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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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«Una hora, un minuto de su amor valen más que todo el resto de mi vida, aunque esta vida haya de transcurrir bajo la tortura de la vergüenza... ¡Verla, oírla, no pensar en nada, olvidarlo todo, aunque sólo sea esta noche, durante una hora, por un solo instante... !»

Al entrar se encontró con el dueño de la casa, que estaba triste y preocupado.

—¿Me buscabas, Trifón?

Éste se mostró un tanto confuso.

—No. ¿Por qué lo había de buscar? ¿Dónde estaba usted?

—¿Qué significa esa cara de pocos amigos? ¿Estás enojado? Mira, puedes ir a acostarte. ¿Qué hora es?

—Más de las tres.

—Ya terminamos, ya terminamos...

—Eso no tiene importancia. Diviértase tanto como quiera.

«¿Qué le pasa a este hombre?», se dijo Mitia mientras corría a la sala de baile.

Gruchegnka no estaba allí. En el cuarto azul, Kalganov dormitaba en el canapé. Mitia miró detrás de la cortina. Allí estaba Gruchegnka, sentada en un cofre, con la cabeza apoyada en el lecho, derramando lágrimas y haciendo esfuerzos para ahogar los sollozos. Por señas dijo a Mitia que se acercara y se apoderó de su mano.

—¡Mitia, Mitia, yo lo amaba! No he dejado de quererlo durante estos cinco años. ¿Era amor o rencor? Era amor, amor por él. ¡He mentido al decir lo contrario!... Mitia, yo tenía diecisiete años entonces. Él era cariñoso, alegre y me cantaba canciones... ¿O era que yo, chiquilla ilusa, lo veía así?... Ahora es muy distinto. Ha cambiado tanto, que, al entrar, no lo he reconocido. Durante mi viaje hacia aquí no he cesado de pensar: «¿Cómo lo abordaré? ¿Qué le diré? ¿Cómo nos miraremos?» Desfallecía. Y, al verlo, he sentido como si arrojasen sobre mí un cubo de agua sucia. Me ha producido la impresión de un pedante maestro de escuela. Me he quedado sin saber qué decir. Al principio me he preguntado si la presencia de su compañero, ese tipo larguirucho, le cohibiría. Mirándolos a los dos, me decía: «¿Cómo es posible que no sepas de qué hablarle?»... Sin duda, lo echó a perder su esposa, aquella mujer por la que me abandonó. Lo cambió por completo. ¡Qué vergüenza, Mitia! ¡Toda la vida me durará este bochorno! ¡Malditos sean estos cinco años!

Se echó a llorar de nuevo, sin soltar la mano de Mitia.

—No te vayas, Mitia, mi querido Mitia —murmuró levantando la cabeza—. Quiero preguntarte algo. Dime: ¿a quién amo? Yo quiero a alguien que está aquí. ¿Quién es?...

Una sonrisa iluminó su rostro, hinchado por el llanto.

—Cuando te he visto entrar, he sentido un dulce desfallecimiento. Y mi corazón me ha dicho: «Ahí tienes al que amas.» Has aparecido tú y todo se ha iluminado. «¿A quién teme?», me he preguntado. Pues tenías miedo; no podías hablar. «No son ellos los que lo asustan, pues ningún hombre puede atemorizarlo. Soy yo, sólo yo.» Fenia, la muy simple, te habrá contado que yo he dicho a voces a Aliocha desde la ventana: «Amé a Mitia durante una hora. Me voy porque amo a otro.» ¡Oh Mitia! ¿Cómo he podido creer que amaría a otro después de haberte amado a ti? ¿Me perdonas, Mitia? ¿Me quieres? ¿Me quieres?

