Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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La tercera compañía era la última y Kutúzov quedó pensativo, como tratando de recordar algo. El príncipe Andréi se destacó del séquito y, con voz baja, le dijo:
—Me había ordenado que le recordara al degradado Dólojov, que se halla en este regimiento.
—¿Dónde está Dólojov?— preguntó Kutúzov.
Dólojov, vestido ya con su capote gris de soldado, no esperó que lo llamaran. Un soldado apuesto, de claros ojos azules, salió de la línea. Se acercó al general en jefe y presentó armas.
—¿Tienes alguna queja?— preguntó Kutúzov, frunciendo el entrecejo levemente.
—Es Dólojov— aclaró el príncipe Andréi.
—¡Ah!— dijo Kutúzov. —Espero que te corregirá esta lección. Sirve bien: el Emperador es magnánimo y no te olvidará, si te lo mereces.
Los claros ojos azules de Dólojov miraron al general en jefe con la misma audacia con que se había fijado en el comandante del regimiento, pareciendo destruir, con aquella expresión, las distancias que tanto alejaban al general de su soldado.
—Sólo pido una cosa, Excelencia— dijo con su voz sonora, pausada y firme, —que se me dé una ocasión de reparar mi falta y probar mi devoción a Su Majestad el Emperador y a Rusia.
Kutúzov se apartó. En su rostro apareció una leve sonrisa semejante a la que había reflejado al apartarse del capitán Timojin. Arrugó el ceño, como si quisiera decir que desde hacía tiempo sabía cuanto dijera o pudiese decir Dólojov, que todo eso ya lo tenía aburrido y no era, ni mucho menos, lo preciso. Se apartó, pues, y se dirigió hacia el coche.
El regimiento se agrupó por compañías y avanzó hacia los acuartelamientos designados, no lejos de Braunau, donde esperaba recibir calzado y ropa y descansar de las fatigas de la marcha.
—No se habrá enfadado conmigo, ¿verdad, Projor Ignátich?— preguntó el comandante del regimiento, acercándose al capitán Timojin, que avanzaba al frente de la tercera compañía. El rostro del comandante del regimiento expresaba una incontenible alegría después del buen resultado de la revista. —Al servicio del Zar... uno no puede... En filas, a veces se deja llevar uno... Estoy dispuesto a presentar mis excusas el primero, ya me conoce... El comandante en jefe me felicitó.
Y tendió la mano al capitán.
—Pero, mi general, cómo iba yo a atreverme...— replicó el capitán; su nariz enrojeció todavía más y sonrió mostrando el vacío dejado por dos dientes que le saltaron de un culatazo en Ismail.
—Comunique al señor Dólojov que no lo olvidaré, que esté tranquilo. Y dígame, por favor... Siempre quería preguntarle cómo se porta.
—Manifiesta mucho celo en el servicio, Excelencia; pero... su carácter...
—¿Qué quiere decir con eso del carácter?— preguntó el comandante.
—Tiene días, Excelencia— respondió el capitán; —hoy se muestra razonable, inteligente y cortés y mañana es una fiera; en Polonia, para su conocimiento, estuvo a punto de matar a un judío...
—Claro, claro— interrumpió el comandante; —mas, a pesar de todo, la desgracia de ese joven mueve a compasión. Conoce a gente importante... así que usted...
—A sus órdenes, Excelencia— interrumpió Timojin, dejando ver con su sonrisa que comprendía bien el deseo de su superior.
—Bien, bien... Eso es.
El comandante del regimiento buscó entre las filas a Dólojov y detuvo el caballo.
—En la primera acción, las charreteras— dijo.
Dólojov lo miró sin responder nada y sin modificar su expresión sonriente e irónica.
—Bien, bien— dijo el comandante del regimiento. Y añadió para ser oído por los soldados: —Vodka para todos, de mi parte. Gracias a todos. ¡Loado sea Dios!
Y dejando aquella compañía se acercó a otra.
—Es, en verdad, una buena persona— comentó Timojin, volviéndose al oficial subalterno que caminaba a su lado.
—¡Con él se puede servir!
