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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—Me he permitido molestarla, señora —empezó Perkhotine—, para hablarle de una persona a la que los dos conocemos. Me refiero a Dmitri Fiodorovitch Karamazov...

Apenas hubo pronunciado este nombre, el semblante de su interlocutora reflejó una viva indignación. La dama ahogó un grito y lo interrumpió, iracunda:

—¡No me hable de ese horrible sujeto! Sólo oír su nombre es un tormento para mí. ¿Cómo se ha atrevido usted a molestar a estas horas a una dama a la que no conoce para hablarle de un individuo que hace tres horas y aquí mismo ha intentado asesinarme, ha pateado el suelo furiosamente y se ha marchado dando voces? Le advierto, señor, que presentaré una denuncia contra usted. ¡Salga de aquí inmediatamente! Soy madre y...

—¿De modo que quería matarla a usted también?

—¿Acaso ha matado ya a alguien? —preguntó en el acto la dama.

—Concédame unos minutos de atención, señora, y se lo explicaré todo —repuso en tono firme Perkhotine—. Hoy, a las cinco de la tarde, el señor Karamazov me ha pedido prestados diez rublos, y sé positivamente que en aquel momento no tenía un solo copec. Y a las nueve ha vuelto a mi casa con un fajo de billetes en la mano. Debía de llevar dos mil o tres mil rublos. Tenía el aspecto de un loco. Sus manos y su cara estaban manchadas de sangre. Le pregunté de dónde había sacado tanto dinero, y me contestó que se lo había dado usted, que usted le había adelantado la suma de tres mil rublos para que se fuera a las minas de oro. Éstas fueron sus palabras.

El semblante de la señora de Khokhlakov expresó una emoción súbita.

—¡Dios mío! —exclamó enlazando las manos—. ¡No cabe duda de que ha matado a su padre! ¡Yo no le he dado ningún dinero! ¡Corra, corra! ¡No diga nada más! ¡Vaya a casa del viejo! ¡Salve su alma!

—Escuche, señora: ¿está usted segura de no haber entregado a Dmitri Fiodorovitch ningún dinero?

—¡Ninguno, ninguno! No se lo he querido dar al ver que él no apreciaba mis sentimientos. Se ha marchado hecho una furia. Se ha arrojado sobre mí; he tenido que retroceder. ¿Sabe usted lo que ha hecho? Se lo digo porque no quiero ocultarle nada. ¡Me ha escupido!... Pero no esté de pie. Siéntese... Perdóneme que... ¿O prefiere usted ir a intentar salvar al viejo de una muerte espantosa?

—Pero si ya lo han matado...

—Cierto, Dios mío. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué le parece a usted que hagamos?

Lo había obligado a sentarse y se había instalado frente a él. Piotr Ilitch le refirió brevemente los hechos de que había sido testigo; le habló de su reciente visita a Fenia y mencionó la mano de mortero. Estos detalles trastornaron a la dama, que profirió un grito y se cubrió los ojos con la mano.

—Sepa usted que he presentido todo esto. Tengo este don. Todos mis presentimientos se cumplen. ¡Cuántas veces he observado a ese hombre temible pensando: «Terminará por matarme»! Y al fin se han cumplido mis temores. Y si no me ha matado todavía como a su padre ha sido porque Dios se ha dignado protegerme. Además, la vergüenza lo ha frenado, pues yo le había colgado del cuello, aquí mismo, una medalla que pertenece a las reliquias de Santa Bárbara mártir... ¡Qué cerca estuve entonces de la muerte! Me acerqué a él para que me ofreciera su cuello. Mire usted, Piotr Ilitch (ha dicho usted que se llama así, ¿verdad?), yo no creo en los milagros; pero esa imagen..., ese prodigio evidente en mi favor, me ha impresionado y me inclina a renunciar a mi incredulidad... ¿Ha oído hablar del staretsZósimo?... ¡Ay, no sé dónde tengo la cabeza! Ese mal hombre me ha escupido aun llevando la medalla pendiente del cuello... Pero sólo me ha escupido, no me ha matado. Y luego ha echado a correr. ¿Qué hacemos? Dígame: ¿qué hacemos?

Piotr Ilitch se levantó y dijo que iba a contárselo todo al ispravnikpara que éste procediera como creyese conveniente.

—Lo conozco. Es una excelente persona. Vaya enseguida a verlo. ¡Qué inteligencia tiene usted, Piotr Ilitch! A mí no se me hubiera ocurrido nunca esa solución.

—Estoy en buenas relaciones con él, y esto es una ventaja —dijo Piotr Ilitch, visiblemente deseoso de librarse de aquella dama que hablaba por los codos y no le dejaba marcharse.

—Oiga, venga a contarme todo lo que averigüe: las pruebas que se obtengan, lo que puedan hacer al culpable... ¿Verdad que la pena de muerte no existe en nuestro país? No deje de venir aunque sea a las tres o las cuatro de la mañana... Diga que me despierten, que me zarandeen si es preciso... Pero no creo que haga falta, porque estaré levantada. ¿Y si fuera con usted?

—No, eso no. Pero si declarase por escrito que no ha entregado ningún dinero a Dmitri Fiodorovitch, esta declaración podría ser útil...

—¡Ahora mismo! —dijo la señora de Khokhlakov corriendo hacia su mesa de escribir—. Tiene usted un ingenio que me confunde. ¿Desempeña usted su cargo en nuestra ciudad? Me alegro de veras.

Sin dejar de hablar y a toda prisa había trazado unas líneas en gruesos caracteres.

Declaro que no he prestado jamás, ni hoy ni antes, tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch Karamazov. Lo juro por lo más sagrado.

KHOKHLAKOV.

—Mire; ya está —dijo volviendo al lado de Piotr Ilitch—. ¡Vaya, vaya a salvar su alma! Cumplirá usted una gran misión.

Hizo tres veces la señal de la cruz sobre él y lo condujo de nuevo al vestíbulo.

—¡Qué agradecida le estoy! ¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco que haya venido a verme antes que a nadie! Siento de veras que no nos hayamos conocido hasta hoy. De ahora en adelante le agradeceré que me visite. He comprobado con satisfacción que cumple usted sus obligaciones con una exactitud y una inteligencia extraordinarias. Por eso nadie puede dejar de comprenderlo, de estimarlo, y le aseguro que todo lo que yo pueda hacer por usted... ¡Oh! Adoro a la juventud, me tiene robada el alma... Los jóvenes son la esperanza de nuestra infortunada Rusia... ¡Vaya, corra!...

Piotr Ilitch se había marchado ya. De lo contrario, la señora de Khokhlakov no le habría dejado ir tan pronto.

Sin embargo, la viuda había producido a Piotr Ilitch excelente impresión, tan excelente, que incluso amortiguaba la contrariedad que le causaba haberse mezclado en un asunto tan complicado y desagradable. Todos sabemos que sobre gustos no hay nada escrito. «No es vieja ni muchísimo menos —se dijo—. Por el contrario, al verla, yo creí que era su hija.»

En cuanto a la señora de Khokhlakov, estaba en la gloria. «Un hombre tan joven, ¡y qué experiencia de la vida, qué formalidad!... Y, además, su finura, sus modales... Se dice que la juventud de hoy no sirve para nada. He aquí una prueba de que eso no es verdad.» Y seguía enumerando cualidades. Tanto, que llegó a olvidarse del espantoso acontecimiento. Ya acostada, recordó vagamente que había estado a punto de morir y murmuró: «¡Es horrible, horrible!...» Pero esto no le impidió dormirse profundamente.

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