Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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El capitán, sin apartar los ojos de su superior, apretaba cada vez más los dedos contra la visera de su gorra, como si en ese contacto hallara en aquellos momentos su propia salvación.
—¿Por qué calla? ¿Quién es aquel que va disfrazado como un húngaro?— bromeó enfadado el comandante del regimiento.
—Excelencia...
—¡Déjese de Excelencia! ¡Excelencia, Excelencia! Pero nadie sabe lo que Excelencia quiere.
—Excelencia, se trata del degradado Dólojov...— dijo en voz baja el capitán.
—Bueno, pero ¿se lo ha degradado o se lo ha ascendido a mariscal de campo? Si es soldado, debe vestir como los demás soldados, según el reglamento.
—Excelencia, usted mismo lo autorizó a vestir así durante las marchas.
—¡Autorizado! ¡Autorizado! Siempre pasa lo mismo con los jóvenes— dijo el comandante del regimiento, calmándose un poco. —¡Autorizado! Se les dice cualquier cosa... y— calló un momento. —Se les dice algo ¿y... qué?— se encolerizó de nuevo. —¡Vista a sus soldados de un modo decente!...
Y el jefe del regimiento, mirando de reojo al ayudante de campo, se dirigió con paso saltarín hacia el regimiento. Era evidente que su cólera le agradaba y que iba en busca de cualquier otro pretexto para prolongarla. Después de reprender a cierto oficial porque llevaba un emblema poco limpio y a otro por el mal alineamiento de sus soldados, se acercó a la tercera compañía.
—¡Vaya postura! ¿Dónde está el pie? ¿Dónde?— gritó el comandante de regimiento con voz dolorida a Dólojov, que vestía capote azul, cuando todavía lo separaban de él cinco hombres.
Dólojov enderezó lentamente la pierna doblada y con ojos claros e insolentes miró a la cara del general.
—¿Por qué llevas capote azul? ¡Fuera!... ¡Sargento! ¡Que vuelva a vestirse ese... mi...!— no tuvo tiempo de terminar.
—Mi general, estoy obligado a cumplir las órdenes, pero no a soportar...— lo atajó rápidamente Dólojov.
—¡En las filas no se habla!... ¡No se habla, no se habla!...
—No estoy obligado a soportar ofensas— terminó Dólojov con alta y sonora voz.
Los ojos del general y el soldado se encontraron. El general guardó silencio y tiró enfadado de su apretado fajín:
—Haga el favor de quitarse ese capote... se lo ruego— dijo, alejándose.
II
—¡Ya viene!— gritó un señalero.
El comandante del regimiento, enrojeciendo, corrió a su caballo; sujetó el estribo con mano temblorosa, montó en la silla, se enderezó, desenvainó la espada y con el rostro feliz y resuelto, abierta la boca por un lado se dispuso a dar la voz de mando. El regimiento se movió como un pájaro que sacudiese sus plumas y quedó inmóvil.
—¡Fir... mes!— gritó con voz vibrante, alegre para sí mismo, severa para el regimiento y deferente para el jefe que se acercaba.
Por el ancho camino, bordeado de árboles, avanzaba rápidamente, con ligero chirriar de muelles, una carretela vienesa de color azul claro enganchada de reata. La seguía al galope el séquito y una escolta de croatas. Junto a Kutúzov iba un general austríaco, de uniforme blanco, que resaltaba más entre los negros uniformes rusos. Se detuvo la carretela cerca del regimiento; Kutúzov y el general austríaco hablaban en voz baja y el primero, al apoyarse pesadamente en el estribo del carruaje, sonrió como si no estuvieran presentes los dos mil hombres que, con la respiración contenida, tenían los ojos puestos en él y en el jefe del regimiento.
Sonó de nuevo la voz de mando. Toda la tropa se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un profundo silencio se oyó la débil voz del general en jefe saludando a las tropas. Todo el regimiento rugió: “¡Viva su Excelencia!”, y de nuevo quedó todo en silencio. Kutúzov no se movió del sitio mientras la tropa desfilaba; después, a pie y acompañado del general uniformado de blanco y de todo el séquito, comenzó a recorrer las filas.
