Palido Fuego
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Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson
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Mi amigo no podía evocar la imagen de su padre. Al igual que el Rey (que tampoco llegaba a los tres años cuando murió su padre, el Rey Alfin), era incapaz de recordar su cara, aunque, cosa curiosa, recordaba perfectamente bien el pequeño monoplano de chocolate que tenía en sus manos de bebé mofletudo, en la última fotografía (Navidad de 1918) del melancólico aviador con pantalones de montar, en cuyo regazo estaba sentado, incómodo y a disgusto.
Alfin el Vago (1873-1918), que reinó de 1900 a 1918, aunque de 1900 a 1919 según la mayoría de los diccionarios biográficos, confusión debida al cambio de calendario del Viejo Estilo al Nuevo, debe su sobrenombre a Amphi-theatricus, autor bastante amable de poesía de circunstancias en las gacetas liberales (¡que fue también el que rebautizó a mi capital "Uranogrado"!). La distracción del Rey Alfin no conocía límites. Era un lamentable lingüista, que sólo disponía de unas pocas frases en francés y en danés, pero cada vez que tenía que pronunciar un discurso delante de sus subditos -delante de un grupo de boquiabiertos patanes zemblanos en algún remoto valle donde había hecho un aterrizaje forzoso-, se ponía en marcha en su cabeza algún mecanismo incontrolable y volvía a esas frases, condimentándolas con un poco de latín adecuado a las circunstancias. La mayoría de las anécdotas relacionadas con sus ingenuos accesos de distracción son demasiado tontas e indecentes para manchar estas páginas; pero una de ellas que no me parece especialmente divertida arrancó a Shade tales risotadas (y me volvió víasala de profesores, con tan obscenos añadidos) que me siento inclinado a darla aquí como ejemplo (y como rectificación). Un verano, antes de la primera guerra mundial, en que el emperador de un gran reino extranjero (comprendo cuán limitada es la elección) hacía una visita muy desusada y muy halagadora a nuestro rudo y pequeño país, mi padre lo llevó junto con un joven intérprete zemblano (cuyo sexo no he de precisar), en un coche fuera de serie, recién comprado, a dar un paseo por el campo. Como de costumbre, el Rey Alfin viajaba sin la menor escolta y esto, junto con su rápida manera de conducir, parecía inquietar a su invitado. En el camino de vuelta, a unas veinte millas de Onhava, el Rey Alfin decidió detenerse para hacer reparaciones. Mientras él frangollaba en el motor, el emperador y el intérprete buscaron la sombra de unos pinos que bordeaban el camino, y sólo cuando el Rey Alfin estuvo de vuelta en Onhava se dio cuenta, por la repetición de preguntas más bien frenéticas, que había dejado a alguien en el camino ("¿Qué emperador?", se recuerda que fue su mot memorable). En general, en lo que concernía a todas mis contribuciones (o lo que yo consideraba contribuciones), ordenaba a mi poeta que las registrara por escrito, ¡y cómo!, en vez de difundirlas en charlas ociosas; pero incluso los poetas son humanos.
La distracción del Rey Alfin estaba extrañamente asociada a una pasión por las cosas mecánicas, especialmente por las máquinas voladoras. En 1912 consiguió elevarse en un "hidroplano" Fabre que parecía un paraguas, y estuvo a punto de ahogarse en el mar, entre Nitra e Indra. Estrelló dos Farmans, tres aparatos zemblanos y un Santos Dumont Demoiselleque amaba especialmente. En 1916 su fiel "ayudante aéreo", el Coronel Peter Gusev (más tarde pionero del paracaidismo y a los setenta años uno de los más grandes paracaidistas de todos los tiempos), construyó para él un monoplano muy especial, el Blenda IV, y este fue su pájaro fatal. La mañana de diciembre serena y no demasiado fría que los ángeles eligieron para atrapar con la red su alma dulce y pura, el Rey Alfin estaba ensayando solo un tirabuzón vertical que el Príncipe Andrey Kachurin, el famoso acróbata aéreo y héroe de la Primera Guerra Mundial, le había enseñado en Gatchina. Algo anduvo mal y se vio bajar en picada al pequeño Blenda, sin control. Detrás y por encima de él, en un biplano Caudron, el Coronel Gusev (enton-tonces Duque de Rahl) y la Reina tomaron varias fotos de lo que parecía al principio una noble y graciosa evolución pero después resultó ser algo más. A último momento el Rey Alfin consiguió enderezar su aparato y era de nuevo dueño de la gravedad cuando, inmediatamente después, se estrelló en el andamiaje de un enorme hotel que se estaba construyendo en medio de un páramo costero como si su propósito preciso fuera ponerse en el camino de un rey. Este edificio inconcluso y desventrado fue arrasado por orden de la Reina Blenda que lo hizo sustituir por un monumento de granito coronado por un inverosímil avión de bronce. Las copias brillantes de las fotografías ampliadas que mostraban toda la catástrofe fueron descubiertas un día por Charles Xavier, entonces de ocho años, en el cajón de un escritorio-biblioteca. En algunas de esas espantosas fotografías se podían percibir los hombros y el casco de cuero del aviador extrañamente despreocupado, y en la penúltima de la serie, justo antes de hacerse añicos en una humareda blanca, se lo veía claramente alzando un brazo triunfante y tranquilizador. El niño tuvo malos sueños después de esto, pero su madre nunca descubrió que había visto esos documentos infernales.
De ella se acordaba… más o menos: una amazona alta, ancha, fuerte, de rostro rubicundo. Un primo real le había asegurado que su hijo estaría seguro y feliz bajo la tutela del admirable Sr. Campbell que había enseñado a varias princesitas obedientes a ordenar mariposas y a disfrutar de Lord Ronald's Coronach. Había inmolado su vida, por así decirlo, en los altares portátiles de gran número de pasatiempos, desde el estudio de las polillas de los libros hasta la caza del oso, y podía recitar Macbethdel principio al fin durante un paseo a pie; pero le importaba un bledo la moral de sus pupilos, prefería las damas a los zagales y no se metía en las complejidades de la pederastía zemblana. Después de una estada de 10 años partió rumbo a alguna corte exótica en 1932, cuando nuestro príncipe, que tenía diecisiete años, había empezado a dividir su tiempo entre la Universidad y su regimiento. Fue el período más agradable de su vida: estudiar poesía -sobre todo poesía inglesa-, o asistir a desfiles militares, o ir a bailes de disfraz con muchachos-muchachas o muchachas-muchachos. Su madre murió repentinamente el 21 de julio de 1936, de una oscura enfermedad de la sangre que también había afectado a la madre de ella y a su abuela. Se sentía mucho mejor el día antes, y Charles Xavier había ido a un baile de toda la noche, en el llamado Domo Ducal de Grindelwod, en esa oportunidad una reunión heterosexual formal, más bien refrescante después de algunos entretenimientos previos. A eso de las cuatro de la mañana, cuando el sol inflamaba las crestas de los árboles y el Monte Falk, convertido en un cono rosado, el Rey detuvo su poderoso coche ante una de las puertas del palacio. El aire era tan delicado, la luz tan lírica, que junto con los tres amigos que le acompañaban decidió hacer a pie, a través del bosquecillo de tilo, la distancia que faltaba hasta el Pabellón Pavoniano donde se alojaban los huéspedes. El Príncipe y Otar, un amigo platónico, iban de frac, pero habían perdido los sombreros de copa con el viento de la