Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Kutúzov, a quien el príncipe Andréi se había unido en Polonia, lo había recibido con gran afecto, prometiéndole que no lo olvidaría; y después, haciendo con él una excepción con respecto a los demás ayudantes de campo, se lo llevó consigo a Viena y le confiaba misiones más importantes. Desde Viena escribió Kutúzov a su viejo compañero, el padre del príncipe Andréi:
“Su hijo promete ser un oficial excepcional por su capacidad de trabajo y firmeza y por el empeño que pone en el cumplimiento de sus deberes. Me considero feliz de tenerlo como subordinado.”
En el Estado Mayor de Kutúzov, entre sus compañeros y en general en el ejército, lo mismo que sucedía en la sociedad petersburguesa, el príncipe Andréi tenía dos reputaciones por completo diversas: unos —la minoría— lo consideraban un ser distinto de los demás, esperaban de él grandes éxitos, lo escuchaban, lo admiraban e imitaban; con ellos, el príncipe Andréi era sencillo y amable. Otros —la mayoría— no lo querían, lo encontraban orgulloso, frío y desagradable. Pero el príncipe Andréi había sabido imponerse a tal punto que aun éstos lo estimaban y hasta lo temían.
Al salir del despacho de Kutúzov, el príncipe Andréi, con los documentos en la mano, se acercó a un compañero, el ayudante de campo de servicio, Kozlovski, quien con un libro entre las manos estaba sentado junto a la ventana.
—¿Qué hay, príncipe?— preguntó Kozlovski.
—Ha mandado que preparemos una nota explicando las razones por las cuales no avanzamos.
—¿Para qué?
El príncipe Andréi se encogió de hombros.
—¿No hay noticias de Mack?— preguntó Kozlovski.
—No.
—Si fuera verdad que lo han derrotado, se sabría algo.
—Probablemente— dijo el príncipe Andréi, dirigiéndose hacia la puerta de salida.
Pero en aquel mismo instante entró rápidamente, después de haber cerrado con fuerza la puerta, un general austríaco alto, con levita, recién llegado al parecer, vendada la cabeza con un pañuelo negro y la cruz de María Teresa al cuello. El príncipe Andréi se detuvo.
—¿El general en jefe Kutúzov?— preguntó de inmediato el general, con marcado acento germano, mirando a izquierda y derecha y avanzando sin detenerse hacia la puerta del despacho.
—El general en jefe está ocupado— dijo Kozlovski acercándose presuroso al desconocido y cerrándole el paso. —¿A quién debo anunciar?
El desconocido general miró despectivo, de arriba abajo, a Kozlovski, que no era alto, sorprendido, al parecer, de que pudieran no conocerlo.
—El general en jefe está ocupado— repitió tranquilamente Kozlovski.
El rostro del general se nubló. Se contrajeron y temblaron sus labios; sacó una libreta de notas y escribió rápidamente con lápiz algunas palabras; arrancó la hoja, la entregó a Kozlovski, se acercó a la ventana, se dejó caer en una silla y pasó revista a los que había en la sala, como preguntándose por qué lo miraban. Luego levantó la cabeza, avanzó el cuello, como disponiéndose a decir algo, pero emitió unos sonidos extraños que se cortaron al instante.
Se abrió la puerta del despacho y apareció Kutúzov. El general de la cabeza vendada, encorvado y con largos y rápidos pasos de sus delgadas piernas, se acercó a Kutúzov, como si huyera de un peligro.
—Vous voyez le malheureux Mack— dijo con voz entrecortada. 149
Kutúzov, detenido en el umbral de la puerta de su despacho, permaneció algunos instantes inmóvil. Una ola pareció recorrer su rostro serenándolo, se alisó su frente, inclinó respetuoso la cabeza, cerró los ojos y en silencio hizo pasar a Mack, cerrando tras él la puerta.
Se confirmaban los rumores sobre la derrota de los austríacos y la capitulación de todo el ejército en Ulm. Media hora después eran enviados aquí y allá ayudantes de campo con órdenes para que las tropas rusas, hasta ahora inactivas, estuvieran preparadas a enfrentarse con el enemigo.