Se levantó y le puso las manos en los hombros. Mitia, mudo de felicidad, contempló los ojos y la sonrisa de Gruchegnka. De pronto la estrechó en sus brazos. Ella exclamó:

—¿Me perdonas por haberte hecho sufrir? Os torturaba a todos por maldad. Por maldad enloquecí al viejo. ¿Te acuerdas del vaso que rompiste en mi casa? Hoy me he acordado, porque he hecho lo mismo, al beber «por mi vil corazón»... ¿Por qué dejas de besarme, Mitia? Después de darme un beso te quedas mirándome, escuchándome. ¿Por qué! Bésame más fuerte. Así. No hay que amar a medias. Desde ahora seré tu esclava. ¡Bésame! ¡Hazme sufrir! ¡Haz de mí lo que quieras! ¡Hazme sufrir! ¡Espera!... ¡Quieto!... Después...

Lo apartó de sí con repentino impulso.

—Vete, Mitia. Voy a beber; quiero embriagarme; quiero bailar ebria... ¡Lo deseo, lo deseo!...

Se desprendió de los brazos de Dmitri y se fue. Mitia la siguió, vacilante. «Cualquiera que sea el final —se decía—, daría el mundo entero por este instante.» Gruchegnka se bebió de una vez un vaso de champán. En seguida le produjo efecto. Se sentó en un sillón. Sonreía feliz. Sus mejillas se colorearon y su vista se nubló. Su mirada llena de pasión fascinaba. Incluso Kalganov, incapaz de hacer frente al hechizo, se acercó a ella.

—¿Has sentido el beso que te he dado hace un momento mientras dormías? —murmuró Gruchegnka—. Ahora estoy ebria. ¿Y tú? Oye, Mitia, ¿por qué no bebes? Yo ya he bebido...

—Ya estoy embriagado... de ti, y quiero estarlo de bebida.

Apuró un vaso y, para sorpresa suya, se emborrachó inmediatamente, él que había resistido hasta entonces. Desde este momento, todo empezó a darle vueltas. Le pareció que estaba delirando. Iba de un lado a otro, reía, hablaba con todo el mundo, no se daba cuenta de nada. Como recordó más tarde, sólo se percataba de que una sensación de ardor crecía en su interior por momentos, hasta el punto de que creía tener brasas en el alma.

Se acercó a Gruchegnka. La contempló, la escuchó... Gruchegnka estaba en extremo locuaz. Llamaba a alguna de las muchachas del coro, la besaba, le hacía a veces la señal de la cruz y la despedía. Estaba al borde de echarse a llorar. El «viejecito», como llamaba a Maximov, la divertía extraordinariamente. A cada momento iba a besarle la mano, y terminó por ponerse a danzar de nuevo, al ritmo de una vieja canción de gracioso estribillo:

—El cerdo, gron, gron, gron;

la ternera, mu, mu, mu;

el pato, cuau, cuau, cuau;

la oca, croc, croc, croc.

El polluelo corrla por la habitación

y se iba cantando: pío, pío, pío.

»Dale algo, Mitia. Es pobre. ¡Oh los pobres, los ofendidos! ¿Sabes una cosa, Mitia? Voy a entrar en un convento. Te lo digo en serio. Me acordaré toda la vida de lo que me ha dicho hoy Aliocha. Ahora bailemos. Mañana, el convento; hoy, el baile. Voy a hacer locuras, amigos míos. Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo. «Mis queridos pecadores, os concedo el perdón a todos.» Os imploro que me perdonéis. Perdonad a esta ignorante, buena gente. Soy una fiera, una fiera y sólo una fiera... Quiero rezar. Una miserable como yo quiere orar... Mitia, no les impidas que bailen. Todo el mundo es bueno, ¿sabes?, todo el mundo. La vida es hermosa. Por malo que uno sea, le gusta vivir. Somos buenos y malos a la vez... Por favor, Mitia, dime: ¿por qué soy tan buena? Pues yo soy muy buena...

Así divagaba Gruchegnka, presa de una embriaguez creciente. Repitió que quería bailar y se levantó vacilando.

—Mitia, no me des más vino aunque te lo pida. El vino me trastorna. Todo me da vueltas, hasta la estufa. Pero quiero bailar. Vais a ver lo bien que bailo.

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