Palido Fuego
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Esto me recuerda el grotesco relato que le hizo al Sr. Langton del estado lamentable de un joven de buena familia. "Se?or, lo ?ltimo que he sabido de ?l es que andaba por la ciudad matando gatos a tiros". Y entonces, en una especie de dulce fantaseo, pens? en su gato favorito y dijo: "Pero a Hodge no lo matar?n, a Hodge no lo matar?n". James Boswell, Vida de Samuel Johnson
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Verso 27: Sherlock Holmes
Detective privado aguileno, largirucho, más bien simpático, personaje principal de varios cuentos de Conan Doyle. No tengo en este momento manera de verificar a cuál de ellos se alude aquí, pero sospecho que nuestro poeta inventó simplemente el Caso de las Huellas Invertidas.
Versos 34-35: estiletes de una helada estalactita de hielo (frozen stillicide)
¡Con qué persistencia nuestro poeta evoca las imágenes del invierno en el comienzo de un poema que empezó a componer en una balsámica noche de verano! El mecanismo de las asociaciones es fácil de desmontar (vidrio lleva a cristal y cristal a hielo), pero detrás el instigador conserva el incógnito. Uno es demasiado modesto para suponer que el hecho de que el poeta y su futuro comentador se encontraran por primera vez un día de invierno invada en cierto modo la estación real. En el precioso verso que encabeza este comentario el lector debería reparar en la última palabra. Mi diccionario define stillicidecomo "una sucesión de gotas que caen del alero, carámbano, estalactita". Recuerdo que la encontré por primera vez en un poema de Thomas Hardy. La brillante helada ha eternizado la gota en el brillante carámbano. Deberíamos también reparar en la alusión de estilo de capa y espada que aparece en los "esbeltos estiletes" y la sombra del regicida en la rima en stillicide.
Versos 39-40: cerrar los ojos, etc.
En el borrador estos versos están representados por las variantes siguientes:
39:… y a sus casas se apresuraban a volver los ladrones,
40: el sol con hielo robado, la luna con hojas.
Es imposible no recordar un pasaje de Timón de Atenas(Acto IV, escena 3) en que el misántropo habla con los tres rateros. A falta de biblioteca en la desolada cabaña de madera en que vivo como Timón en su cueva, para hacer una rápida cita debo retraducir este pasaje de una versión poética en zemblano de Timónque se acercará lo suficiente, espero, al texto, o por lo menos será fiel a su espíritu:
El sol es un ladrón: atrae al mar
y le roba. La luna es una ladrona:
hurta su luz plateada al sol.
El mar es un ladrón: disuelve la luna.
Para una prudente apreciación de las traducciones de Shakespeare por Conmal, véase la nota al verso 962.
Versos 41-42: podía… distinguir
A fines de mayo yo alcanzaba a distinguir los contornos de algunas de mis imágenes en la forma que el genio de Shade podría darles; a mediados de junio estaba seguro al fin de que recrearía en un poema la deslumbrante Zembla que ardía en mi cabeza. Yo lo hipnotizaba con ella, lo saturaba de mi visión, le imponía, con la loca generosidad del borracho, todo lo que por mi parte era incapaz de poner en verso. Seguramente no sería fácil encontrar en la historia de la poesía un caso similar: el de dos hombres, diferentes por su origen, su educación, sus asociaciones de ideas, su tono espiritual y su modalidad intelectual, uno, erudito cosmopolita, el otro, poeta sedentario, unidos por un pacto secreto de este tipo. Al fin tuve la certeza de que mi Zembla había madurado en él, estallaba en rimas adecuadas, que estaba dispuesto a proyectar al menor roce. A cada momento lo apremiaba para que venciera su habitual pereza y empezara a escribir. Mi pequeña agenda de bolsillo contiene notas tales como: "Sugerí el metro decasílabo"; "volví a contar la evasión"; "le ofrecí un cuarto tranquilo en mi casa"; "discutí sobre grabaciones de mi voz para que las usara"; y finalmente, con fecha del 3 de julio: "¡poema empezado!"
Aunque comprendo demasiado, ay, que el resultado, en su pálida y diáfana fase final, no puede ser considerado como un eco directo de mi relato (del cual, de paso, sólo se dan algunos fragmentos en mis notas, sobre todo en las del Canto Primero), es difícil dudar de que el resplandor crepuscular de la historia haya actuado como agente catalítico en el proceso mismo de la sostenida efervescencia creadora que permitió a Shade producir un poema de mil versos en tres semanas. Además hay un aire de familia sintomático entre el colorido del poema y el de la historia. He releído, no sin placer, mis comentarios a sus versos y en muchos casos me he descubierto tomando en préstamo una especie de luz opalescente del astro inflamado de mi poeta, y remedando inconscientemente el estilo de la prosa de sus propios ensayos críticos. Pero su viuda y sus colegas pueden dejar de preocuparse y gozar plenamente del fruto de los consejos que hayan dado al bueno de mi poeta. Oh, sí, el texto definitivo del poema es enteramente suyo.
Si descontamos, como creo apropiado, tres alusiones casuales a la realeza (605, 822 y 894) y la "Zembla" a la manera de Pope en el verso 937, podemos concluir que el texto definitivo de Pálido Fuegoha sido deliberada y drásticamente limpiado de toda huella de los materiales que yo aporté; pero descubrimos también que a pesar del control ejercido sobre mi poeta por un censor doméstico y Dios sabe quién más, Shade dio refugio al fugitivo real en las bóvedas de las variantes que conservó pues en su borrador no menos de trece versos, magníficos versos cantantes (que doy en mis notas a los versos 70, 79 y 130, todos del Canto Primero, en el que el poeta evidentemente trabajó con mayor libertad creadora de la que gozó después), llevan el sello particular de mi tema, un menudo pero auténtico fantasma estelar de mis conversaciones sobre Zembla y su infortunado rey.
