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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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Y se dejó caer en una silla.

—¿De modo que comprendes? —exclamó el ispravnikacercándose a Mitia. Fuera de sí, enrojecido el semblante, temblando de cólera, añadió—: ¡Parricida, monstruo! ¡La sangre de tu anciano padre clama contra ti!

—Pero eso es imposible —dijo el petimetre—. ¡Jamás habría esperado, Mikhail Makarovitch, que fuera usted capaz de proceder de este modo!

—¡Esto es el delirio, señores, el delirio! —continuó el ispravnik—. Miradlo: ebrio y manchado de la sangre de su padre, pasa la noche con una mujer alegre. ¡Esto es el delirio!

—Le ruego encarecidamente, mi querido Mikhail Makarovitch —dijo el hombrecillo «tuberculoso»—, que ponga freno a sus sentimientos. De lo contrario, me veré obligado a...

Interrumpiéndole, el joven juez de instrucción dijo con acento firme y grave:

—Señor teniente de la reserva Karamazov, debo advertirle que está usted acusado de ser el autor del asesinato de Fiodor Pavlovitch, cometido esta noche.

Dijo algo más. El suplente habló también. Pero Mitia no los comprendió: los miró a todos con una expresión de extravío.

LIBRO IX

LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA

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CAPÍTULO PRIMERO

Los comienzos del funcionario Perkhotine

Piotr Ilitch Perkhotine, a quien dejamos golpeando con todas sus fuerzas la puerta principal de la casa Mozorov, acabó, como es lógico, por conseguir que le abriesen. Al oír semejante alboroto, Fenia, todavía horrorizada, estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Aunque había visto a Dmitri Fiodorovitch emprender el viaje, creyó que era él, que había vuelto, por juzgar que sólo un hombre como Mitia podía llamar de un modo tan insolente. Fenia corrió a ver al portero, al que el estrépito había despertado, y le suplicó que no abriese. Pero el portero, al oír el nombre del visitante y saber que deseaba hablar con Fedosia Marcovna de un asunto importante, decidió dejarlo pasar.

Piotr Ilitch empezó a interrogar a la joven y obtuvo enseguida el dato más importante: al salir en busca de Gruchegnka, Dmitri Fiodorovitch se había llevado una mano de mortero, y había vuelto con las manos vacías y manchadas de sangre.

—La sangre goteaba —dijo Fenia, recordando, en medio de su turbación, este horripilante detalle.

Piotr Ilitch había visto las manos ensangrentadas de Mitia y le había ayudado a lavárselas. A Piotr Ilitch no le importaba saber si se le habían secado rápidamente; lo importante para él era averiguar si Dmitri Fiodorovitch había ido a casa de su padre con la mano de mortero. Piotr Ilitch insistió sobre este punto, y aunque no logró obtener aclaraciones precisas, quedó casi convencido de que Dmitri Fiodorovitch había visitado la casa paterna y, por consiguiente, de que algo debía de haber pasado en ella.

Fenia añadió:

—Cuando volvió, yo se lo conté todo y le pregunté: «¿Por qué tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri Fiodorovitch?» Él me respondió que la sangre era humana, que acababa de matar a una persona, y se fue corriendo como un loco. Yo pensé: «¿Adónde irá?» Y me respondí que sin duda se dirigiría a Makroie para matar a la señorita. Entonces salí corriendo en su busca para suplicarle que la perdonara. Al pasar ante la casa de los Plotnikov lo vi. Estaba preparado para partir y tenía las manos limpias...

La abuela confirmó el relato de la nieta. Piotr Ilitch salió de la casa todavía más confundido que cuando había entrado.

