Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Escribió de forma prolífica, especialmente sobre cuestiones políticas y criminológicas. Conocía a fondo la prosa y la poesía de varios países, se sabía de memoria cientos de versos (sus poetas preferidos en ruso eran Pushkin, Tyutchev y Fet; sobre este último publicó un bello ensayo), era una autoridad en Dickens, y, además de admirar a Flaubert, valoraba altamente a Stendhal, Balzac y Zola, tres detestables mediocridades desde mi punto de vista. Solía confesar que la creación de un relato o un poema, de cualquier relato o poema, le parecía un milagro tan incomprensible como la construcción de una máquina eléctrica. Por otro lado, tenía gran facilidad para escribir sobre asuntos políticos y jurídicos. Su estilo era correcto, aunque debo reconocer que un poco monótono, y hoy en día, a pesar de todas esas antiguas metáforas procedentes de su educación clásica, y de todos los estereotipos grandilocuentes del periodismo ruso, posee —al menos para mi hastiado oído— una gris dignidad personal, que contrasta de forma extraordinaria (como si perteneciese a algún pariente suyo, más viejo y pobre) con sus abigarradas, pintorescas, a menudo poéticas y a veces obscenas frases cotidianas. Los esbozos de sus proclamas, de los que se conservan algunos (y que comienzan: «Grazhdane!», que significa: « ¡Ciudadanos! »), así como de sus editoriales, están escritos a pluma con una letra inclinada, maravillosamente pulcra e increíblemente regular, y se encuentran prácticamente libres de correcciones, y me resulta divertido comparar su pureza, su certidumbre, su coordinación entre mente y materia con mis propios temblorosos y confusos bocetos, con mis brutales revisiones y reescrituras y nuevas revisiones de las mismas líneas en las que ahora he necesitado dos horas para describir un par de minutos de texto escrito con su perfecta letra. Sus bocetos eran limpias transcripciones de pensamiento inmediato. A su modo, escribió, con fenomenal facilidad y rapidez (incómodamente sentado en un pupitre de niño en el aula de un triste palacio), el texto de abdicación del gran duque Mihail (primero en la línea de sucesión después de que el Zar y su hijo abdicaran del trono). No es de extrañar que fuera también un admirable orador, frío y de «estilo inglés», que evitaba el ademán exagerado y la corteza retórica del demagogo, y también en este terreno debo decir que el ridículo cacólogo que soy yo, cuando no tengo ante mí una hoja mecanografiada, no ha heredado nada de él.
Sólo en fecha reciente he leído por primera vez su importante Sbornik statey po ugolovnomu pravu(colección de artículos sobre derecho penal), publicado el año 1904 en San Petersburgo, libro del cual un rarísimo, y quizás único, ejemplar (anteriormente propiedad de un tal «Mihail Evgrafovich Hodunov», según está impreso en tinta violeta sobre la página de respeto) me fue regalado por un amable viajero, Andrew Field, que lo compró en una librería de segunda mano durante su visita a Rusia en 1961. Es un volumen de 316 páginas que contiene diecinueve artículos. En uno de ellos («Delitos carnales», escrito en 1902) mi padre se refiere, de forma bastante profética en cierto extraño sentido, a algunos casos (ocurridos en Londres), «de muchachitas a l'age le plus tendre( v nezhneyshem vozraste), es decir, de ocho a doce años, que fueron víctimas de algunos libertinos ( slastolyubtsam)». En el mismo artículo muestra una actitud muy liberal y «moderna» ante varios tipos de prácticas anormales, lo cual le permite de paso acuñar una palabra rusa muy adecuada para «homosexual»: ravnopotty.
