Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—¡Hala, María! ¡Si no, pobre de ti!
Los dos osos rodaron por el suelo, adoptando posturas indecentes, entre las risas del grosero público.
—¡Que se diviertan, que se diviertan! —dijo Gruchegnka sentenciosamente y en una especie de éxtasis—. Es su día. ¿Por qué no se han de divertir?
Kalganov dirigió al coro una mirada de desagrado.
—¡Qué bajas son las costumbres populares! —dijo apartándose de la puerta.
Le llamó sobre todo la atención una canción «nueva», que tenía un estribillo alegre.
Un señor que iba de viaje pregunta a las chicas:
—El señor preguntó a las muchachas:
Me queréis, me queréis, jovencitas?
Éstas consideran que no lo pueden querer.
—El señor me azotará.
Yo no lo puedo amar.
Después aparece un cíngaro, que no tiene más éxito.
El cíngaro robará.
Y yo me hartaré de llorar.
Desfilan otros personajes, haciendo la misma pregunta. Incluso un soldado, que es rechazado con desprecio.
—El soldado llevará el saco.
Y yo, detrás de él...
Seguía a esto un verso soez, cantado con impúdica franqueza, que hizo furor en el auditorio. Finalmente aparece el comerciante.
—El mercader pregunta a las muchachas:
¿Me queréis, me queréis, jovencitas?
Y ellas dicen que lo adoran, porque
—El mercader traficará.
Y yo seré el ama.
Kalganov no disimuló su enojo:
—Es una canción reciente. ¿Quién demonios la habrá enseñado a esas chicas? Sólo falta en ella un judío o un contratista de ferrocarriles. Los dos habrían ganado a todos los demás.
Francamente contrariado, manifestó su aversión, se echó en el canapé y quedó dormido. Su bello rostro, un poco pálido, reposaba en un cojín.
—Mira, Mitia, qué guapo es —dijo Gruchegnka—. Le he pasado la mano por el cabello. Parece lino...
Se inclinó hacia Kalganov en un impulso de ternura y lo besó en la frente. Kalganov abrió enseguida los ojos, la miró, se levantó y preguntó, preocupado:
—¿Dónde está Maximov?
—¡Lo echa de menos! —dijo Gruchegnka entre risas—. Quédate un poco conmigo. Mitia irá a buscar a tu Maximov.
Maximov sólo se separaba de las muchachas del coro para ir a beberse una copa. Se había tomado dos tazas de chocolate. Se presentó con la nariz enrojecida, los ojos húmedos, la mirada dulce, y dijo que iba a bailar la danza de los zuecos.
—En mi infancia me enseñaron esos bailes mundanos.
—Vete con él, Mitia. Yo os veré bailar desde aquí.
—Yo voy con ellos para verlos de cerca —dijo Kalganov, rechazando ingenuamente la invitación de Gruchegnka a que se quedara a su lado.
Todos pasaron a la estancia contigua. Maximov bailó, como había prometido, pero con escaso éxito. Sólo Mitia le aplaudió. La danza consistió en una serie de saltos, con abundantes contorsiones y levantando los pies hasta enseñar las suelas, en las que daba una palmada a cada salto. A Kalganov no le gustó el baile. Mitia, en cambio, abrazó al bailarín.
—Gracias por tu exhibición. Debes de estar fatigado. ¿Quieres alguna golosina? ¿Prefieres un cigarro?
—Un cigarrillo.
—¿Y nada de beber?
—Ya he bebido licores. ¿Hay bombones?
—Encontrarás un montón en la mesa. Y de los mejores, querido.
—Prefiero los de vainilla. Ya sabes que los viejos... ¡Ji, ji!
—De ésos no hay, hermano.
—Oye —dijo el viejo acercando su boca al oído de Mitia—: quisiera conocer a esa joven llamada María... ¡Ji, ji!... Si fueras tan amable que...
—¿Habrase visto?... ¿Hablas en serio, amigo?
—No creo que haya en ello ningún mal para nadie —murmuró tímidamente Maximov.
—De acuerdo. Aquí todos nos conformamos con el canto y el baile; pero el corazón te manda otra cosa... Entre tanto, recréate, diviértete, bebe... ¿Necesitas dinero?
—Tal vez luego... —murmuró Maximov con una sonrisita.
—Está bien.
A Mitia le echaba fuego la cabeza. Salió a la galería que rodeaba parte del edificio. El aire fresco lo despejó. Ya solo y en la oscuridad, se oprimió la cabeza con las manos. Sus ideas dispersas se agruparon de pronto y la luz se hizo en su mente con un fulgor espantoso...
«Si me he de matar —se dijo—, ahora o nunca.»
Podía cargar una de sus pistolas y poner fin a todo en aquel rincón envuelto en sombras. Estuvo vacilante durante uno o dos minutos. Había llegado a Mokroie con un peso en la conciencia: el robo que había cometido, la sangre que había derramado. Sin embargo, experimentaba cierto alivio ante la idea de que todo había terminado, de que Gruchegnka pertenecía a otro y ya no existía para él. No le había sido difícil tomar esta resolución. Además, no podía hacer otra cosa. ¿Para qué, pues, seguir viviendo? Pero la situación había cambiado. Aquel horrible fantasma, aquel hombre fatal, el antiguo amante, había desaparecido sin dejar rastro. La horripilante aparición se había convertido en un títere irrisorio al que se encerraba bajo llave. Gruchegnka estaba avergonzada y él leía en sus ojos hacia quién iba su amor. Bastaba poder vivir, pero esto, ¡maldición!, ya no era posible. «Señor —rogaba mentalmente—, resucita al que yace junto al muro del jardín. Líbrame de este amargo cáliz. Tú has hecho milagros por otros pecadores como yo... ¿Y si el viejo viviera todavía? ¡Oh! Entonces lavaría la vergüenza que pesa sobre mí, devolvería el dinero robado, aunque hubiera de sacarlo del fondo de la tierra. Así, la infamia sólo habría dejado huellas en mi corazón, aunque fuera para siempre... Pero no, esto es un sueño irrealizable. ¡Maldición!»
Sin embargo, en las tinieblas apareció un rayo de esperanza. Volvió precipitadamente a la habitación. Iba hacia ella, hacia la que sería su reina eternamente.