El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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Paseo entre los anaqueles con una mirada hambrienta. Los tubos provienen de toda el área general de Boston, enviados por consultorios médicos y clínicas y el hospital de al lado. Somos el laboratorio de diagnóstico más grande de la ciudad. En cualquier lugar de Boston, aquel que estire el brazo para la aguja del extraccionista tiene todas las posibilidades de que su sangre haga su camino hasta aquí. Hasta mí.

Registro la primera fila de muestras. En cada tubo hay una etiqueta con el nombre del paciente, el nombre del médico y la fecha. Junto al grupo de tubos hay una pila de fichas que los acompañan. Son las fichas lo que tomo, y paseo la vista por ellas, captando los nombres.

A mitad de la pila me detengo. Veo una orden para Karen Sobel, veinticinco años de edad, que vive en el 7536 de la calle Clark en Brookline. Es caucásica y soltera. Todo esto lo sé porque aparece en el registro, junto con el número de su cobertura social, el nombre de su empleador y su seguro de vida.

El médico pidió dos análisis de sangre: uno de VIH y un VDRL, para sífilis.

En la línea del diagnóstico, el médico ha escrito: «Ataque sexual».

En la fila, encuentro el tubo que contiene la sangre de Karen Sobel. Es de un rojo profundo y sombrío, la sangre de una bestia herida. Lo sostengo en mi mano, y mientras se calienta con mi tacto veo, siento a esta mujer llamada Karen. Destrozada y tambaleante. A la espera de ser reclamada.

Luego escucho una voz que me sorprende, y levanto la vista.

Catherine Cordell acaba de entrar en mi laboratorio.

Está parada tan cerca que casi podría estirar el brazo y tocarla. Me sorprende verla aquí, en particular a estas horas remotas entre la oscuridad y la madrugada. En muy pocas ocasiones los médicos se aventuran en nuestro mundo subterráneo, y verla ahora es un estremecimiento inesperado, tan cautivante como la visión de Perséfone descendiendo al Hades.

Me pregunto qué la habrá traído aquí. Luego la veo entregar al técnico de la mesa de al lado varios tubos con un fluido color pajizo, y escucho las palabras «derrame pleural», y entiendo por qué se dignó visitarnos. Como muchos médicos, no confía en los empleados del hospital para transportar ciertos fluidos corporales preciosos, y ha traído personalmente los tubos, atravesando el túnel que conecta el Centro Médico Pilgrim con el edificio del Laboratorio Interpath.

La observo alejarse. Pasa justo al lado de mi mesa. Sus hombros se inclinan, y se contonea, las piernas flojas, como si luchara en un profundo charco de barro. La fatiga y las luces fluorescentes hacen que su piel se vea apenas como una capa de leche sobre los delicados huesos de su cara. Se desvanece por la puerta, sin que sepa jamás que la he estado observando.

Vuelvo a mirar el tubo de Karen Sobel, que todavía sostengo en mi mano, y de pronto la sangre parece insulsa y sin vida. Una presa que ni siquiera merece ser cazada. No, al menos, comparada con la que acaba de pasar a mi lado.

Todavía puedo oler el perfume de Catherine.

Me registro en la computadora, y bajo el «nombre del médico» escribo: «C. Cordell». En la pantalla aparecen todos los análisis de laboratorio que ha ordenado en las últimas veinticuatro horas. Compruebo que está en el hospital desde las diez de la noche. Son ahora las cinco y media de la mañana, y es viernes. Todavía le queda por delante todo un día de cirugía.

Mi día de trabajo está por terminar.

Cuando salgo del edificio son las siete de la mañana, y la luz del día penetra directamente en mis ojos. El día ya está cálido. Camino hacia el estacionamiento del centro médico, tomo el ascensor hasta el quinto piso, y me dirijo por una fila de autos hasta el puesto 541, donde está estacionado su auto. Es un Mercedes amarillo limón, último modelo. Ella lo mantiene brillante de tan limpio.

Saco el llavero de mi bolsillo, el llavero que he estado guardando hace ya dos semanas, e inserto una de las llaves en la ranura del baúl.

El baúl se abre impulsado por el resorte.

Echo una mirada dentro y ubico la válvula de seguridad del baúl, una excelente herramienta preventiva para evitar que los niños queden accidentalmente encerrados dentro.

Otro auto ruge al entrar por la rampa del estacionamiento. Cierro rápidamente el baúl del Mercedes y me alejo.

Durante diez años brutales, la guerra de Troya siguió adelante. La sangre virginal de Ifigenia, que fue derramada sobre el altar en Áulide, apuró con un viento favorable el curso de las mil naves griegas hacia Troya, pero no era una rápida victoria lo que les aguardaba a los griegos, ya que en el Olimpo los dioses estaban divididos. Del lado de Troya se manifestaban Afrodita y Ares, Apolo y Artemisa. Del lado de los griegos aparecían Hera y Atenea y Poseidón. La victoria revoloteaba de un lado al otro y volvía al punto de partida, inestable como la brisa. Los héroes masacraban y eran masacrados, y el poeta Virgilio dice que la tierra estaba cubierta de sangre.

Al final no fue la fuerza sino la astucia lo que hizo caer a Troya de rodillas. Al amanecer del último día de Troya, sus soldados despertaron frente a la visión de un gigantesco caballo de madera, abandonado frente a sus puertas.

Cuando pienso en el Caballo de Troya me desconcierta la estupidez de los soldados troyanos. Mientras arrastraban ese animal descomunal dentro de la ciudad, ¿cómo no se les pudo ocurrir que el enemigo estaba encerrado dentro? ¿Por qué lo metieron dentro de las murallas de la ciudad? ¿Por qué pasaron esa noche de juerga, oscureciendo sus mentes en la ebria celebración de la victoria? Me gusta pensar que yo hubiera sido más sabio.

Acaso eran sus murallas inexpugnables las que los hacían descansar en la complacencia. Una vez cerradas las poternas, y con las barricadas seguras, ¿cómo podría atacar el enemigo? Quedaba fuera, más allá de esas murallas.

Nadie se detiene a pensar en la posibilidad de que el enemigo esté del lado de adentro de las poternas. Que esté a un paso.

Pienso en el caballo de madera mientras revuelvo la crema y el azúcar de mi café.

Levanto el teléfono.

– Oficina de cirugía, habla Helen -contesta la recepcionista.

– ¿Podría ver a la doctora Cordell esta tarde? -pregunto.

– ¿Es una emergencia?

– No, en realidad no. Pero tengo un bulto pequeño en la espalda. No me duele, pero quisiera que ella lo revisara.

– Podría darle una cita para dentro de dos semanas.

– ¿No la puedo ver esta tarde? ¿Después de su última consulta?

– Lo siento, señor… ¿Cómo es su nombre, por favor?

– Señor Troya.

– Señor Troya. La doctora Cordell está ocupada hasta las cinco de la tarde, y luego irá a su casa. En dos semanas es lo mejor que puedo ofrecerle.

– No hay problema. Probaré con otro médico.

Colgué. Sé que un rato después de las cinco de la tarde, ella sale de su oficina. Estará cansada; seguramente conducirá directo hasta su casa.

Ahora son las nueve de la mañana. Será un día de espera, de anticipación.

Durante diez años sangrientos, los griegos asediaron Troya. Por diez años, perseveraron, lanzándose contra las murallas enemigas, mientras su suerte ascendía y caía según el favor de los dioses.

Yo sólo esperé dos años para reclamar mi trofeo.

Ha sido tiempo suficiente.

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