Palido Fuego

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Palido Fuego
Название: Palido Fuego
Дата добавления: 15 январь 2020
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Palido Fuego - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson

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Lun., mier., vier.: Hígado

Mar., juev., sáb.: Pescado

Dom.: Carne picada

(Todo lo que consiguió de mí fue leche y sardinas; era una criaturita agradable pero al cabo de un rato sus movimientos empezaron a atacarme los nervios y lo confié a la Sra. Finley, la asistenta). Pero la más divertida de las notas fue quizá la relativa a la manipulación de las cortinas de las ventanas que había que correr de diferentes maneras y a distintas horas para impedir que el sol llegara al tapizado de los muebles. Había una descripción de la posición del sol, diaria y estacional, con respecto a las diversas ventanas y de haber tenido en cuenta todo eso, hubiera estado tan ocupado como un participante en una regata. No obstante, una nota al pie sugería generosamente que en lugar de manejar las cortinas, quizá prefiriera correr los muebles más preciosos para que no quedaran expuestos al sol (dos sillones bordados y una pesada "consola real"), devolviéndolos luego a su sitio, pero que debía hacerlo con cuidado para no rayar las molduras de las paredes. Me es imposible, ay, reproducir el meticuloso horario de esas transposiciones, pero creo recordar que debía enrocar haciendo el gran desvío a la izquierda antes de acostarme, y el pequeño a la derecha apenas me levantaba. Mi querido Shade se moría de risa cuando le hice dar una vuelta de inspección y encontró él mismo alguno de esos huevos de Pascua. Gracias a Dios, su robusta hilaridad disipó la atmósfera de damnum infectumen la que se suponía que yo debía vivir. Por su parte, me regaló con varias anécdotas relacionadas con el ingenio cáustico y los manierismos tribunalicios del juez; la mayoría de esas anécdotas eran sin duda exageraciones folklóricas, algunas evidentemente inventadas y todas inofensivas. No aludió -mi amable y viejo amigo nunca lo hacía- a las ridículas historias acerca de las sombras aterradoras que la toga del juez Goldsworth proyectaba sobre el mundo del hampa, o acerca de esta o aquella bestia enterrada en la cárcel y muriéndose positivamente de raghdirst(sed de venganza) -groseras trivialidades difundidas por seres viles y sin corazón-, obra de todos aquellos para quienes lo novelesco, lo remoto, los cielos escarlata forrados de piel de lutre, las dunas anochecidas de un reino fabuloso simplemente no existen. Pero basta. Volvámonos hacia las ventanas del poeta. No tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus críticussin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela.

Hoy me sería imposible describir la casa de Shade en términos arquitectónicos o en otros que no sean los vistazos furtivos, los atisbos y las oportunidades limitadas por las ventanas. Como dije antes (véase Prólogo), la llegada del verano planteaba un problema de óptica: el follaje usurpador no siempre estaba de acuerdo conmigo: confundía un monóculo verde con un obturador opaco, y la idea de protección con la de obstrucción. Entretanto (el 3 de julio según mi agenda) supe -no por John sino por Sybil- que mi amigo había empezado a trabajar en un largo poema. Como hacía un par de días que no lo veía, me aprestaba a llevarle algunos folletos de su buzón de correspondencia situado en el camino, contiguo al de Goldsworth (que yo solía ignorar, atiborrado como estaba de volantes, propaganda local, catálogos comerciales y esa clase de porquerías), cuando me topé con Sybil a quien un arbusto había ocultado de mi ojo de águila. Con sombrero de paja y guantes de jardinería, estaba en cuclillas delante de un cantero de flores podando o atando algo, y sus estrechos pantalones castaños me recordaron los calzones mandolina (como yo los llamaba en broma) que solía usar mi mujer. Me dijo que no molestara a Shade con esas propagandas y añadió el dato de que acababa de "empezar un poema realmente grande". Sentí que la sangre me subía a la cara y murmuré algo acerca de que aún no me había mostrado nada, y ella se incorporó y se retiró el pelo entrecano de la frente y me miró fijo y dijo: "¿Qué quiere decir con eso de no mostrar nada? Nunca muestra nada sin terminar. Nunca, nunca. Ni siquiera lo comenta mientras no está totalmente terminado totalmente". Yo no podía creerlo, pero pronto descubrí hablando con mi amigo, extrañamente reticente, que había sido bien aleccionado. Cuando traté de sondearlo por medio de bromas joviales, como: "la gente que vive en casa de vidrio no debería escribir poemas", se limitó a bostezar y a sacudir la cabeza y replicó que "los extranjeros deberían evitar los viejos dichos". Sin embargo, el apremio por descubrir lo que él hacía con todo el material viviente, fascinante, palpitante, resplandeciente que yo le había prodigado, el deseo agudo de verlo en el trabajo (aunque el fruto de ese trabajo me fuera negado) resultaron absolutamente angustiosos e incontrolables y me hicieron incurrir en una orgía de espionaje que ninguna consideración de orgullo podía detener.

