Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Recuerdo una puesta de sol en particular. Produjo un brillo ambarino en el timbre de mi bicicleta. Arriba, por encima de la música negra de los cables telegráficos, unas cuantas nubes alargadas de color violeta oscuro con adornos rosa flamenco pendían inmóviles, dispuestas en forma de abanico; el conjunto parecía una prodigiosa ovación de colores y configuraciones. Pero estaba agonizando, y también todo lo demás iba oscureciéndose; sin embargo, justo encima del horizonte, en una franja luminosa de color turquesa, debajo de un estrato negro, el ojo encontró una imagen que sólo un necio hubiera podido confundir con las piezas sueltas de tal o cual otro crepúsculo. Ocupaba un sector pequeñísimo del enorme cielo y poseía la peculiar limpieza de líneas de un objeto visto a través de un telescopio usado del revés. Allí yacía, esperando, toda una familia de serenas nubes en miniatura, toda una acumulación de brillantes circunvoluciones, anacrónicas debido a su cremosidad, y extremadamente remotas; remotas pero perfectas en cada uno de sus detalles; fantásticamente reducidas pero inmaculadamente dibujadas; mi mañana maravilloso a punto de serme entregado.
CAPITULO UNDÉCIMO
1
Para reconstruir el verano de 1914, época en la que por vez primera me sobrevino la sorda furia de la versificación, no necesito en realidad más que visualizar cierto pabellón. El flaco muchacho de quince años que yo era entonces buscó refugió allí durante una tormenta, de las que aquel mes de julio hubo un número desproporcionado. Sueño con mi pabellón como mínimo un par de veces al año. Por norma, aparece en mis sueños con absoluta independencia de cuál sea su tema, que, naturalmente, puede ser cualquier cosa, desde el rapto hasta la zoolatría. Está allí, por así decirlo, de forma tan discreta e invisible como la firma del artista. Lo encuentro pegado a una esquina del lienzo del sueño o ingeniosamente imbricado en alguna zona ornamental del cuadro. A veces, sin embargo, aparece suspendido a cierta distancia intermedia, levemente barroco, y en armonía no obstante con los bellos árboles, oscuros abetos y luminosos abedules, cuya savia circuló antaño por su madera. Sus losangesde cristales rojo burdeos y verde botella y azul marino dan un aire de capilla a la tracería de sus ventanas. Aparece tal como era en mi juventud, una robusta y vieja estructura de madera situada sobre un barranco poblado de helechos en la zona más antigua del parque de Vyra, que también es la más próxima al río. Tal como era, o quizás un poco más perfecto. En el de verdad faltaban algunos de los cristales, y el piso estaba salpicado de hojas secas que el viento había arrastrado hasta allí. El estrecho puentecillo que proyectaba su arco sobre la zona más profunda de la garganta, con el pabellón enhiesto a mitad de camino, como un arco iris coagulado, quedaba después de la lluvia tan resbaladizo como si le hubiesen dado una capa de algún unto oscuro y en cierto sentido mágico. Etimológicamente, «pabellón» y «papilio» tienen una estrecha relación. En su interior no había ningún mobiliario, con la excepción de una mesa plegable herrumbrosamente engoznada a la pared situada bajo la ventana oriental, a través de cuyos dos o tres aislados compartimentos sin cristal o con cristales pálidos, en medio de los abotagados azules y borrachos rojos de los demás, se podía vislumbrar el río. En una de las tablas del piso, a mis pies, un tábano muerto yacía tendido panza arriba cerca del pardo resto de un amento de abedul. Los restos del parcialmente deteriorado jalbegue de la cara interior de la puerta habían sido utilizados por diversos instrusos para escribir cosas como «Dasha, Tamaray Lena han estado aquí» o «¡Abajo Austria!».