—En una palabra, que tiene “corazón"— rió el oficial subalterno. (El comandante tenía el sobrenombre de “rey de corazones”.)
La buena disposición de los jefes, después de la revista, se comunicó a los soldados. Todos avanzaban alegres, y por doquier se oían las voces de la tropa.
—¿Quién decía que Kutúzov es tuerto de un ojo?
—Pues sí que lo es.
—No..., amigo, ve mejor que tú. Lo ha mirado todo, las botas, los peales, lo miró todo.
—Cuando me miró los pies pensé que...
Y el otro, el austríaco que iba con él, parecía cubierto de yeso, blanco como la harina. ¡Deben limpiarlos, creo yo, como si fueran pertrechos!
—¡Eh, Fedoshka!... ¿Han dicho algo de cuándo empezaran las batallas? Tú estabas cerca. Dicen que el mismo Bonaparte está en Braunau.
—¡Bonaparte! ¡Eso son mentiras! No sabes lo que dices. Ahora son los prusianos quienes luchan, los austríacos parece que quieren someterlos, y cuando lo consigan empezará la guerra contra Bonaparte. ¡Y tú vienes con que Bonaparte está en Braunau! ¡Bien se ve que eres tonto! Más te valdría escuchar lo que se dice.
—¡Malditos furrieles! Los de la quinta ya están entrando en la ciudad; harán las gachas antes de que nosotros lleguemos.
—¡Oye, hermano, dame una galleta!
—¿Y tú, me diste tabaco ayer cuando te lo pedí? Ya lo ves, pero toma, y que Dios te perdone.
—Si por lo menos hicieran un alto...; porque nos esperan todavía cinco kilómetros con el estómago vacío.
—¡Qué bien estábamos cuando los alemanes nos llevaban en carruajes! ¡En coche sí que se va bien!
—Aquí, amigo, la gente es harapienta; antes eran polacos, súbditos de la corona rusa; y ahora no hay más que alemanes.
—¡Adelante los cantores!— gritó el capitán.
Y de las diversas líneas salieron unos veinte hombres que se pusieron a la cabeza de los demás. El tambor, que dirigía el coro, se volvió hacia ellos, hizo una señal con la mano y entonó una lenta canción que los soldados cantaban durante las marchas:
¿No es el sol que amanece?
comenzaba la canción y terminaba así:
Mucha gloria lograremos
con el padrecito Kámenski.
Esa canción, compuesta en la campaña de Turquía, resonaba ahora en Austria, sólo que en vez de “padrecito Kámenski”se decía “padrecito Kutúzov”. Cuando el tambor, un soldado delgado y apuesto de unos cuarenta años, terminó de cantar las últimas palabras con gran brío, miró severamente a los demás cantores con el ceño fruncido. Una vez convencido de que todos los ojos estaban fijos en él, alzó con ambas manos y mucho cuidado algún objeto precioso pero invisible por encima de la cabeza, lo sostuvo así varios segundos y de pronto lo tiró violentamente y rompió a cantar:
¡Ah mi casa, mi hogar!
“Mi casa nueva...”, corearon veinte voces... Y el que repiqueteaba con las cucharas, a pesar de su carga, se volvió de espaldas y avanzó bailando delante de la compañía, sacudiendo los hombros y amenazando con golpear ya a uno, ya a otro con sus cucharas. Los soldados avanzaban a largo paso, moviendo los brazos al son de la canción.
Tras la compañía se oyó un ruido de ruedas, de muelles, de cascos de caballos. Kutúzov y su séquito volvían a la ciudad. El general en jefe ordenó que los soldados prosiguieran su marcha a discreción, y su rostro, lo mismo que el de los oficiales, expresó la satisfacción que le proporcionaba escuchar las canciones, ver al soldado bailarín y el paso alegre de los soldados. En la segunda línea, a la derecha, sobresalía, aun sin quererlo, un soldado de ojos azules, Dólojov, que caminaba con peculiar gracia siguiendo el ritmo de la canción y miraba de frente a los que pasaban como compadeciéndoles de no marchar con la compañía. Un alférez de húsares, del séquito de Kutúzov (el que antes imitaba al comandante del regimiento), se quedó atrás y se acercó a Dólojov.