Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—Entonces, ¿dónde está?
—Pronto hará unas dos horas que ha partido para Mokroie con Timoteo.
—¿Para Mokroie? —exclamó Mitia—. ¿Y a qué ha ido a Mokroie?
—No lo sé exactamente, pero creo que a reunirse con un oficial que le ha enviado un coche.
Mitia irrumpió en la casa como un loco.
CAPÍTULO V
Una resolución repentina
Fenia estaba en la cocina con su abuela. Las dos se disponían a acostarse. Confiando en el portero, no habían cerrado la puerta del piso. Apenas entró, Mitia cogió a Fenia del cuello.
—¡Dime enseguida con quién está ella en Mokroie! —rugió. Las dos mujeres lanzaron un grito.
—Se lo diré todo, querido Dmitri Fiodorovitch; se lo diré todo —farfulló Fenia, aterrada—. No le ocultaré nada. La señorita ha ido a ver a un oficial.
—¿A qué oficial?
—Al que la abandonó hace cinco años.
Dmitri soltó a Fenia. Estaba pálido como un muerto y se había quedado sin voz. Las pocas palabras de Fenia habían sido suficientes para que lo comprendiera todo, para que adivinara incluso el menor detalle. La pobre Fenia era incapaz de darse cuenta de nada. Se había sentado en un cajón y allí permanecía temblorosa, con los brazos tendidos como para defenderse, sin hacer el menor movimiento. Con las pupilas dilatadas por el espanto, miraba a Mitia y a sus manos manchadas de sangre. Por el camino debía de habérselas llevado a la cara para limpiarse el sudor, pues tenía manchas de sangre en la frente y en el carrillo derecho. Fenia estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. La vieja cocinera parecía que iba a perder el conocimiento. Tenía los ojos desorbitados como una loca. Dmitri se sentó maquinalmente al lado de Fenia.
Estaba sumido en una especie de estupor. Sus pensamientos erraban. Pero todo estaba claro para él. La misma Gruchegnka le había hablado de aquel oficial y de la carta suya que había recibido un mes atrás. Así, desde hacía un mes, la intriga amorosa se había urdido sin que él se diera cuenta. El oficial había llegado antes de que él le hubiera vuelto a dedicar un solo pensamiento. ¿Cómo se explicaba esto? La pregunta surgió ante él como un monstruo y lo dejó helado de espanto.
De pronto, olvidándose de que acababa de maltratar y horrorizar a Fenia, empezó a hablarle con gran amabilidad, a interrogarla con una precisión impropia del estado de turbación en que se hallaba. Aunque miraba con estupor las manos ensangrentadas del capitán, Fenia respondió a sus preguntas sin vacilar. Poco a poco, fue sintiendo cierta satisfacción al darle toda clase de detalles, y no para aumentar su pena, sino porque sentía un sincero deseo de prestarle un servicio. Le habló de la visita de Rakitine y Aliocha, mientras ella vigilaba, y le repitió el saludo que su dueña le había enviado a él, a Mitia, por medio de su hermano menor. «Dile que no olvide nunca que lo he querido durante una hora.»
Mitia sonrió. Sus mejillas se tiñeron de rojo. Fenia, en la que el temor había cedido el puesto a la curiosidad, se aventuró a decirle:
—Tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri Fiodorovitch.
—Sí —dijo Mitia, mirándose las manos distraídamente.
Hubo un largo silencio. Mitia ya no estaba asustado. Acababa de tomar una resolución irrevocable. Se levantó, pensativo.
—¿Qué le ha pasado, señor? —insistió Fenia, señalando las ensangrentadas manos.
La joven hablaba con acento compasivo, como le habría hablado una persona de la familia que compartiera su pesar.
—Es sangre, Fenia, sangre humana... ¿Por qué la habré derramado, Dios mío?... Allí hay una barrera —dijo, mirando a la muchacha como si le planteara un enigma—, una barrera alta y temible. Pero mañana, al salir el sol, Mitia la franqueará. Tú no sabes, Fenia, de qué barrera te hablo. No importa. Mañana lo sabrás todo. Ahora, adiós. No seré un obstáculo para ella: sé retirarme a tiempo... ¡Vive, adorada mía! Me has amado durante una hora. Acuérdate siempre de Mitia Karamazov.
Salió como un rayo, dejando a Fenia más asustada que poco antes, cuando se había arrojado sobre ella.
Diez minutos después estaba en casa de Piotr Ilitch Perkhotine, el funcionario al que había empeñado las pistolas por diez rubios. Eran ya las ocho y media, y Piotr Ilitch, después de haber tomado el té, acababa de ponerse la levita para ir a jugar una partida de billar. Al ver a Mitia con la cara manchada de sangre, exclamó:
—¡Dios mío! ¿Qué quiere usted?
—Se lo diré en dos palabras —farfulló Dmitri—. He venido a desempeñar mis pistolas. Gracias. Démelas enseguida, Piotr Ilitch. Tengo mucha prisa.
Piotr Ilitch estaba cada vez más asombrado. Mitia tenía en su mano derecha un fajo de billetes. Lo hacía de un modo insólito, con el brazo extendido, como para mostrarlo a todo el mundo. Sin duda, lo había llevado así por la calle. Esto se deducía de lo dicho después por la joven sirvienta que le había abierto la puerta. Los billetes que exhibía con sus dedos ensangrentados eran de cien rublos. Piotr Ilitch explicó algún tiempo después a los curiosos que no pudo calcular con una simple ojeada cuántos billetes eran, que la suma lo mismo podía ser de mil que de tres mil rublos. Y de Dmitri dijo que «aunque no bebido, no se hallaba en estado normal. Daba muestras de agitación y estaba distraído, absorto, como si tratase de resolver algún problema sin conseguirlo. Todo lo hacía apresuradamente y sus respuestas eran rápidas y extrañas. En ciertos momentos no mostraba la menor aflicción, sino que, por el contrario, su semblante irradiaba alegría.»
—¿Pero qué le ha pasado? —repitió Piotr Ilitch, que seguía mirándole con estupor—. ¿Cómo se ha ensuciado de ese modo? ¿Se ha caído? Mire cómo va.
Lo llevó ante un espejo. Al ver su sucio rostro, se estremeció y frunció el entrecejo.
—¡Esto me faltaba!
Pasó los billetes de su mano derecha a la izquierda y sacó el pañuelo. La sangre se había coagulado y pegado, de modo que el pañuelo era una bola compacta. Mitia lo arrojó al suelo.
—¿Puede darme un trapo para que me limpie la cara?
—¿De modo que no está herido? Lo mejor que puede hacer es lavarse. Venga; le daré agua.
—Buena idea. ¿Pero dónde dejo esto?
Y señalaba, turbado, el fajo de billetes, como si Piotr Ilitch tuviera la obligación de decirle dónde debía ponerlos.
—Guárdeselos en el bolsillo. O déjelos en la mesa. Nadie los tocará.
—¿En el bolsillo? Es verdad... En fin, esto no tiene importancia. Ante todo, terminemos el asunto de las pistolas. Devuélvamelas: aquí tiene el dinero. Las necesito. Y tengo mucha prisa.