Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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Han bajado en tropel, los coches los estaban esperando. Junto a la entrada, la guardia ha comenzado a abrazarlos, a estrecharles las manos, a desearles éxito. Y toda la muchedumbre, los nuevos ministros y los obreros con fusiles, todos, con orgullo e ingenuidad, a lo español, después de levantar la cabeza cavilosamente, han sonreído.
He felicitado al ministro de Asuntos Exteriores, Julio Álvarez del Vayo. Él me ha respondido: «Sí, pero Irún ha caído.»
4 de septiembre
Miguel Martínez estaba echado, con otros, en las posiciones que se extendían a ambos lados de la carretera Madrid-Lisboa, incomparablemente más cerca de Madrid que de Lisboa. Parte de los combatientes empuñaban viejos fusiles españoles; el jefe de la columna tenía un buen winchester eorto, y Miguel, sólo una pistola. Detrás de ellos humeaban dos grandes incendios en la hermosa Talavera de la Reina. Miguel miraba con unos gemelos, procurando divisar a algún marroquí de carne y hueso.
—¿Para qué quiere usted los gemelos? —preguntó el mayor—. Usted ya lleva gafas. Cuatro cristales en los gemelos, dos en las gafas y dos ojos, en total, ocho ojos. ¿Cuántos moros ve usted?
—Ninguno. Dejaré de creer que existen. Me iré de España sin haber visto moros.
—Usted es muy exigente en todo... —El mayor empezó a frotarse con la palma de la mano el negro y erizado pelo de la cara—. Pero yo creo que dentro de dos horas, en este mismo lugar en que ahora nosotros estamos echados, estará de pie o echado un hombre de piel oscura con turbante o fez.
—Esto será muy significativo. ¿Sabe usted que en este mismo lugar en que nos encontramos, poco menos que en el mismo mes de septiembre, en 1809 fueron derrotados los invasores franceses?
—¡Ya ve! Y usted duda de la fuerza de las armas españolas.
—No lo dudo, pero a los franceses los derrotó aquí el mariscal de campo inglés, duque de Wellington.
—No combatió solo, más de la mitad de sus tropas eran españolas. Nosotros, españoles, hemos perdido la costumbre de pelear solos. Siempre necesitamos que nos ayude alguien. Los moros nos vencieron en Marruecos mientras no nos unimos con los franceses. Ahora la Falange Española ataca con marroquíes, alemanes e italianos. Si la República quiere mantenerse firme, necesita franceses o México o Rusia.
—¿Y esto lo dice usted, oficial del ejército español? ¡Qué se va a exigir de los soldados!
Las balas silbaban sobre nuestras cabezas con mucha frecuencia.
La fila daba muestras de intranquilidad, el número de combatientes iba disminuyendo. Se iban éstos a beber agua, a hacer sus necesidades o, simplemente, se iban sin explicar la causa y no volvían. El mayor lo tomaba con filosofía y procuraba sólo registrar en voz alta cada salida:
—¡Eh, tú, culón! Te olvidas del fusil, ¡por lo menos tómate la molestia de llevarlo a la retaguardia! ¡No te han dado permiso para entregar a los facciosos los bienes del Estado!
O bien:
—¡Más ligeritas las piernas o te alcanzarán hasta en Talavera! ¡No pares hasta Madrid, y en Vallecas bébete un buen vermut a mi memoria!
—¿Por qué me dejáis solo para entretener a este camarada extranjero? ¡Nos vamos a aburrir aquí los dos solos!
—Esperad una hora más, nos traerán la comida y entonces tomaremos soleta juntos.
Miguel estaba furioso, de pena y rabia.
—Usted los provoca y los trata con desprecio. Así no se comporta un comandante leal. Ésta es gente inexperimentada y no cobarde. ¿Cree que a usted y a mí, por permanecer echados tranquilamente y no huir, se nos van a perdonar todos los pecados? Si usted es el jefe, está obligado a mantener su unidad en el sitio, cueste lo que cueste, aun a costa de fusilar a una decena de cobardes. O, si no es posible, ha de retirarse organizadamente, en perfecto orden, sin que haya desertores.
El fuego de los fascistas se intensificó. Los combatientes respondían con tiroteo rápido y aturdido. El mayor también se apoyó el Winchester al hombro y disparó sin hacer puntería. Dijo:
—Ustedes vienen con medidas inadecuadas. Esto no es Europa ni América ni Rusia ni siquiera Asia. Esto es África. Y yo mismo, ¿quién soy? He estado dos años enfermo de disentería en Marruecos —ésta es mi hoja de combates—. Tengo ideas comunes a las de los soldados; está bien. Quizá tenemos también intereses comunes. Los veo por primera vez, y admito que sean hasta los muchachos más excelentes. Pero no nos tenemos confianza. Yo, comandante, temo que huyan. Ellos, soldados, temen que yo los meta en una trampa.
Miguel no pudo tranquilizarse:
—Reunamos a estos setecientos hombres, demos la vuelta hacia el sur y ataquemos hacia arriba, perpendicularmente a la carretera. El enemigo retrocederá, ¡está perfectamente claro que avanza con pocas fuerzas!
El mayor meneó negativamente la cabeza y se frotó el pelo de las mejillas, sin afeitar.
—¡Gracias! Ya intenté hacerlo anteayer. Quisieron fusilarme, decían que quería conducir la milicia popular a donde el enemigo pudiera cercarla. Un joven, uno de los suyos, comunista, un tal Lista o Líster, me salvó a duras penas. A menudo son insoportables, estos comunistas españoles, estos parientes suyos. Quieren enseñarlo todo a todo el mundo y de todos quieren aprenderlo todo. Como si no se tratara de guerra ni de revolución, sino de un orfelinato —¡no comprendo qué satisfacción encuentran en ello!—. Pero, palabra de honor, de tener que afiliar a algún partido, lo haría a Falange Española o al suyo. No sé si de nosotros, oficiales, saldrán comunistas, pero de los comunistas saldrán oficiales. Son unos caraduras. En España sólo se puede lograr algo si se tiene cara dura. Si yo fuera el gobierno, para esta guerra, en vez de hacer pasar por la Escuela de oficiales haría pasar durante tres meses por el Partido Comunista.
La explosión se produjo detrás de nosotros y una nube de humo negro fue subiendo lentamente sobre el borde mismo de la carretera.
—Setenta y cinco milímetros —dijo solemnemente el mayor—. Esto, aquí, es un cañón colosal. Ahora nuestros conejos echarán a correr. Y aquí tenemos la aviación. Todo está en orden, como ayer.
Aparecieron tres aviones por el occidente, iban en línea recta, sobrevolando la carretera, sin bombardear. La fila se puso en pie y echó a correr de cuerpo entero, gritando.
—¡A tierra! ¡Abajo! —vociferó Miguel, agitando la pistola—. ¿Quién ha ideado esta fila idiota? ¡Ni siquiera en el Paraguay se combate así, ahora!
El mayor sin afeitar le miró hostilmente.
—Ustedes lo enseñan todo, enseñan a todo el mundo. Ustedes lo saben todo. A usted le parece que está en unas maniobras otoñales de 1936. Pero ¿sabe usted que los españoles no tienen la experiencia ni siquiera de una guerra rusojaponesa ni de una guerra angloboer? Nosotros miramos todo esto con los ojos de 1897. Reconozca, señor comisario, que tampoco a usted le resulta agradable estarse tumbado bajo los Junkers, ¿no? En su tierra no pasó, esto, ¿eh?