carretera. Algo extraño sorprendió a los cuatro cuando llegaron bajo los tilos jóvenes, en el minucioso paisaje de escarpas y contraescarpas subrayadas por sombras y contrasombras. Otar, un gentilhombre agradable y culto con una tremenda nariz y pelo ralo, iba acompañado de sus dos amantes, Fifalda, de dieciocho años (con quien se casó después) y Fleur, de diecisiete (a quien encontraremos en otras dos notas), hijas de la Condesa de Fyler, la dama de compañía favorita de la Reina. Uno se detiene involuntariamente en esa imagen como cuando se encuentra en un punto privilegiado del tiempo y sabe retrospectivamente que en un instante la propia vida sufrirá un cambio total. De modo que allí estaba Otar, mirando con aire desconcertado las distantes ventanas de los aposentos de la Reina, y estaban las dos muchachas, una junto a otra, con sus piernas delgadas, sus chales resplandecientes, sus rosadas narices de gatitas, sus ojos verdes y pesados de sueño, sus pendientes que atrapaban y devolvían el fulgor del sol. Había alrededor unas cuantas personas, como las había siempre, a cualquier hora, junto a esa puerta delante de la cual pasaba un camino que desembocaba en la autorruta del este. Una campesina con un bollo que ella misma había horneado, sin duda la madre del centinela que aún no había venido a relevar al joven nattdett(hijo de la noche), moreno y sin afeitar, a su lúgubre garita, estaba sentada en un guardacantón mirando con femenina fascinación las bujías que se desplazaban como luciérnagas de una ventana a la otra; dos obreros, de pie junto a sus bicicletas, observaban también esas extrañas luces, y un borracho con bigote de foca titubeaba tanteando los troncos de los tilos. Uno repara en esos detalles secundarios en los momentos en que el ritmo de la vida decrece. El Rey observó que un poco de barro colorado manchaba los hierros de las dos bicicletas y que sus ruedas delanteras, paralelas la una a la otra, apuntaban a ia misma dirección. De pronto por un sendero empinado, entre los arbustos de lilas -un atajo desde los aposentos de la Reina-, la Condesa bajó corriendo y tropezando en el borde de su bata acolchada, y en el mismo momento, desde el otro lado del palacio, los seis consejeros, vestidos con sus trajes de ceremonia y llevando como plum cakeslas réplicas de las diversas insignias reales, empezaron a bajar los peldaños de piedra, con majestuosa prisa, pero ella les ganó por un cuerpo y nos escupió las noticias. El borracho empezó a cantar una balada obscena acerca de "Karlie-Garlie" y se cayó en el foso de la demi-lune. No es fácil describir claramente en breves notas sobre un poema las diversas entradas a un castillo fortificado y por eso, consciente de este problema, preparé para John Shade, en algún momento de junio, mientras le refería los acontecimientos brevemente esbozados en algunos de mis comentarios (véase la nota al verso 130, por ejemplo), un plan trazado con bastante elegancia de los aposentos, las terrazas, los bastiones y los jardines de recreo del Palacio de Onhava. A menos que haya sido destruido o robado, ese cuidadoso dibujo en tintas de colores, hecho sobre un gran pedazo de cartón (treinta pulgadas por veinte) podría estar aún donde lo vi por última vez a mediados de julio, sobre la tapa del gran baúl negro, frente a la vieja máquina de planchar, en un nicho del pequeño corredor que lleva a la habitación llamada frutería. Si no estuviera allí, se podría buscar en el estudio del piso alto. He escrito acerca de esto a la Sra. Shade, pero no contesta a mis cartas. En caso de que todavía exista, le ruego, sin levantar la voz y muy humildemente, tan humildemente como el último de los subditos del Rey puede solicitar la inmediata restitución de sus derechos (el plan es mío y está claramente firmado con una corona negra de rey de ajedrez después de "Kinbote"), que, bien embalado, indicando no doblaren el sobre y por correo certificado, lo envíe a mi editor para que lo reproduzca en ediciones posteriores de esta obra. La poca energía que me quedaba ha ido disminuyendo últimamente y estas torturadoras jaquecas me impiden ahora hacer el metódico esfuerzo visual que exigiría el trazado de otro plan parecido. El baúl negro está encima de otro marrón o pardusco todavía más grande y creo que cerca hay un zorro o un coyote embalsamado, en su rincón oscuro.