Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Pero, a medida que se animaba más y más, el príncipe la miraba con mayor severidad y, de improviso, como si ya la hubiese estudiado bastante para tener una idea clara sobre su personalidad, se volvió hacia Mijaíl Ivánovich.
—Pues sí. Mijaíl Ivánovich: nuestro Bonaparte lo va a pasar mal. El príncipe Andréi— hablaba siempre de su hijo en tercera persona —me ha estado contando las fuerzas que se reúnen contra él. ¡Y nosotros que siempre lo considerábamos como una nulidad!
Mijaíl Ivánovich, que ignoraba en absoluto que nosotroshabríamos hablado de Bonaparte en semejante sentido, comprendió que él era necesario para iniciar la conversación favorita; miró sorprendido al joven príncipe sin saber lo que vendría después de eso.
—¡Oh! Es un gran táctico— dijo el príncipe a su hijo, señalando al arquitecto.
Y la conversación volvió a girar en torno a Napoleón, o los generales y hombres de Estado del momento.
El viejo príncipe parecía convencido no sólo de que los actuales gobernantes eran unos mozalbetes desconocedores de los rudimentos del arte militar y estatal, y de que Bonaparte no pasaba de ser un despreciable francesito que triunfaba por la única razón de no haberse nunca enfrentado con un Potemkin o a un Suvórov: estaba convencido de que no había en Europa dificultad política alguna ni guerra, y que todos aquellos sucesos no pasaban de ser un guiñol que los actuales gobernantes representaban para pasar el tiempo. El príncipe Andréi soportaba alegremente las burlas de su padre sobre la gente de ahora y experimentaba un verdadero placer en excitarlo y oírlo.
—Siempre parecen buenas las cosas de antes— dijo.
—Pero ¿no cayó Suvórov en la trampa que le tendió Moreau, y no supo salir de ella?
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién?— gritó el príncipe. —¡Suvórov!— y apartó con violencia su plato, que Tijón recogió rápidamente. —¿Suvórov?... Reflexiona, príncipe Andréi, no hubo más que dos: Federico y Suvórov... ¡Moreau! Moreau habría caído prisionero si Suvórov hubiese tenido las manos libres; pero tenía encima a los del Hof-Kriegs-Wurst-Schnaps-Rat, los del Alto Mando de la salchicha y el aguardiente. Ya verás lo que son esos del Hof-Kriegs-Wurst-Schnaps-Rat. Suvórov no pudo con ellos, ¿cómo va a poder Mijaíl Kutúzov? No, amigo mío: contra Bonaparte no bastan vuestros generales. Hay que recurrir a los franceses que no reconocen a los suyos y caen sobre los suyos. Hemos enviado a un alemán, Pahlen, a Nueva York, a América, en busca del francés Moreau— dijo, aludiendo al ofrecimiento hecho aquel año a Moreau para que entrara al servicio de los rusos. —Lo que nos quedaba por ver. ¿Acaso eran alemanes los Potemkin, los Suvórov y los Orlov? No, amigo; o vosotros habéis perdido todos la cabeza, o la he perdido yo. Que Dios os asista, pero ya lo veremos. ¡Bonaparte para vosotros se ha convertido en un gran capitán! ¡Hum!...
—Yo no sostengo que todas las medidas tomadas sean buenas— dijo el príncipe Andréi. —Lo único que no comprendo es cómo puede juzgar así a Bonaparte. Ríase cuanto le plazca, pero Bonaparte, sin embargo, es un gran capitán.
—¡Mijaíl Ivánovich!— gritó el viejo príncipe al arquitecto, que, entretenido con la comida, confiaba en que lo hubiesen olvidado. —¿No le tengo dicho que Bonaparte es un gran táctico? También él lo dice.
—Sin duda, Excelencia— replicó el arquitecto.
El príncipe rió una vez más con su risa fría.
—Bonaparte nació con la camisa puesta. Sus soldados son excelentes y al principio no hizo la guerra más que a los alemanes. ¿Quién no ha derrotado a los alemanes? Desde que el mundo existe, todos han derrotado a los alemanes, y ellos a nadie, sino a sí mismos. A costa de ellos es como Bonaparte ha ganado su fama.
