad, un as) que habíamos sostenido por turnos, a una distancia propia de caballeros, en una verde avenida donde según los rumores se había desarrollado un duelo en un pasado borroso. El verano siguiente mi primo lo pasó en Suiza con su madre, y poco después de su muerte (en 1919), cuando ella visitó ese mismo hotel y consiguió las mismas habitaciones que él ocupó aquel mes de julio, introdujo la mano en los huecos de un sillón tratando de encontrar la horquilla que había perdido, y extrajo un diminuto coracero, desprovisto de caballo pero con sus estevadas piernas oprimiendo los flancos de un invisible corcel.

Cuando en junio de 1914 llegó a Vyra para pasar con nosotros una semana (él tenía entonces dieciséis años y medio, frente a mis quince, y la diferencia empezaba a notarse), lo primero que hizo, en cuanto nos encontramos solos en el jardín, fue sacar como sin darle importancia un pitillo «ambarino» de una elegante pitillera de plata en cuyo dorado interior señaló la fórmula 3 X 4 = 12, grabada allí en recuerdo de las tres noches que había pasado, por fin, con la condesa G. Ahora estaba enamorado de la joven esposa de un viejo general que vivía en Helsingfors, y de la hija de un capitán de Gatchina. Con cierta desesperación, fui tomando nota de cada nueva revelación de su estilo de hombre de mundo.

1 ... 42 43 44 45 46 47 48 49 50 ... 73 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название