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Palido Fuego

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Palido Fuego
Название: Palido Fuego
Дата добавления: 15 январь 2020
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Palido Fuego - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson

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uva moscatel,

parece una mariposa anticuada,

mal abierta.

Cuando se construyó la nueva iglesia episcopal de New Wye (véase nota al verso 549), los bulldozers respetaron un semicírculo de esos árboles sagrados plantados por un paisajista de genio (Repburg) al final de la llamada Avenida Shakespeare, en el campus. No sé si la cuestión es pertinente o no, pero en el segundo verso, juega el gato con el ratón y "árbol" es gradosen zemblano.

Verso 37: el fantasma del columpio de mi hijita

Después de este verso, Shade tachó ligeramente en el borrador los siguientes:

La luz es buena; las lámparas de lectura de largo cuello;

todas las puertas tienen llave. Tu moderno arquitecto

está en connivencia con los psicoanalistas:

al planear el dormitorio de los padres, insiste

en las puertas sin cerradura para que, al mirar hacia atrás,

el futuro paciente del futuro charlatán,

pueda encontrar, toda preparada para él, la Escena Primaria.

Verso 61: el enorme sujetapapeles de la televisión

En la noticia necrológica, por lo demás hueca y bastante necia, mencionada en mis notas a los versos 71-72, se cita un poema manuscrito (enviado por Sybil Shade) del que se dice que fue "compuesto por nuestro poeta al parecer a fines de junio, es decir, menos de un mes antes de la muerte de nuestro poeta, siendo por lo tanto el último poema breve que nuestro poeta escribió".

Es este:

EL COLUMPIO

El sol poniente que ilumina las puntas

de los gigantescos sujetapapeles de la TV

sobre el tejado;

la sombra del puño del pestillo que

al ponerse el sol es un bate de béisbol

en la puerta;

el cardenal que gusta de posarse

y hacer chip-wit, chip-wit, chip-wit

en el árbol;

el columpio vacío que se mece

debajo del árbol: estas son las cosas

que me traspasan el corazón.

Dejo al lector de mipoeta el cuidado de decidir si es probable que hubiera escrito esto sólo unos pocos días antes de repetir sus temas en miniatura en esta parte del poema. Sospecho que se trata de una tentativa muy anterior (el año no figura, pero debería fecharse poco después de la muerte de su hija) que Shade desenterró de entre sus viejos papeles para ver si podía utilizarla para Pálido fuego(el poema que nuestro necrólogo no conoce).

Verso 62: tantas veces

Tantas veces, casi todas las noches, durante la primavera de 1959, he temido por mi vida. La soledad es el campo de juego de Satanás. No puedo describir los abismos de mi soledad y de mi aflicción. Estaba, naturalmente, mi famoso vecino del otro lado del camino, y durante un tiempo tuve un joven y disipado inquilino (que por lo general volvía a casa después de medianoche). Sin embargo, deseo insistir en ese duro y frío núcleo de soledad que no es bueno para un alma desplazada. Todo el mundo sabe cuán dados al regicidio son los zemblanos: dos reinas, tres reyes y catorce pretendientes murieron de muerte violenta, estrangulados, apuñalados, envenenados y ahogados en el curso de un solo siglo (1700-1800). El castillo de Goldsworth se volvía particularmente solitario después de ese punto en que la bruma empieza a parecerse tanto al crepúsculo de la mente. Roces furtivos, el ruido de pasos de las hojas del año anterior, un perro que recorría los recipientes de desperdicios, todo me evocaba a un merodeador sediento de sangre. Yo iba de una ventana a otra, con el gorro de dormir de seda empapado en sudor, el pecho desnudo como un estanque durante el deshielo, y a veces, armado con el fusil de caza del juez, me atrevía a afrontar los terrores de la terraza. Supongo que entonces, durante aquellas noches primaverales de mascarada en que el rumor de la nueva vida en los árboles remedaba cruelmente el crujido de la vieja muerte en mi cerebro, supongo que entonces, en esas noches terribles, me acostumbré a consultar las ventanas de la casa de mi vecino en la esperanza de hallar una luz de consuelo (véanse las notas a los versos 47-48). ¡Qué no hubiera dado yo por que el poeta tuviese otra crisis cardíaca (véase verso 691 y nota) de modo que me llamaran a la casa, todas las ventanas iluminadas, en medio de la noche, en un grande y cálido estallido de simpatía, de café, de llamadas telefónicas, de recetas de hierbas medicinales zemblanas (¡hacen milagros!) y un Shade resucitado llorando en mis brazos! ("Bueno, bueno, John"). Pero aquellas noches de marzo la casa estaba negra como la tumba. Y cuando el agotamiento físico y el frío sepulcral me llevaban finalmente a mi solitaria cama camera, en el piso alto, yacía despierto y jadeando como si sólo ahora viviera conscientemente aquellas peligrosas noches de mi país donde en cualquier momento una banda de revolucionarios excitados podía entrar y arrastrarme a un muro iluminado por la luna. El ruido de un auto veloz o de un camión gemebundo me llegaban como una extraña mezcla: alivio de una vida amiga y sombra aterradora de la muerte; ¿la sombra se detendría a mi puerta? ¿Venían por mí esos matones espectrales? ¿Me despacharían en seguida, o llevarían clandestinamente de vuelta a Zembla al erudito anestesiado, Rodnaya Zembla, para enfrentarlo con una jarra enceguecedora y una hilera de jueces exultantes en sus sillones inquisitoriales?

A veces yo pensaba que sólo la autodestrucción podía darme la esperanza de escapar al implacable avance de los asesinos que estaban en mí, en mis tímpanos, en mi pulso, en mi cráneo, más que en esa interminable autorruta que subía y rodeaba mi corazón con sus caracoles en el momento en que dormitaba sólo para que mi sueño se hiciera añicos por obra de ese borracho, imposible, inolvidable Bob que volvía a lo que había sido el lecho de Cándida o de Dee. Como mencioné brevemente en el prólogo, por fin lo eché, después de lo cual, durante varias noches, ni el vino, ni la música, ni la plegaria pudieron apaciguar mis temores. Por otra parte esos tiernos días primaverales eran muy tolerables, mis clases gustaban a todo el mundo y yo me obligué a asistir a todas las reuniones sociales que se me presentaban. Pero después de la alegre velada volvían otra vez el acercamiento insidioso, el movimiento oblicuo y rastrero, ese furtivo arrastrarse y esa pausa, y de nuevo la crepitación.

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