Sería imposible hacer una lista completa de los literalmente miles de artículos que publicó en diversos periódicos, como Recho Pravo. Más abajo, en otro capítulo, hablo de su libro, interesante desde el punto de vista histórico, sobre una visita semioficial en tiempo de guerra a Inglaterra. Parte de sus memorias correspondientes a los años 1917-1919 han aparecido en Archív russkoy revolyulsü, que publicó Hessen en Berlín. El 16 de enero de 1920 pronunció una conferencia en el King's Collegede Londres acerca de «El régimen soviético y el futuro de Rusia», que fue publicada una semana después en el suplemento de The New Commonwealth, N.° 15 (pulcramente incluido en el álbum de mi madre). En la primavera del mismo año me lo aprendí casi completo de memoria cuando me preparaba para hablar en contra del bolchevismo en un debate sindical celebrado en Cambridge; el (victorioso) defensor de esa causa fue un periodista del Guardiande Manchester; ya no recuerdo su nombre pero sé que me quedé completamente seco después de recitar lo que me había aprendido de memoria, y que ese fue mi primer y último discurso político. Un par de meses antes de la muerte de mi padre, la revista de emigrados Tealr zhizn' («Teatro y vida») comenzó a publicar por capítulos sus recuerdos de adolescencia (él y yo estamos traslapándonos aquí, demasiado brevemente). En ellos encuentro una excelente descripción de los terribles berrinches de su pedante profesor de latín en el tercer curso del Gymnasium, así como de la tempranísima pasión de mi padre por la ópera, que no le abandonó en toda su vida: debió de escuchar prácticamente a todos los cantantes de primera fila que actuaron en Europa entre 1880 y 1922, y aunque era incapaz de tocar ningún instrumento (excepto los primeros acordes de la obertura «Ruslan», de forma muy mayestática) recordaba todas y cada una de las notas de sus óperas favoritas. Por esta vibrante cuerda, un melodioso gen que no me llegó se desliza desde Wolfgang Graun, el organista del siglo XVI, hasta mi hijo, pasando por mi padre.
2
Tenía yo once años cuando mi padre decidió que los preceptores que había tenido, y seguía teniendo, en casa, podían ser provechosamente suplementados con mi asistencia a la Escuela Tenishev. Esta escuela, una de las más notables de San Petersburgo, era una institución relativamente joven y de tipo mucho más moderno y liberal que los Gymnasiums corrientes, a cuya categoría general petenecía. Sus cursos de estudio, que consistían en dieciséis «semestres» (ocho cursos de Gymnasium), equivaldrían aproximadamente en los Estados Unidos a los seis últimos años de schooly los dos primeros de college. Cuando, en enero de 1911, ingresé en esa escuela, me encontré en el tercer «semestre», o en el comienzo del octavo grado según el sistema norteamericano.
El curso duraba desde el quince de septiembre hasta el veinticinco de mayo, con un par de interrupciones: un salto intersemestral de dos semanas —para dar cabida, por así decirlo, al enorme árbol de Navidad que rozaba con su estrella el techo verde claro de nuestro salón más bonito— y unas vacaciones de una semana por Pascua, durante la cual los huevos pintados avivaban la mesa del desayuno. Como la nieve y las heladas duraban desde octubre hasta bien entrado abril, no es extraño que el ambiente de mis recuerdos escolares sea claramente hiemal.
Cuando Ivan (que un día desapareció) o Ivan II (que llegó a vivir la época en la que yo le utilizaba para transmitir recados románticos) venían a despertarme alrededor de las ocho de la mañana, el mundo exterior estaba todavía encapuchado bajo una parda penumbra hiperbórea. La luz eléctrica de la habitación tenía un tinte hosco, áspero y amarillento que hacía que me escocieran los ojos. Apoyando mi zumbante oído en una mano y el codo en la almohada, me obligaba a mí mismo a preparar diez páginas de deberes pendientes. En la mesilla de noche, junto a una robusta lámpara de bronce con un par de cabezas de león, había un reloj poco convencional: un recipiente vertical de cristal dentro del que un par de laminillas a modo de páginas, de color blanco marfil y con números negros, iban girando con una brusca sacudida de derecha a izquierda, deteniéndose cada vez un minuto entero, del mismo modo que las transparencias publicitarias en las antiguas pantallas de cine. Me concedía a mí mismo diez minutos para hacer un ferrotipo mental del texto (¡hoy en día necesitaría dos horas!) y, más o menos, una docena de minutos para bañarme, vestirme (con la ayuda de Ivan), bajar corriendo las escaleras, y tragarme una taza de cacao templado de cuya superficie extraía previamente, por el centro, un círculo de arrugada piel. Las mañanas quedaban malogradas, y hubo que interrumpir cosas como las lecciones de boxeo y esgrima que MonsieurLoustalot, un francés maravillosamente ágil, me había dado hasta entonces.