Las ventanas, como es bien sabido, han sido el consuelo de la literatura en primera persona a través de las edades. Pero este observador nunca ha podido emular en materia de pura suerte al Héroe de nuestro tiempoen eso de escuchar detrás de las puertas, ni al omnipresente del Tiempo perdido. Pero de vez en cuando me fueron acordadas unas migajas de buena caza. Cuando mi puerta ventana dejó de funcionar debido al crecimiento exuberante de un olmo, descubrí, al final de la galería, un rincón cubierto de hiedra desde el cual tenía una vista bastante amplia de la fachada de la casa del poeta. Si quería ver el lado sur podía bajar a la parte trasera de mi garaje y mirar, desde detrás de un tulipero más allá del camino sinuoso que flanqueaba la colina, varias preciosas ventanas iluminadas, porque él nunca bajaba los visillos (lo hacía ella). Si deseaba ver el lado opuesto, todo lo que tenía que hacer era subir la pendiente hasta el punto más alto de mi jardín donde los enebros de mi guardia de corps vigilaban las estrellas, y los presagios, y la mancha de luz pálida bajo el farol solitario del camino de abajo. Al comienzo de la estación aquí evocada, yo había superado los temores muy especiales y muy privados de los que se habla en otra parte (véase nota al verso 62) y más bien me complacía en seguir en la oscuridad una prolongación de mi terreno al este, llena de malas hierbas y pedregosa, terminada en un bosquecito de acacias a un nivel un poco más alto que el lado norte de la casa del poeta.

Una vez, hace tres decenios, en mi tierna y terrible infancia, tuve la oportunidad de ver a un hombre en el acto de ponerse en contacto con Dios. Yo había vagabundeado por el llamado Patio de las Rosas, detrás de la Capilla Ducal, en mi Onhava natal, durante un intervalo en el ensayo de los himnos. Mientras deambulaba por allí, levantando y refrescando alternadamente mis pantorrillas desnudas contra una pulida columna, escuchaba las agradables voces distantes mezcladas en discreta alegría pueril y a las que una casual animosidad, un disgusto por celos con cierto muchacho, me impedía unirme. Un ruido de pasos rápidos me hizo alzar los ojos malhumorados del mosaico sectil del patio: rosas realistas recortadas en piedra roja y espinas grandes, casi palpables, talladas en mármol verde. Una sombra negra caminó por esas rosas y esas espinas: un joven pastor alto, pálido, de nariz larga y pelo negro, a quien yo había visto una o dos veces en los alrededores, salió a largos pasos de la sacristía y sin verme se detuvo en medio del patio. Un disgusto culpable torcía sus labios delgados. Usaba lentes. Sus ruanos apretadas parecían agarrar los invisibles barrotes de una prisión. Pero no hay límite para la gracia que un hombre puede recibir. De pronto su apariencia se transformó en la del éxtasis y la veneración. Yo nunca había visto hasta entonces semejante llamarada de beatitud, pero percibiría algo de ese esplendor, de esa energía espiritual y de esa visión divina, ahora, en otro país, reflejado en el rostro rudo y feo del viejo John Shade. ¡Qué contento estaba de que la vigilancia ejercida durante toda la primavera me hubiera permitido observarlo en su milagrosa tarea de mediados del verano! Había aprendido exactamente cuándo y dónde encontrar los mejores lugares de observación desde los cuales podría seguir los contornos de su inspiración. Mis binóculos iban a buscarlo y lo enfocaban desde lejos en los diversos lugares de su labor: de noche, en el resplandor violeta de su estudio, en el piso alto, donde un espejo benévolo reflejaba para mí sus hombros encorvados y el lápiz con el que se hurgaba constantemente la oreja (inspeccionando de vez en cuando la mina, e incluso chupándola); durante la mañana, escondido entre las sombras quebradas de su estudio del primer piso donde un vasito de alcohol viajaba silenciosamente desde el fichero hasta el atril y desde el atril hasta el anaquel de libros, para ocultarse allí en caso necesario detrás de un busto del Dante; los días calurosos, entre las plantas trepadoras de una pequeña galería en forma de glorieta, a través de cuyas guirnaldas yo entreveía un pedazo de hule donde descansaba el codo de Shade, y su puño regordete de querubín sosteniendo y frotando la sien. Variaciones de perspectiva y de luz, la interferencia del maderamen o de las hojas, me impedían habitualmente una visión clara de su rostro; y quizá la naturaleza lo disponía todo de manera de ocultar a un posible depredador los misterios de la creación; pero a veces cuando el poeta iba y venía por el césped, o se sentaba un momento en el banco del fondo, o se detenía debajo de su nogal favorito, yo podía discernir la expresión de apasionado interés, éxtasis y veneración con que seguía las imágenes que se expresaban con palabras en su espíritu, y yo sabía que por mucho que mi agnóstico amigo lo negara, en ese momento Nuestro Señor estaba con él.

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