Por la manera con que el comandante del regimiento saludaba al general en jefe, sin apartar de él los ojos, por su modo de caminar echado hacia delante entre las filas, conteniendo a duras penas sus movimientos saltarines, atento a los más pequeños gestos de Kutúzov, procurando captar cada palabra y cada movimiento del general en jefe, era evidente que cumplía con más placer aún sus deberes de inferior que los de superior. Gracias a la severidad y al celo de su jefe, el regimiento se mantenía en excelente estado, en comparación con los llegados al mismo tiempo a Braunau. No había más que doscientos diecisiete entre enfermos y rezagados, y todo se hallaba en buen orden, excepto el calzado.
Kutúzov recorrió las filas; de vez en cuando se detenía para decir unas palabras amables a los oficiales que conocía de la guerra de Turquía y también a algún que otro soldado. Al ver el calzado de sus hombres sacudió varias veces con tristeza la cabeza y lo mostraba al general austríaco, como el que no reprocha a nadie pero no puede por menos que advertirlo. Y cada vez el comandante del regimiento se acercaba presuroso, temiendo perder alguna palabra del general en jefe relacionada con sus hombres.
Detrás de Kutúzov, a una distancia que permitía oír cada una de sus palabras, aun las pronunciadas a media voz, caminaban los veinte oficiales del séquito. Charlaban entre sí y reían a veces. El más próximo al general en jefe era un apuesto ayudante de campo, el príncipe Bolkonski, a cuyo lado caminaba su colega Nesvitski, oficial de Estado Mayor, alto y extremadamente grueso, de rostro sonriente y agraciado y ojos siempre húmedos. A duras penas contenía Nesvitski la risa, viendo al moreno oficial de húsares que tenía al lado. El oficial de húsares, muy serio, sin cambiar la expresión de su cara, contemplaba con ojos graves la espalda del comandante del regimiento e imitaba cada uno de sus movimientos. Cada vez que el comandante del regimiento se estremecía y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares hacía otro tanto. Nesvitski reía y llamaba la atención de los demás para que miraran al burlón oficial.
Kutúzov avanzaba con paso lento y cansino ante los miles de ojos que se desorbitaban para mirarlo. Al llegar a la altura de la tercera compañía se detuvo de pronto. El séquito, que no preveía semejante parada, estuvo a punto de echársele encima.
—¡Hola, Timojin!— exclamó el general, dirigiéndose al capitán de la nariz colorada, el mismo a quien reprendiera el comandante del regimiento por el capote azul.
Cuando el comandante del regimiento reprendió a Timojin, éste se había erguido de tal manera que parecía difícil enderezarse más; pero cuando el general en jefe se dirigió a él, el capitán Timojin se estiró de tal forma que, evidentemente, no habría podido permanecer en semejante postura durante mucho tiempo.
Pareció comprenderlo así Kutúzov y, como quería lo mejor para el capitán, se dio prisa en mirar hacia otra parte. En su mofletudo rostro, desfigurado por una cicatriz, se dibujó una sonrisa apenas perceptible.
—Es un compañero de armas de Ismail— comentó, —¡un bravo oficial! ¿Estás contento de él?— preguntó al comandante del regimiento.
Éste, reflejado siempre como en un espejo por el oficial de húsares, avanzó hacia Kutúzov y dijo:
—Sí, muy contento, Excelencia.
—Todos tenemos nuestras debilidades— sonrió Kutúzov, alejándose, —y la suya era la afición a Baco.
El comandante del regimiento se asustó, como si él tuviera la culpa, y no contestó nada. En aquel momento el oficial de húsares observó el rostro del capitán, con la nariz colorada y el vientre hundido, e imitó tan bien su expresión y postura que Nesvitski no pudo contener la risa. Kutúzov se volvió. Pero el oficial de húsares, por lo visto, dominaba bien los músculos de su cara y al volverse Kutúzov tuvo tiempo de hacer un esfuerzo y su rostro expresó la más absoluta seriedad, respeto e inocencia.