La tormenta pasó rápidamente. La lluvia, que había sido toda una masa de agua que caía con violencia y bajo la que los árboles se retorcían y balanceaban, quedó reducida de golpe a unas líneas oblicuas de oro silencioso que se rompían para formar trazos cortos y largos contra un fondo de menguante agitación vegetal. Golfos de voluptuoso azul iban ensanchándose por entre las grandes nubes: montones y más montones de blanco puro y gris purpúreo, lepota(palabra del ruso antiguo que significaba «belleza señorial») y móviles mitos, guache y guano, por entre cuyas curvas se podía distinguir una alusión mamal o la mascarilla de un poeta.
La pista de tenis quedaba como una región de grandes lagos.
Más allá del parque, por encima de los vaporosos sembrados, se formó un arco iris; los sembrados terminaban en la mellada frontera oscura de un lejano bosque de abetos; parte del arco iris lo cruzaba, y esa parte de la esquina del bosque rielaba mágicamente a través del verde y del rosa pálidos del irisado velo corrido ante él: una suavidad y un esplendor que convertían en parientes pobres a los reflejos coloreados de forma romboide que el regreso del sol hacía brillar en el piso del pabellón.
Un momento después comenzó mi primer poema. ¿Qué fue lo que lo disparó? Creo que lo sé. Sin que soplara la menor brisa, el puro peso de una gota de lluvia, brillando con parasitario lujo sobre una hoja cordiforme, hizo que su punta se inclinara, y lo que parecía un glóbulo de mercurio llevó a cabo un repentino glisado por la vena central, y luego, tras haber descargado su luminosa carga, la aliviada hoja se enderezó. Tip, leaf, dip, relief: el instante que hizo falta para que ocurriera todo eso me pareció no tanto una fracción de tiempo como una fisura abierta en él, un latido omitido, que inmediatamente fue reembolsado por un tamborileo de rimas: digo «tamborileo» de forma intencionada, pues cuando por fin sopló una ráfaga de viento, los árboles comenzaron a gotear rápidamente y todos a la vez, en una imitación del reciente aguacero tan tosca como la que la estrofa que ya empezaba a murmurar hacía de la maravillada conmoción que experimenté cuando durante un momento hoja y corazón fueron una sola cosa.
2
En el ávido calor de la tarde, bancos, puentes y troncos (todas las cosas, de hecho, excepto la pista de tenis) estaban secándose con increíble rapidez, y pronto apenas quedó nada de mi inspiración inicial. Aunque la luminosa fisura se había cerrado, seguí componiendo testarudamente. El medio que utilizaba era accidentalmente el ruso, pero también hubiese podido ser el ucraniano, o el inglés básico, o el volapuk. El tipo de poema que yo hacía en aquella época no era prácticamente más que una forma de señalar que estaba vivo, que había experimentado, o esperaba experimentar, ciertas emociones humanas de gran intensidad. No era tanto un fenómeno artístico como orientativo, y en consecuencia podía compararse con los signos que se pintan en la roca que está junto a un camino o a las pirámides de piedras que marcan un sendero de montaña.
Ahora bien, en cierto sentido, toda poesía es posicional: esforzarse por expresar la propia posición respecto al universo abrazado por la conciencia, es una necesidad inmemorial. Los brazos de la conciencia se estiran y tantean, y mejor cuanto más largos son. Los miembros naturales de Apolo no son las alas sino los tentáculos. Vivian Bloodmark, un amigo mío con tendencia a filosofar, solía decir, en fechas más recientes, que así como el científico ve todo lo que ocurre en un punto del espacio, el poeta siente todo lo que ocurre en un punto del tiempo. Extraviado en sus pensamientos, golpea su rodilla con un lápiz a modo de varita mágica, y en ese mismo instante un coche (matrícula de Nueva York) pasa por la calle, un niño golpea la puerta mosquitera de un porche cercano, un viejo bosteza en un neblinoso huerto del Turquestán, el viento hace rodar un gránulo de arena gris ceniza sobre la superficie de Venus, un tal doctor Jacques Hirsch de Grenoble se pone las gafas para leer, y además ocurren trillones de minucias parecidas, formando todas ellas un organismo instantáneo y transparente de acontecimientos, cuyo núcleo (sentado en una silla sobre el césped, en un rincón de Ithaca, Nueva York) es el poeta.