Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Después de la conquista de Sebastopol, el comandante de artillería Krizhanovski me envió los informes de los oficiales artilleros de todos los bastiones y me encargó reunir todos aquellos informes, que eran más de veinte, en una única relación. Lamento no haber sacado copia. Constituían el mejor ejemplo de esa mentira militar tan ingenua e inevitable como necesaria de que están compuestas todas las relaciones de este tipo. Supongo que muchos de mis compañeros que entonces redactaban tales informes sonreirán al leer estas líneas y recordarán cómo, por orden de los superiores, escribían lo que en modo alguno podían saber. Quienes tienen experiencia de la guerra saben hasta qué punto los rusos son capaces de alcanzar sus objetivos en una batalla y qué poco capaces son de describirla con la vanidosa mentira necesaria para esta clase de informes. Todos saben que en nuestro ejército este oficio de redactar informes está casi siempre en manos de extranjeros.
Si digo todo esto es para demostrar que la mentira es inevitable en las descripciones militares, las cuales sirven de fuente de información a los historiadores; y también para demostrar hasta qué punto son inevitables las abundantes discordancias entre el artista y el historiador en la interpretación de un hecho histórico.
Pero, además de este engaño inevitable en la exposición de los acontecimientos históricos, he hallado en los historiadores de la época de que hablamos (seguramente como consecuencia de la costumbre de agrupar los sucesos, narrarlos brevemente y conformarse con su trágica entonación) una especial forma de lenguaje ampuloso en el cual, con frecuencia, la falsía y la alteración de los hechos se extienden no sólo a los acontecimientos sino a la comprensión de su significado. Muchas veces, al estudiar las dos principales obras históricas de la época, las de Thiers y Mijailovski-Danílevski, me dejaba perplejo que tales obras pudieran salir a la luz y ser leídas. Sin hablar de sus relatos de acontecimientos idénticos, mantenidos en el tono más grave y autorizado, con abundantes citas de documentos, diametralmente opuestas unas a otras, encontraba en ambos historiadores descripciones que, al leerlas, no sabía si reír o llorar cuando recordaba que aquellos dos libros son monumentos singularísimos de una época y cuentan con millones de lectores. Citaré un solo ejemplo del libro del célebre Thiers. Después de contar que Napoleón había llevado a Rusia rublos falsos, Thiers dice:
Relevant l’emploi de ces moyens par un acte de bienfaisancedigne de lui et de l'armée française, il fit distribuer des secours aux incendiés. Mais les vivres étant trop précieux pour être donnés longtemps à des étrangers, la plupart ennemis, Napoléon aima mieux leur fournir de l'argent, et il leur fit distribuer des roubles papier.
Este fragmento sorprende, separado del resto, no diré por su inmoralidad sino simplemente por su asombrosa insensatez. Pero en su conjunto no causa tanto estupor, puesto que concuerda perfectamente con el tono general, ampuloso, solemne, exento de todo significado directo.
Así pues, los objetivos del artista y del historiador son absolutamente distintos, y mi discordancia con respecto a los historiadores en la descripción de los acontecimientos y personajes de mi libro no debe sorprender al lector.
Pero el artista no debe olvidar que la representación popular de personajes y acontecimientos históricos no está basada en la fantasía, sino en los documentos que los historiadores han podido recoger. Por consiguiente, aunque de manera diversa, al representar esos personajes y acontecimientos el artista debe servirse, como el historiador, del material histórico. Siempre que en mi novela hablan o actúan personajes históricos, no los he inventado sino que me he servido de materiales históricos que han formado, durante mi trabajo, una verdadera biblioteca integrada por libros cuyos títulos no creo necesario citar aquí pero a los que puedo siempre remitir al lector.
6) Por último, la sexta consideración —para mí la más importante— se refiere a la poca trascendencia que, según mis ideas, tienen los llamados grandes hombres en los acontecimientos históricos.
Al estudiar una época tan trágica, tan rica en sucesos grandiosos y tan próxima a nosotros, y sobre la que aún perduran tantas y tan diversas tradiciones, he llegado a la convicción, para mí evidente, de que las causas de los hechos históricos son inaccesibles a nuestro entendimiento. Decir —cosa que parece a todos tan sencilla— que las causas de los sucesos de 1812 son el espíritu de conquista de Napoleón y la patriótica firmeza del zar Alejandro I es tan insensato como afirmar que las causas de la caída del Imperio romano deben buscarse en el hecho de que este o aquel bárbaro condujo sus pueblos a Occidente, o a que un determinado emperador romano gobernó mal, o a que una enorme montaña, socavada en sus bases, se hundió porque el último obrero dio el último golpe de pico.
Un acontecimiento así, en el que millones de hombres buscaron la manera de exterminarse mutuamente y mataron a millones de sus semejantes, no puede tener por causa la voluntad de un solo hombre: un solo individuo no puede ni socavar la base de una montaña ni obligar a morir a quinientos mil hombres. Pero entonces, ¿cuáles son las causas? Ciertos historiadores sostienen que el espíritu conquistador de los franceses o el patriotismo de los rusos. Otros hablan del espíritu democrático difundido por el ejército de Napoleón, o de la necesidad que Rusia tenía de entrar en relación con Europa, etcétera. Pero, ¿cómo millones de hombres empezaron a matarse, quién los indujo a ello? Parecería que todos tenían claro que esa matanza no beneficiaría a nadie, sino que dañaría a todos. ¿Por qué, entonces, lo hicieron? Es posible hacer, y se hacen, innumerables razonamientos retrospectivos sobre las causas de tan absurdo acontecimiento; pero el inmenso número de tales argumentos y el hecho de que responden a una finalidad común demuestran sólo que el número de causas es infinito y que ninguna de ellas merece ser considerada como verdadera.
¿Por qué millones de hombres trataron de matarse unos a otros, cuando, desde la creación del mundo, se ha demostrado que eso es un mal, física y moralmente hablando? Porque eso era tan inevitable, que, al hacerlo, los hombres obedecían a la misma ley natural y zoológica a que se someten las abejas cuando se destruyen al llegar el otoño, y por las cuales los animales machos se matan unos a otros. No puede darse otra respuesta a tan terrible pregunta.
Esto no sólo es evidente sino que resulta tan natural en la conciencia de todos que no valdría la pena probarlo si no hubiera en el hombre otro sentimiento que lo induce a creerse libre cada vez que lleva a cabo una acción.
Al considerar la historia desde un punto de vista general, se adquiere la certeza de una Ley Eterna en virtud de la cual se cumplen los acontecimientos. Pero si la contemplamos desde el punto de vista individual nos persuadimos de lo contrario.
Un hombre que mata a su semejante, Napoleón que da la orden de pasar el Niemen, vosotros y yo que presentamos una instancia para alistarnos, o levantamos o bajamos el brazo, estamos indudablemente convencidos de que cada uno de nuestros actos está fundado en motivos razonables y en nuestro libre albedrío, de tal modo que depende de nosotros mismos hacer esto o aquello. Y esa convicción está tan arraigada en nuestra naturaleza y es tan preciosa para nosotros que, a pesar de las pruebas de la historia y de las estadísticas sobre los delitos (que nos persuaden de la irresponsabilidad de los actos de otros hombres), extendemos la conciencia de nuestra libertad a todas nuestras acciones.
La contradicción parece insoluble. Al llevar a cabo un acto estoy convencido de que lo ejecuto en virtud de mi libre albedrío; pero si analizo el significado histórico de ese acto en conexión con la vida colectiva del género humano acabo por convencerme de que tal acto estaba determinado y era inevitable. ¿Dónde está el error?