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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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Miró fijamente al juez y al procurador.

—Lo hemos encontrado tendido en el suelo, en su despacho, con la cabeza abierta —repuso el procurador.

—¡Es horrible!

Mitia se estremeció, apoyó en la mesa los codos y se cubrió la cara con la mano derecha.

—Continuemos —dijo Nicolás Parthenovitch—. ¿Por qué motivo odiaba usted a su padre? Tengo entendido que usted ha dicho públicamente que la causa eran los celos.

—Los celos y algo más.

—¿Asunto de dinero?

—Sí, el dinero ha sido también un motivo.

—Creo que había en juego tres mil rublos de su herencia, que usted no recibió.

—¿Cómo tres mil? Mucho más. Seis mil..., diez mil tal vez... Lo he dicho a todo el mundo, lo he pregonado por todas partes. Pero estaba resuelto, para terminar de una vez, a conformarme con tres mil rublos. Los necesitaba a toda costa. Yo consideraba como cosa propia, como algo que me habían robado, que era mío y sólo mío, el sobre destinado a Gruchegnka y escondido bajo una almohada.

El procurador cambió con el juez una mirada significativa.

—Ya volveremos sobre este punto —dijo inmediatamente el juez—. Ahora permítame registrar que usted consideraba ese sobre como cosa propia.

—Escriban, señores, escriban. Comprendo que esto es un nuevo cargo contra mí, pero no siento ningún terror. Ya ven ustedes que empiezo por acusarme yo mismo; yo mismo, señores... Caballeros —añadió amargamente—, ustedes tienen de mí un concepto completamente equivocado. El hombre que está ante ustedes posee un corazón noble; ha cometido muchas villanías, pero ha conservado la nobleza en el fondo de su ser... No sé cómo explicarlo... La sed de nobleza me ha atormentado siempre. La buscaba con la linterna de Diógenes. Sin embargo, sólo he cometido villanías. Como todos nosotros... ¿Pero qué digo? Como todos no, pues yo soy único en mi género... Señores, me duele la cabeza... Todo cuanto había en ese hombre me parecía detestable. Me repugnaban su aspecto, su grosería, su jactancia, sus payasadas, su desprecio hacia todo lo sagrado, su ateísmo... Pero ahora está ya muerto y pienso de otro modo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Realmente, no es que haya cambiado de modo de pensar. Lo que ocurre es que lamento haberlo odiado tanto.

—¿Remordimiento?

—No, no es remordimiento. Esto no lo anoten. Yo mismo, señores, no me distingo ni por mi bondad ni por mi belleza. Por lo tanto, no tenía ningún derecho a considerarlo repugnante. Esto lo pueden anotar.

Después de hablar así, Mitia cayó en una profunda tristeza que fue en aumento a medida que el juez prolongó su interrogatorio. En esto, se produjo una escena inesperada. Aunque se habían llevado a Gruchegnka, la habían dejado en la habitación inmediata. La acompañaba Maximov, que, abatido y aterrado, se aferraba a ella como a una tabla de salvación. Uno de los testigos de la placa metálica guardaba la puerta. Gruchegnka lloraba. De pronto, incapaz de sobreponerse a su desesperación, gritó: «¡Qué desgracia, qué desgracia!», y corrió a la habitación inmediata, hacia su amado, tan repentinamente, que nadie pudo detenerla. Mitia la oyó, se estremeció y fue precipitadamente a su encuentro. Pero les impidieron que volvieran a reunirse. Cogieron a Mitia del brazo y éste empezó a debatirse tan furiosamente, que hubieron de acudir tres o cuatro hombres para sujetarlo. Se llevaron también a Gruchegnka y él vio como le tendía los brazos mientras la arrastraban. Terminado el incidente, Mitia se vio en el sitio donde antes estaba, enfrente del juez.

—¿Por qué la han de hacer sufrir? —exclamó—. Es inocente.

El procurador y el juez hicieron todo lo posible por calmarlo. Así transcurrieron diez minutos.

Mikhail Makarovitch, que había salido, volvió y dijo, emocionado:

—La han llevado abajo. ¿Me permiten ustedes, señores, decide dos palabras a este desgraciado? Desde luego, en presencia de ustedes.

—Puede hacerlo, Mikhail Makarovitch —repuso el juez—. No vemos en ello ningún inconveniente.

—Escuche, Dmitri Fiodorovitch, mi desgraciado amigo —dijo el buen hombre, cuyo semblante expresaba una compasión casi paternal—. Agrafena Alejandrovna está abajo, con las hijas de Trifón Borisytch. Maximov no se separa de ella. La he tranquilizado, le he hecho comprender que tenía usted que justificarse, que necesitaba estar sereno para no agravar la acusación que pesa sobre usted. ¿Comprende?... Ella se ha hecho cargo. Es inteligente y buena. A petición de ella vengo a tranquilizarlo. Conviene que diga a esa joven que usted no se inquieta por ella. Por lo tanto debe calmarse. He cometido una injusticia con Agrafena Alejandrovna. Es un alma tierna e inocente. ¿Puedo asegurarle, Dmitri Fiodorovitch, que no perderá usted la serenidad?

El buen hombre estaba conmovido por el pesar de Gruchegnka. Las lágrimas asomaban a sus ojos. Mitia se arrojó sobre él.

—¡Perdón, señores! Permítanme esta interrupción. ¡Es usted un aanto, Mikhail Makarovitch! Muchas gracias. Estaré tranquilo y contento. Tenga la bondad de decírselo. Hasta me voy a echar a reír tanta es mi alegría al saber que usted vela por ella. Pronto pondré fin a esto y, apenas quede libre, correré a su encuentro. Que tenga un poco de paciencia. Señores, les voy a abrir mi corazón. Vamos a terminar este asunto alegremente. Acabaremos por reír todos juntos. Caballeros, esa mujer es la reina de mi alma. ¡Oh, permítanme decirlo! Yo creo que todos ustedes son hombres de nobles sentimientos. Esa joven ilumina y ennoblece mi vida. Si ustedes supieran... Ya han oído ustedes lo que ha dicho: «¡Iré contigo a la muerte!» ¿Qué puedo haberle dado yo, que no tengo nada para que me ame así? ¿Soy digno yo, un ser tan vil, de que ella me adore hasta el punto de estar dispuesta a seguirme al presidio? Hace un momento se arrastraba a los pies de ustedes por mí, a pesar de su orgullo y de su inocencia. ¿Cómo no venerarla, cómo no comer hacia ella? Perdónenme, señores. Ahora me siento consolado.

Se desplomó en una silla y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Pero sus lágrimas eran de alegría. El viejo ispravnikestaba emocionado; los jueces, también. Advertían que el interrogatorio había entrado en una nueva fase. Cuando el ispravnikse hubo marchado, Mitia dijo alegremente:

—Bien, señores; ahora estoy enteramente a su disposición. Si no entramos en detalles, nos entenderemos enseguida. Repito que estoy a la disposición de ustedes. Pero es preciso que refine entre nosotros una confianza mutua. De lo contrario, no terminaríamos nunca. Lo digo por ustedes. A los hechos, señores, a los hechos. Y, sobre todo, no hurguen en mi alma, no me torturen con bagatelas. Limítense a lo esencial, y les aseguro que quedarán satisfechos de mis respuestas. ¡Al diablo los detalles!

Así habló Mitia. Acto seguido, se reanudó el interrogatorio.

CAPÍTULO IV

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