El príncipe Andréi era uno de los pocos oficiales del Estado Mayor que se interesaba de veras por la marcha general de la guerra. Al ver a Mack y escuchar los detalles de la derrota, comprendió que se había perdido la mitad de la campaña, que el ejército ruso quedaba en difícil situación y se imaginó vivamente lo que esperaba al ejército y el papel que a él le correspondía. Sin quererlo, experimentaba un sentimiento de emotiva y gozosa alegría por el oprobio de los altivos austríacos y ante la idea de que, quizá en una semana, tendría lugar el primer encuentro entre rusos y franceses después de Suvórov; encuentro en el que él mismo participaría. Pero temía al genio de Bonaparte, que podía ser superior a todo el valor del ejército ruso; y al mismo tiempo, no podía admitir la vergüenza de una derrota para su héroe.
Emocionado y nervioso por semejantes ideas, el príncipe Andréi se dirigía a su habitación para escribir a su padre, como hacía todos los días. En el corredor encontró a Nesvitski, con quien vivía, y al bromista Zherkov; ambos reían como siempre.
—¿Por qué estás tan sombrío?— preguntó Nesvitski, advirtiendo el pálido rostro y los ojos brillantes del príncipe Andréi.
—No hay motivos para alegrarse— replicó Bolkonski.
Mientras el príncipe Andréi se detenía con Nesvitski y Zherkov, de la otra parte del corredor venían a su encuentro el general austríaco Strauch, agregado al Estado Mayor de Kutúzov para atender al avituallamiento del ejército ruso, y un miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria, llegado el día anterior. El corredor era bastante ancho para que ambos generales pudiesen pasar libremente, aun cuando se hallaran allí los tres oficiales. Pero Zherkov, apartando con la mano a Nesvitski, exclamó sofocado:
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!... Apartaos, dejad paso, por favor.
Los generales parecían deseosos de eludir los honores excesivos. En el rostro de Zherkov apareció de pronto una estúpida sonrisa de incontenible júbilo.
—Excelencia— dijo en alemán, avanzando un paso y poniéndose ante uno de los generales austríacos, —tengo el honor de felicitarlo.
E inclinó la cabeza mientras con torpe gesto, como un niño que aprende a bailar, lo saludaba juntando los talones tan pronto de una pierna como de la otra.
El general miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria lo contempló severamente; pero al observar la seriedad de aquella risa estúpida no pudo dejar de prestarle un momento de atención. Entornó los ojos en ademán de escuchar.
—Tengo el honor de felicitarlo. El general Mack ha llegado sin novedad, con sólo una ligera herida— sonrió de nuevo, llevándose la mano a la cabeza.
El general frunció el ceño, le dio la espalda y continuó su camino.
—Gott, wie naïv! 150— exclamó colérico después de apartarse unos pasos.
Nesvitski abrazó riendo al príncipe Andréi, pero Bolkonski, aun más pálido, más iracundo el semblante, lo rechazó y se volvió hacia Zherkov. La irritación nerviosa producida por la vista de Mack, la noticia de su derrota y la idea de lo que aguardaba al ejército ruso desembocaron en un estallido de cólera contra la inoportuna broma de Zherkov.
—Si usted, señor mío— dijo con voz cortante y con un leve temblor en su mandíbula inferior, —quiere ejercer de bufón, no puedo impedírselo; pero le advierto que si se atreve a portarse como un payaso en mi presencia le enseñaré cómo debe portarse.
Nesvitski y Zherkov quedaron tan estupefactos que se limitaban a mirarlo con ojos de asombro.
—¡Pero si no hice más que felicitarlo!— dijo Zherkov.
—¡Cállese, por favor, no estoy bromeando con usted!— gritó Bolkonski; y tomando por un brazo a Nesvitski se alejó de Zherkov, que quedó sin saber qué decir.
—Pero ¿qué te pasa, hermano?— preguntó Nesvitski, tratando de calmarlo.
—¿Qué me pasa?— dijo el príncipe Andréi, a quien la agitación impidió seguir adelante. —Compréndelo: o somos oficiales al servicio del Zar y de la Patria, y tenemos que alegrarnos con el éxito común y entristecemos con el fracaso común, o somos lacayos a quienes no importan nada los asuntos de su señor. Quarante mille hommes massacrés et l’armée de nos alliés détruite, et vous trouvez là le mot pour rire— añadió en francés, como si con ello reforzara cuanto decía. —C'est bien pour un garçon de rien comme cet individu dont vous avez fait votre ami, mais pas pour vous, pas pour vous... 151Sólo unos chiquillos pueden divertirse de ese modo— continuó en ruso el príncipe Andréi, aunque pronunció la palabra “chiquillos” con acento francés, pues se dio cuenta de que Zherkov podía aún escucharlo.