Lo más lógico era dirigirse inmediatamente a casa de Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido algo, y luego, sabiendo ya a qué atenerse, ir a visitar al ispravnik. Piotr Ilitch estaba decidido a proceder de este modo. Pero la noche era oscura, y la puerta de la casa, gruesa y maciza. No conocía apenas a Fiodor Pavlovitch. Si, a fuerza de dar golpes, conseguía que le abriesen y resultaba que no había ocurrido nada anormal, al día siguiente el malicioso Fiodor Pavlovitch iría contando por toda la ciudad —como quien cuenta una anécdota graciosa— que, a medianoche, el funcionario Perkhotine, al que no conocía, había llamado a su puerta para averiguar si lo habían matado. Sería un escándalo, y no había nada en el mundo que Piotr Ilitch detestara tanto como los escándalos. Sin embargo, los sentimientos que lo dominaban eran tan imperiosos, que, después de haber golpeado el suelo con la planta del pie para desahogar su cólera y de haberse insultado a sí mismo, se lanzó en otra dirección, hacia la casa de la señora de Khokhlakov. Si ésta, respondiendo a sus preguntas, decía que no había entregado tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch a hora tan intempestiva, él, Perkhotine iría a ver al ispravniksin pasar por la casa de Fiodor Pavlovitch. De lo contrario, lo dejaría todo para el día siguiente y se volvería a casa. Salta a la vista que la resolución del joven funcionario de presentarse a las once de la noche en casa de una mujer mundana a la que conocía, haciéndola, tal vez, levantar de la cama, para interrogarla sobre un asunto tan singular, podía motivar un escándalo semejante al que trataba de eludir. Pero es frecuente que las personas más flemáticas adopten en tales casos resoluciones parecidas. No obstante, en aquel momento, Piotr Ilitch no se parecía en nada a un hombre flemático. Recordó durante toda su vida que la turbación insoportable que se había apoderado de él llegó a tener carácter de verdadero suplicio y lo llevó a obrar contra su voluntad. Por el camino no cesó de hacerse reproches por el estúpido paso que iba a dar. «¡Pero iré hasta el fin!», se dijo una y otra vez, rechinando los dientes. Y cumplió su palabra.

Estaban dando las once cuando llegó a casa de la señora de Khokhlakov. Le fue fácil entrar en el patio, pero el portero no pudo decirle con certeza si la señora estaba ya acostada, aunque era su costumbre estarlo a aquella hora.

—Hágase anunciar, y ya verá si lo recibe o no.

Piotr Ilitch subió al piso, y entonces empezaron las dificultades. El criado no quería anunciarlo. Acabó por llamar a la doncella. Cortés pero firmemente, Piotr Ilitch rogó a la joven que dijera a su señora que el funcionario Perkhotine deseaba hablarle de un asunto importantísimo, tan importante, que justificaba que se permitiera molestarla a aquellas horas.

—Anúncieme en estos términos —concluyó.

Esperó en el vestíbulo. La señora de Khokhlakov estaba ya en su dormitorio. La visita de Mitia la había trastornado, y presentía una noche de jaqueca, como solía ocurrirle en casos semejantes. Se opuso, irritada, a recibir al joven funcionario, aunque la llegada de aquel desconocido despertaba su curiosidad femenina. Pero Piotr Ilitch se obstinó como un mulo. Al recibir la negativa, insistió imperiosamente, solicitando que se dijera a la señora, palabra por palabra, «que el asunto podía calificarse de grave y que era muy posible que la señora se arrepintiera de no haberle recibido». La doncella lo miró, asombrada, y fue a dar el recado. La señora de Khokhlakov se quedó estupefacta, reflexionó un momento y preguntó qué aspecto tenía el visitante. Así se enteró de que «era un hombre de buena presencia, joven y muy fino». Digamos de paso que Piotr Ilitch no carecía de belleza varonil y que él lo sabía. La señora de Khokhlakov se decidió a dejarse ver. Iba en bata y zapatillas y se había echado un pañuelo negro sobre los hombros. Se rogó al funcionario que pasara al salón. Apareció la señora. Miró al visitante con expresión interrogadora y, sin hacerlo sentar, le invitó a que dijera lo que tenía que decir.

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