Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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Buenas noticias de Aragón. Allí, Durruti ha vadeado el Ebro en pina y ha regresado con soldados y oficiales prisioneros. En Tardienta, una columna de las unidades de Trueba ha ocupado una nueva posición: Cerro Sangarra.
Entrevista con el «viejo» en el edificio de la Unión General de Trabajadores. Ambiente típico de unas oficinas de sindicatos reformistas, si bien ahora sacudido por el vendaval revolucionario. Pequeños y limpios despachitos, sillas con muchos años de servicio, archivos sin fin y burócratas archiveros cuidando de los ficheros. Estos funcionarios se sienten turbados por el torrente continuo de visitantes, de obreros armados, de mujeres con pantalones, de campesinos cubiertos de polvo procedentes de lejanas aldeas.
El propio Largo Caballero viste el mono de guerra, con pistola al cinto; se le ve curtido por el viento y el sol, muy fresco y animoso, dados sus, casi, setenta años. Álvarez del Vayo ha organizado la entrevista y nos ha servido de traductor. Esto ha resultado bastante difícil, pues el «viejo» ha hablado con monólogos rápidos, arrebatados; de todos modos, cada vez entiendo mejor este idioma sencillo, sonoro y fluido en la construcción de la frase.
Sin preámbulos ni exordios de ningún género, Largo Caballero se ha lanzado impetuoso y duro contra el gobierno. Le ha acusado de ineptitud total y, en parte, incluso de poco interés para aplastar la sublevación. Los ministros son gente incapaz, roma, perezosa. Todo lo hunden a cada paso. Nadie los escucha, uno no se preocupa para nada de lo que hace el otro. No tienen la menor idea de la responsabilidad ni de la gravedad de la situación. A ellos, que los dejen reposar plácidamente en sus gabinetes ministeriales. Además, ¿a quién representan? Todas las fuerzas populares se unen fuera del marco del gobierno, en torno a los sindicatos socialistas y anarquistas. La milicia obrera no cree en el gobierno, no cree en el Ministerio de la Guerra, porque éste utiliza los servicios de personas equívocas, de ex generales reaccionarios monárquicos, de oficiales de carrera, a todas luces traidores. La milicia obrera ya no hace caso al gobierno y si esta situación se prolonga, ella misma tomará el poder en sus manos.
—¡Qué gobierno es éste! —Caballero, airado, se levanta un poco de la silla—. ¡Esto es una comedia y no un gobierno! ¡Es una vergüenza!
A la pregunta de por qué se demora tanto la transformación de las unidades de milicias en ejército regular y quién tiene de ello la culpa, no da una respuesta precisa y vuelve a atacar al gobierno. Considera nocivo el decreto, recientemente aparecido, que sienta las bases del ejército de voluntarios. Se invita a que se alisten en él, ante todo, los soldados y suboficiales de la reserva, y luego todos los ciudadanos que conozcan el manejo de las armas y que estén dispuestos a defender la República en unidades militares regulares. Para asegurar el carácter republicano y democrático del nuevo ejército, el decreto exige, como requisito necesario de admisión, que cada soldado presente un aval de los partidos y organizaciones del Frente Popular.
Caballero ve en dicho decreto un desdén para los combatientes obreros y la concesión de privilegios especiales para los militares de carrera: «¡Otra vez se resucita la casta militar!»
Yo procuro hacerle ver la utilidad de los soldados reservistas para el ejército, sobre todo en un país civil, como España, militarmente sin instrucción, que casi no ha combatido. Él profetiza que el ejército regular arrancará al pueblo las armas que tan caras le han costado.
Se entabla una larga y viva discusión acerca de las ventajas del ejército y de las milicias. Del Vayo apenas tiene tiempo de traducir. Largo Caballero se remite a algunos pasajes de El Estado y la revolución,de Lenin, acerca del pueblo en armas. Yo le recuerdo que en otra situación, el propio Lenin creó el ejército obrero y campesino, concediéndole preferencia absoluta ante el abigarramiento orgánico de los grupos de milicias, columnas y destacamentos. La unión de los mejores elementos, filtrados, de los mandos inferiores con los obreros revolucionarios de vanguardia, constituye la aleación con que puede forjarse un potente Ejército Popular antifascista. Cuando existen paralelamente y en igualdad de derechos unidades del ejército y destacamentos de milicias o guerrilleros, entre ellos surge, tarde o temprano, una contradicción, que luego degenera en conflicto, y siempre vence el ejército, como forma de más alto nivel. ¿Para qué alargar ese período de contradicciones? Es necesario acelerar la unión de todas las formaciones armadas antifascistas en un solo organismo militar.
Tampoco a esto hace objeciones directas, pero empieza a censurar a los comunistas por su deseo de «organizarlo todo, colocar jefes en todas partes, dar a todo un sobrenombre, una etiqueta y un número». Él lo atribuye a la juventud de los dirigentes del Partido, a su aplomo, que se basa no en los éxitos y en la experiencia de ellos mismos, sino de los comunistas rusos. Dice que los comunistas, al ayudar al gobierno, hacen una labor nociva, aproximan la catástrofe, incrementan el descontento de las masas. Los partidos obreros han de barrer cuanto antes a los funcionarios, a los burócratas, al sistema ministerial de trabajo y pasar a formas de dirección nuevas, revolucionarias.
—Las masas nos tienden las manos, exigen de nosotros una dirección gubernamental, y nosotros permanecemos pasivos, eludimos la responsabilidad, ¡permanecemos inactivos!
Todo esto le sale a Largo Caballero impetuosa, irritadamente, con la tozuda fuerza de la convicción. Es difícil comprender de dónde viene este tardío radicalismo y maximalismo en un hombre que, durante decenios, ha defendido las posiciones más reformistas y conciliadoras en el movimiento obrero, que ha llegado a establecer compromisos y hasta coaliciones con los gobiernos burgueses más derechistas, incluso con la reaccionaria dictadura monárquica de Primo de Rivera. Pero Álvarez del Vayo y muchos otros afirman que el «viejo», en efecto, ha cambiado enormemente en su fuero interno, que la lucha en Asturias y todo el período subsiguiente le han inducido a revisar su camino político, que se ha desengañado de los métodos oficinescos de la dirección sindical, que se ha aproximado en gran manera a la masa obrera viva. «Aún acabará su vida en las barricadas...» Los comunistas confían poco en este cambio. Se burlan de la «enfermedad senil del izquierdismo». Esta frialdad entre comunistas y Caballero se refleja en las posibilidades de recíproca colaboración.
Conversamos aún cerca de hora y media. Caballero varias veces vuelve a referirse a la incapacidad y falta de lealtad de los generales republicanos, amigos personales de Azaña, todos esos Saravia... Luego, ya solos Álvarez del Vayo y yo, bajamos a la calle y entramos en un pequeño bar. Del Vayo está muy contento de la entrevista y de la conversación, asegura que ahora el «viejo» está completamente de acuerdo con que es necesario un ejército regular del pueblo.
—A usted no se lo ha dicho francamente, ésta es su manera de proceder, pero usted verá cómo ahora se manifestará en favor del ejército. El viejo se inclina ante la Unión Soviética, ante la experiencia de la revolución rusa. Es una pena que Araquistain no haya estado presente, tenía mucho interés en asistir, pero algo le ha retenido. De todos modos, a viejo le dará indicaciones. Probablemente, Claridad ya.se manifestará mañana sobre esta cuestión. Yo mismo escribiría sobre el tema, pero es preferible que lo haga Araquistain. Estoy muy contento de que ustedes hayan conversado tan a fondo...