Versos 47-48: la casa de madera entre Goldsworth y Wordsmith
El primer nombre se refiere a la casa de Dulwich Road que le alquilé a Hugh Warren Goldsworth, autoridad en derecho romano y juez distinguido. Nunca tuve el gusto de encontrar a mi propietario pero llegué a conocer su letra tan bien como la de Shade. El segundo nombre se aplica, desde luego, a la Universidad Wordsmith. Mientras aparenta sugerir una situación intermedia entre esos dos lugares, nuestro poeta está menos preocupado por la exactitud espacial que por un ingenioso cambio de sílabas que evoca a los dos maestros del decasílabo pareado, entre los cuales abriga su propia musa. En realidad, la "casa de madera en su cuadrado de verde" estaba a cinco millas al oeste del campusde Wordsmith, pero sólo a unos cincuenta metros de mis ventanas del lado este.
En el prefacio de esta obra he tenido ocasión de decir algo de los encantos de mi casa. La encantadora, encantadoramente vaga señora (véase la nota al verso 691) que me la consiguió sin haberla visto, estaba llena de buenas intenciones, sin duda, especialmente porque esta casa era muy admirada en la vecindad por su "espaciosidad y gracia del viejo mundo". En realidad era una vieja casa triste, blanca y negra, en parte de madera, del tipo llamado wodnaggenen mi país, con gabletes esculpidos, ventanas salientes llenas de corrientes de aire y un pórtico de entrada presuntamente "seminoble", coronado por una horrible galería. El juez Goldsworth tenía una mujer y cuatro hijas. Las fotos de familia me acogieron en el vestíbulo y me persiguieron de cuarto en cuarto, y aunque estoy seguro de que Alphina (9 años), Betty (10), Cándida (12) y Dee (14) pronto dejarán de ser un horror de lindas y pequeñas escolares para transformarse en elegantes jóvenes y madres incomparables, debo confesar que sus retratos burlones me irritaron hasta tal punto que al fin los recogí uno por uno y los metí todos en un armario bajo la hilera patibularia de sus ropas de invierno cubiertas por fundas de celofán. En el escritorio encontré un gran retrato de los padres, con los sexos invertidos, pues la Sra. G. se parece a Malenkov, y el Sr. G. a una bruja con cabellera de Medusa, y lo sustituí por la reproducción de un Picasso de la primera época que me gusta mucho: un muchacho color tierra que lleva un caballo color lluvia. Pero no me preocupé mucho por los libros de la familia que estaban también desparramados en toda la casa: cuatro juegos diferentes de Enciclopedias para Niños y una, impávida, para adultos que subía de estante en estante a lo largo de una escalera para estallar en su apéndice en el desván. A juzgar por las novelas que había en el boudoirde la Sra. Goldsworth, sus intereses intelectuales eran muy amplios, pues iban del Ámbar al Zen. El jefe de esta familia alfabética tenía también una biblioteca, pero consistía sobre todo en obras de derecho y en un montón de legajos de títulos muy visibles. Todo lo que el profano podía encontrar de instructivo y entretenido era un álbum encuadernado en cuero marroquí donde el juez había pegado con amor las historias de la vida y las fotos de las gentes que había enviado a la cárcel o condenado a muerte: caras inolvidables de pillos imbéciles, últimos cigarrillos y últimas muecas, las manos de apariencia bastante común de un estrangulador, una mujer que se había hecho viuda por sus propios medios, los ojos juntos e implacables de un maníaco homicida (un poco parecido, lo admito, al finado Jacques d'Argus), un brillante parricida de siete años ("Ahora, hijito, queremos que nos cuentes…") y un viejo pederasta triste y regordete que había bajado de un tiro a su extorsionador. Lo que más me sorprendió es que fuera él, mi erudito propietario, y no su "patrona", quien dirigiese la casa. No sólo me había dejado un inventario detallado de todos esos objetos que se apiñan alrededor de un nuevo inquilino como un tropel de indígenas amenazadores, sino que se había tomado un trabajo prodigioso para escribir en pedacitos de papel recomendaciones, explicaciones, requerimientos y listas complementarias. Todo lo que toqué el día de mi llegada me proporcionó un ejemplo de goldsworthianismo. Abrí el botiquín del segundo cuarto de baño y se escapó un mensaje anunciándome que el depósito de las hojas de afeitar usadas estaba demasiado lleno para utilizarlo. Abrí la refrigeradora y me advirtió con un ladrido que "ninguna especialidad nacional con olor difícil de suprimir" debía ser guardada en ella. Abrí el cajón del escritorio y descubrí un catalogue raisonnéde su magro contenido, que incluía una colección de ceniceros, un cortapapel damasquinado (descripto como "una daga antigua traída de Oriente por el padre de la Sra. Goldsworth"), y una vieja agenda de bolsillo sin usar, que maduraba con optimismo a la espera de que volvieran las correspondencias de su calendario. Entre otras notas detalladas sujetas en un tablero especial en la despensa, tales como instrucciones sobre las cañerías, disertaciones sobre electricidad, discursos sobre cactos, etc., etc., encontré el régimen del gato negro que venía con la casa: