Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Esperó a que el alférez contestara algo, pero Zherkov se volvió y salió del pasillo.
IV
El regimiento de húsares de Pavlograd estaba acuartelado a dos millas de Braunau. El escuadrón donde Nikolái Rostov servía como cadete ocupaba la aldea alemana de Saltzeneck. El mejor alojamiento estaba reservado para el capitán del escuadrón, Denísov, a quien en toda la división de caballería se conocía con él nombre de Vaska Denísov. Desde que el cadete se unió al regimiento en Polonia, vivía con el comandante del escuadrón.
El 11 de octubre, el mismo día en el que el Cuartel General fue puesto en conmoción por la noticia del desastre de Mack, la vida de campaña se desenvolvía en el escuadrón tan tranquila como siempre. Denísov, que se había pasado toda la noche jugando a las cartas, no había aparecido aún cuando Rostov, muy de mañana, volvía a caballo de un servicio de aprovisionamiento de forraje. Rostov, con uniforme de cadete, se acercó al zaguán y con un movimiento diestro y juvenil enderezó las piernas apoyándose en los estribos, como si no quisiera separarse de su cabalgadura, permaneció así unos instantes, desmontó por fin de un salto y llamó al asistente.
¡Eh, Bondarenko, mi buen amigo!— dijo al húsar que se precipitaba ya hacia el caballo. —Dale un paseo.
Hablaba con el afecto fraternal, tierno y amistoso propio de jóvenes de buen corazón cuando se sienten dichosos.
—A sus órdenes, Excelencia— replicó el ucraniano, sacudiendo alegremente la cabeza.
—¡Mira bien, un buen paseo!
Otro húsar se había precipitado también hacia el caballo, pero Bondarenko sujetaba ya las bridas. Era evidente que el cadete daba propinas abundantes para el vodka y que era provechoso hallarse a su servicio. Rostov acarició la crin de su caballo, después la grupa, y se detuvo en el porche.
"¡Excelente! ¡Será un buen caballo!", se dijo; y con una sonrisa de satisfacción, sujetando el sable, subió al zaguán con ruido de espuelas. El alemán dueño de la casa, con chaleco de franela y gorro en la cabeza, contemplaba la escena desde el establo, sosteniendo en la mano la horca con que había recogido el estiércol. El rostro del alemán se aclaró al ver a Rostov. Sonrió alegremente y le guiñó un ojo:
—Schön gut’ Morgen, schön gut’ Morgen! 152— repitió, visiblemente satisfecho de saludar al joven.
—Schön fleissig! 153— dijo Rostov con la cordial sonrisa que nunca abandonaba su rostro animado. —Hoch Östreicher! Hoch Russen! Kaiser Alexander Hoch!— dijo al alemán, repitiendo las palabras que este último acostumbraba pronunciar con frecuencia.
El alemán se echó a reír, salió del establo y, quitándose el gorro, lo agitó sobre su cabeza, gritando:
—Und die ganze Welt hoch! 154
—Und vivat die ganze Welt!— contestó Rostov, también quitándose la gorra y agitándola sobre su cabeza.
Aunque no hubiese motivo especial de alegría, ni para el alemán, que limpiaba su cuadra, ni para Rostov, que venía de hacerse cargo del forraje para el escuadrón, aquellos dos hombres, con alegre entusiasmo y amor fraternal, se miraron el uno al otro, agitaron la cabeza en señal de recíproco afecto y se separaron sonriendo: el alemán para volver a la cuadra y Rostov para entrar en la isba donde vivía con Denísov.
—¿Dónde está tu amo?— preguntó a Lavrushka, el asistente de Denísov, conocido por sus granujerías en todo el regimiento.
—No volvió esta noche. Seguro que ha perdido— respondió Lavrushka. —Lo conozco bien: cuando gana, vuelve en seguida para presumir, y cuando no vuelve hasta la mañana siguiente es señal de que lo han pelado y viene de mal humor. ¿Desea tomar café?
—Sí, dámelo.
Diez minutos después Lavrushka traía el café.
—Ya viene dijo. ¡Buena me espera!
Rostov miró por la ventana y vio a Denísov que se acercaba a la casa. Denísov era pequeño, de rostro colorado, ojos negros y brillantes, alborotados los cabellos y bigotes negros. Llevaba la guerrera desabrochada, calzones bombachos y el gorro de húsar chafado e inclinado hasta la nuca. Se acercaba con el rostro serio y la cabeza gacha.
—¡Lavrushka!— gritó con voz fuerte y gangosa. —¡Quítame ya eso, imbécil!
—¡Es lo que estoy haciendo!— respondió Lavrushka.
—¡Ah! ¿Ya estás levantado?— dijo Denísov, entrando en la habitación.
—Y no hace poco— replicó Rostov. —Fui ya por el forraje y he visto a Fräulein Mathilde.
—¡Vaya! Pues yo, hermano, toda la noche estuve perdiendo como un hijo de perra— gritó Denísov. —¡Una desgracia! ¡Una verdadera mala suerte!... En cuanto te fuiste, todo empezó a ir mal. ¡Eh, trae té!
Denísov, con un gesto que parecía una sonrisa, dejando ver sus dientes pequeños y fuertes, hundió los cortos dedos de ambas manos entre sus cabellos negros e hirsutos como un bosque.
—¡Es el diablo quien me llevó a casa de aquella rata!— añadió, refiriéndose a cierto oficial y pasándose las manos por la frente y la cara. —¡Figúrate que ni un solo naipe, ni uno solo me ha venido en toda la noche!
Tomó la pipa encendida que le daba el ordenanza, la apretó en el puño, dejando caer el fuego, golpeó con ella el suelo y siguió gritando:
—¡Simples ganas, dobles pierdes! ¡Te cede los simples, te mata a los dobles!
Se le cayó el resto del tabaco, rompió la pipa y la tiró.
Luego cesó en sus gritos y con sus brillantes ojos negros miró alegremente a Rostov.
—¡Si por lo menos hubiera mujeres! ¡Pero lo único que uno puede hacer aquí es beber! Si al menos nos batiésemos pronto... —¡Eh! ¿Quién está ahí?— gritó al oír unas pisadas fuertes, ruido de espuelas y una respetuosa tosecilla.
—El sargento anunció Lavrushka.
Denísov crispó aún más el rostro.
—¡Mal vamos!— dijo, echando a Rostov una bolsita con algunas monedas de oro. —Haz el favor de contar lo que hay ahí dentro y ponlo debajo de la almohada.
Salió a ver al sargento. Rostov cogió la bolsa y, apilando maquinalmente las monedas de oro nuevas y viejas, se puso a contarlas.
—¡Hola, Telianin! ¡Buenos días! ¡Me han desplumado esta noche!— oyó decir a Denísov desde la otra habitación.
—¿Dónde? ¿En casa de Bikov, en casa de la rata?... Me lo imaginaba— respondió una voz aguda; seguidamente en la habitación donde estaba Rostov entró un oficial de su escuadrón, el teniente Telianin.
Rostov guardó la bolsita bajo la almohada y estrechó la mano pequeña y húmeda que le tendía el recién llegado. Telianin, poco antes de la campaña, fue expulsado de la Guardia por razones que se desconocían. Su comportamiento en el regimiento era excelente, pero no lo querían, especialmente Rostov no podía vencer ni ocultar la repulsión inmotivada que aquel oficial le producía.
—¿Qué tal joven caballero? ¿Qué tal con mi Grachik— preguntó ( Grachikera un caballo de silla vendido por Telianin a Rostov).
El teniente no miraba nunca de frente a su interlocutor; sus ojos vagaban sin descanso de un objeto a otro.
—Lo he visto cuando pasaba...
—No está mal, es buen caballo— respondió Rostov, aunque aquel caballo, por el cual había pagado setecientos rublos, no valía ni la mitad. —Empieza a cojear un poco de la izquierda delantera— añadió.
—Se le habrá agrietado el casco, pero no es nada; le enseñaré a poner el remache.
—Sí, sí, por favor— aceptó Rostov.
—Lo haré, lo haré, no es ningún secreto. Y del caballo quedará usted contento.
—Voy a decir que lo traigan— dijo Rostov, impaciente por librarse de Telianin. Y salió para dar la orden.
En el zaguán, Denísov, con otra pipa en la boca, permanecía sentado en el umbral, escuchando el informe del sargento.
Al ver a Rostov, Denísov frunció el ceño y, señalando la habitación donde había quedado Telianin, hizo una mueca de disgusto y repulsión.
—No puedo aguantar a ese tipo— dijo sin hacer caso de la presencia del sargento.