Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Estaba decidida a hacerlo. Sacó un pañuelo de batista, que cogió por una punta, para agitarlo mientras danzaba. Mitia se apresuró a colocarse en primera fila. Las muchachas enmudecieron, dispuestas a entonar, a la primera señal, las notas de una danza rusa.
Maximov, al enterarse de que Gruchegnka iba a bailar, lanzó un grito de alegría y empezó a saltar delante de ella mientras cantaba:
—Piernas finas, curvas laterales,
cola en forma de trompeta.
Gruchegnka lo apartó de si, golpeándolo con el pañuelo.
—¡Silencio! ¡Que todo el mundo venga a verme!... Mitia, ve a llamar a los de la habitación cerrada. ¿Por qué han de estar encerrados? Diles que voy a bailar, que vengan a verme...
Mitia golpeó fuertemente la puerta de la habitación donde estaban los polacos.
—¡Eh!... Podwysocki. Salid. Gruchegnka va a bailar y os llama.
—Lajdak—rugió uno de los polacos.
—¡Tú sí que eres un miserable! ¡Canalla!
—No ultrajes a Polonia —gruñó Kalganov, que estaba también embriagado.
—¡Oye, muchacho! Lo que he hecho no va contra Polonia. Un miserable no puede representarla. De modo que cállate y come bombones.
—¡Qué hombres! —murmuró Gruchegnka—. No quieren hacer las paces.
Avanzó hasta el centro de la sala para bailar. El coro inició el canto. Gruchegnka entreabrió los labios, agitó el pañuelo, dobló la cabeza y se detuvo.
—No tengo fuerzas —murmuró con voz desfallecida—. Perdónenme. No puedo. Perdón...
Saludó al coro; hizo reverencias a derecha e izquierda.
Una voz dijo:
—La hermosa señorita ha bebido demasiado.
—Ha cogido una curda —dijo Maximov, con una sonrisa picaresca, a las chicas del coro.
—Mitia, ayúdame... Sostenme...
Mitia la rodeó con sus brazos, la levantó y fue a depositar su preciosa carga en el lecho. «Yo me voy», pensó Kalganov. Y salió, cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación azul.
Pero la fiesta continuó ruidosamente. Una vez acostada Gruchegnka, Mitia puso su boca sobre la de su amada.
—¡Déjame! —suplicó la joven—. No me toques antes de que sea tuya... Ya te he dicho que seré tuya... Perdóname... Cerca de él no puedo... Sería horrible.
—Tranquilízate. Ni siquiera te faltaré con el pensamiento. Amarnos aquí es una idea que me repugna.
Manteniendo sus brazos en torno a ella, se arrodilló junto al lecho.
—Aunque eres un salvaje, tienes un corazón noble... Tenemos que vivir decentemente de hoy en adelante... Seamos honestos y nobles; no imitemos a los animales... Llévame lejos de aquí, ¿oyes? No quiero estar en esta tierra; quiero irme lejos, muy lejos...
—Si —dijo Mitia estrechándola entre sus brazos—, te llevaré muy lejos, nos marcharemos de aquí... ¡Oh Gruchegnka! Daría toda mi vida por estar sólo un año contigo... y por saber si esa sangre...
—¿Qué sangre?
—No, nada —dijo Mitia rechinando los dientes—. Grucha, quieres que vivamos honestamente, y yo soy un ladrón. He robado a Katka. ¡Qué vergüenza!...
—¿A Katka? ¿A esa señorita? No, no le has robado nada. Devuélvele lo que le debes. Tómalo de mi dinero... ¿Por qué te pones así? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero? Somos despilfarradores por naturaleza. Pronto iremos a trabajar la tierra. Hay que trabajar, ¿oyes? Me lo ha ordenado Aliocha. No seré tu amante, sino tu esposa, tu esclava. Trabajaré para ti. Iremos a saludar a esa señorita, le pediremos perdón y nos marcharemos. Si se enoja, peor para ella. Devuélvele su dinero y ámame. Olvídala. Si la amas todavía, la estrangularé, le vaciaré los ojos con una aguja...
—Es a ti a quien amo, sólo a ti. Te amaré en Siberia.
—¿Por qué en Siberia?... En fin, si quieres que sea en Siberia, allí será... Trabajaremos... En Siberia hay mucha nieve... Me gusta viajar por la nieve... Me encanta el tintineo de las campanillas... ¿Oyes? Ahora suena una... ¿Dónde?... Pasan viajeros... Ya ha dejado de sonar.
Cerró los ojos y quedó como dormida. En efecto, se había oído una campanilla a lo lejos. Mitia apoyó la cabeza en el pecho de Gruchegnka. No advirtió que el tintineo dejó de oírse y que en la casa sucedió un silencio de muerte al bullicio y a los cantos. Gruchegnka abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? ¿Me he dormido?... ¡Ah, sí! La campanilla... He empezado a pensar que viajaba por la nieve, mientras la campanilla tintineaba, y me he dormido... Íbamos los dos a un lugar lejano... Yo te besaba, me apretaba contra ti. Tenía frio, brillaba la nieve... No me parecía estar sobre la tierra... Y ahora me despierto y veo a mi amado junto a mí. ¡Qué felicidad!
—¡Junto a ti! —murmuró Mitia cubriendo de besos el pecho y las manos de Gruchegnka.
De pronto, Mitia observó que Gruchegnka miraba fija y extrañamente por encima de su cabeza. Su rostro expresaba sorpresa y temor.
—Mitia, ¿quién es ese que nos mira?—preguntó la joven en voz baja.
Mitia se volvió y vio la cara de alguien que había apartado la cortina y los observaba. Se levantó y avanzó a paso rápido hacia el indiscreto.
—Venga conmigo, se lo ruego —dijo una voz enérgica.
Mitia pasó al otro lado de la cortina y se detuvo al ver la habitación llena de personas que acababan de llegar. Se estremeció al reconocerlos a todos. Aquel viejo de aventajada estatura, que llevaba abrigo y ostentaba una escarapela en su gorra de uniforme, era el ispravnikMikhail Markarovitch. Aquel petimetre «tuberculoso, de botas irreprochables», era el suplente. «Tiene un cronómetro de cuatrocientos rublos. Me lo ha enseñado.» De aquel otro, bajito y con lentes, Mitia había olvidado el nombre, pero le conocía de vista: era el juez de instrucción recién salido de la Escuela de Derecho. También estaba allí el stanovoi [70]Mavriki Mavrikievitch, al que conocía. ¿Qué hacía allí toda aquella gente que lucía insignias de metal? Además, había varios campesinos. Y en el fondo, junto a la puerta, estaban Kalganov y Trifón Borisytch...
—¿Qué ocurre, señores? —empezó por preguntar Mitia. Y añadió enseguida con voz sonora—: ¡Ya comprendo!
El joven de los lentes avanzó hacia él y le dijo con un aire de superioridad y un tono de impaciencia:
—Tenemos que decirle dos palabras. Tenga la bondad de acercarse al canapé.
—¡El viejo! —exclamó Mitia, enloquecido—. ¡El viejo ensangrentado! Ahora comprendo...