Y el príncipe comenzó a desmenuzar los errores que, a su parecer, había cometido Bonaparte en las diversas campañas y hasta en los asuntos de Estado. Su hijo no lo contradecía, pero era evidente que, a pesar de todas las razones en contra, era tan incapaz como el viejo príncipe de cambiar de opinión.
El príncipe Andréi escuchaba sin interrumpir, y no salía de su asombro de que aquel anciano, relegado tantos años en el campo, conociese y criticase tan al detalle los acontecimientos militares y políticos de Europa de los últimos años.
—¿Crees que un viejo como yo no entiende nada la situación actual?— concluyó. —¡Pues todo lo tengo aquí! Por las noches no duermo. Bueno, ¿dónde está ese tu gran capitán? ¿Dónde ha demostrado serlo?
—Sería largo de explicar— respondió el hijo.
—Pues vete con tu Bonaparte. Mademoiselle Bourienne, voilà encore un admirateur de votre goujat d’empereur 138— gritó en excelente francés.
—Vous savez que je ne suis pas bonapartiste, mon prince. 139
—Dieu sait quand reviendra...— cantó desafinadamente el príncipe y, con una risa aún más desafinada, se levantó de la mesa.
La pequeña princesa Lisa permaneció en silencio durante toda la discusión y el resto de la comida, mirando asustada ya a la princesa María, ya al suegro. Cuando se hubieron levantado todos de la mesa, tomó a su cuñada por el brazo y la llevó a otra habitación.
—Comme c’est un homme d’esprit, votre père— dijo. —C’est à cause de cela peut-être qu’il me fait peur. 140
—¡Oh! ¡Es tan bueno!— respondió la princesa María.
XXV
El príncipe Andréi partía en la tarde del día siguiente. Su padre, sin cambiar para nada su costumbre, se retiró después de la comida. La princesa Lisa estaba con su cuñada. El príncipe Andréi, vestido con su ropa de viaje, sin charreteras, preparaba con su ayuda de cámara las maletas en el apartamento para él reservado. Después de inspeccionar por sí mismo el coche y la colocación del equipaje, dio orden de disponer el tiro. En la habitación no quedaron más que los objetos que el príncipe llevaría consigo: una arqueta, un estuche de aseo, de plata, dos pistolas turcas y una espada, regalo de su padre, procedente de Ochakov. El príncipe Andréi cuidaba con esmero estos objetos: todo era nuevo, limpio, guardado en sus fundas de lienzo y atado con sus cintas.
En el momento de la partida o de un cambio de vida, los hombres capaces de reflexionar sobre sus actos se sienten más bien dominados por pensamientos graves. En semejantes circunstancias se examina de ordinario el pasado y se hacen planes para el porvenir. El rostro del príncipe Andréi en aquella ocasión era tierno y pensativo. Con las manos a la espalda, caminaba rápidamente por su habitación, de un extremo a otro, mirando ante sí y moviendo abstraído la cabeza. ¿Le resultaba penoso ir a la guerra? ¿Le daba pena abandonar a su mujer? Tal vez lo uno y lo otro, pero no deseaba, evidentemente, que lo sorprendieran en tal estado. Cuando oyó pasos en el vestíbulo separó rápidamente las manos, se detuvo junto a la mesa, como si estuviese cerrando la funda de la arqueta, y adquirió su expresión habitual, calmosa e impenetrable. Era la princesa María con su pesado andar.
—Me han dicho que has mandado enganchar— dijo sin aliento (al parecer había corrido hasta allí), —y yo que tanto quería hablar todavía contigo a solas. Sabe Dios por cuánto tiempo nos separamos. ¿No te enfada que haya venido? ¡Has cambiado mucho, Andriusha!— añadió, como para justificar su pregunta.
Al decir la palabra “Andriusha”, sonrió. Evidentemente le resultaba extraño pensar que aquel hombre apuesto, de aire severo, era aquel Andriusha, el muchacho delgado y travieso que había sido su compañero de la infancia.
—¿Dónde está Lisa?— preguntó Andréi, contestando sólo con una sonrisa a sus palabras.
—Está tan cansada que se ha dormido en el sofá de mi cuarto. Ah! André, quel trésor de femme vous avez! 141— dijo, sentándose sobre el diván, frente a su hermano. —Es una verdadera niña, una niña graciosa y alegre. ¡Le he tomado mucho cariño!