Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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29 de agosto
Han salido los periódicos. De no conocer el estilo de la prensa española, habría para quedar petrificado ante los comentarios sobre el bombardeo de anoche. Los periódicos dicen que las bombas de aviación de cien kilogramos (¿quién las ha pesado?) no son peligrosas para nadie, que son, simplemente, ridiculas. La valiente población madrileña, escriben, se ríe de tales bombas. Doscientos cincuenta kilos también son, en resumidas cuentas, una bomba sin importancia. Si se tomara una bomba de quinientos kilos, si, además, se dirigiera exactamente sobre algún gran edificio, por ejemplo, sobre el Palacio Nacional, entonces, si se quiere, cabría hablar de verdadero efecto. Estos comentarios, parecidos a una provocación, se encuentran en varios periódicos... Claridadpublica —¿no será una repercusión de la entrevista de anteayer con el «viejo»?— un largo artículo sobre la organización de las fuerzas armadas. La posición es decididamente contraria al ejército regular de voluntarios, al que el autor (el artículo va sin firma, se dice que lo ha escrito Araquistain) denomina ejército de mercenarios y lo contrapone a la milicia obrera.
Se ha vallado el lugar en que han caído las bombas, la sangre se ha cubierto con arena; la muchedumbre se afana para recoger, en memoria, fragmentos de los cristales rotos. Todos hacen comentarios, embebecidos, acerca del peso de las bombas; ya ha cristalizado la idea de que las bombas de cincuenta kilos no son para Madrid. Sandías de tal calibre pueden arrojarlas en Calamocha o en Majadahonda —la Chújloma [1]española—. En el café, el camarero, al servir las esferitas del helado dice con gracia: «Una de diez kilos, explosiva, chocolate con ananás...» Los limpiabotas saludan: «Salud y bombas», «Salud y trimotores».
En el jardín del Ministerio de la Guerra, en el lugar en que ha sido muerto el cabo, sobre la hierba arrancada se ha puesto un ramo de rosas rojas. A lo largo de las verjas del jardín, por la calle de Alcalá y por los paseos, fluye el río de la firme vida madrileña. Por la ancha acera resuenan los altos tacones de las compuestas señoritas. Los vestidos, los cinturones, las faldas, los bolsos, están planchados, como siempre, hasta la última doblez; los peinados llevan pomadas y brillantina; cada bucle, cada rizo se sujeta con fijapelo para que no se deshaga, para que no se desprenda en este calor de locura. Cara, labios, pestañas, orejas, uñas están cuidadosamente pintadas; ¿hay algo más pulido que una mujer española en la calle, de paseo? Las llevan del brazo soldados, comandantes y simplemente militares sin título ni grado, vestidos con bastos monos, con gorros de tela o sin gorro, con zapatos sin calcetines, con fusiles, con pistolas, con granadas de mano al cinto. Las señoritas lanzan fulminantes miradas con sus ojos pintados y charlan ruidosamente con voces bajas, algo toscas, agitanadas pero no piensen mal: son doncellas de respetables costumbres y honorables madres de familia. Los paseantes solitarios, los ociosos de café, los chóferes en espera de los pasajeros, lanzan entusiastas exclamaciones a la vista del sexo femenino: «¡Hola, guapa!», «¡Hola, morena!», «¡Hola, rubia!» Lo hacen en serie, automáticamente, de modo que el cumplido juguetón alcanza a veces a una viejecita de ochenta años.
Hay largas colas de amas de casa para recibir azúcar. Dan medio kilo. Faltan patatas, producto que se trae del norte, y carne —los centros ganaderos están en manos de los sublevados—. El aceite de oliva no se ve en Madrid. Hay largas colas para la leche.
La milicia militar no dispone por ahora de su propio servicio de intendencia. Las unidades están adscritas, para su alimentación, a hoteles, restaurantes y cafés, según una distribución determinada. De ahí que en los hoteles más lujosos, a la hora de la comida, esté todo lleno de soldados, haya jolgorio y animación. La comida para ellos se prepara algo peor que para los huéspedes, desde luego, mas por ahora es muy buena, a base de arroz, pescado, carne y grandes cantidades de aceite de oliva. Se da el nombre de pan de munición, para las unidades militares, a un pan blanquísimo, muy pesado, compacto, como el queso.
Las tiendas están todas abiertas al comercio, los precios no han subido, sólo que no hay modo de encontrar en ninguna parte plumas estilográficas ni material fotográfico. En los días de la sedición y en los siguientes, se desvalijaron en un santiamén las armerías, las tiendas de fotografía y de objetos de escritorio. En esta guerra se sacarán muchas fotografías y se escribirá mucho.
No hay automóviles particulares, no hay taxis; tampoco es posible comprarlos. Han puesto a mi disposición un coche requisado Auto-plan, una excelente limusina. El chófer, Dámaso, está siempre escuchando la radio del coche. Hoy, mientras se transmitía una aria de tenor, ha lanzado un silbido, ha vuelto la cabeza y me ha guiñado un ojo.
—¡Canta el amo!
—¿Qué amo?
Resulta que el coche pertenece (¿pertenecía?) al famoso cantante AngeliUo, que se dedica al repertorio ligero.
—¿Y dónde está?
—Aquí, en Madrid. Ya ve, canta por radio. Es un gran partidario de la República. A menudo va también al frente, canta ante la milicia del pueblo.
—¿Y por qué le han quitado el coche?
—Esto no lo sé. Le he prometido que le cuidaría la limusina, pero, desde luego, no estoy obligado a hacerlo, porque el coche ya no es suyo.
Intento explicar a Dámaso que, de todos modos, es necesario cuidar el automóvil, intento hablarle también de la propiedad colectiva. Pero aquí, por ahora, es difícil poner en claro estas cuestiones.
31 de agosto
Los fascistas han ocupado Oropesa y avanzan tesoneramente, combatiendo, por la carretera de Talavera. ¿Qué unidades los contienen, qué jefes? En el Ministerio de la Guerra nadie lo sabe a ciencia cierta. Citan al general Riquelme, al coronel Asensio, dicen que varias columnas han bajado de la Sierra, para ayudar, que el coronel Mangada se ofrece para ir a Talavera, pero que temen dejar la Sierra sin unidades firmes; en este caso, el enemigo podría irrumpir en Madrid... Es necesario ir a verlo personalmente.
Han comenzado las deliberaciones sobre el cambio de gobierno, sobre la incorporación de los socialistas y, quizá, incluso de los comunistas. Giral, en conversaciones particulares se manifiesta de acuerdo en reorganizar su gabinete.
Y la pequeña crucecita negra otra vez se ve por la ventana en el horizonte. No ha sucedido nada, nadie ha presentado ningún ultimátum a nadie, el 29 de agosto ha pasado como un día corriente —en los periódicos de París y Londres se han añadido unos nuevos titulares sensacionales—. Nadie ha puesto obstáculos a nadie —sólo Cuides y sus camaradas corren por el espacio, esforzándose por encontrar al enemigo—. ¿Dónde estarán, ahora? El Junker elige imperturbable entre los barrios de la capital un objetivo adecuado. Medio año atrás, los aviadores fascistas sólo disponían de un polígono selecto, bastante desolado —Abisinia—. Ahora se ejercitan sobre una ciudad de un millón de habitantes, sobre la capital de España. ¿Y quedará esto así? No es posible creerlo.