El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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– Negocios inconclusos.

– Sí, está bien, tengo una teoría mejor. -Singer se levantó de su silla-. Cordell se olvidó de pasar la cadena de la puerta de su cocina. Su muchacho en Boston está copiando lo que leyó en los diarios. Y su hipnotizador forense pescó un recuerdo falso. -Sacudiendo la cabeza, se dirigió hacia la puerta. Y agregó una sarcástica frase de despedida-: Avíseme cuando atrape al verdadero asesino.

Moore permitió que este intercambio lo fastidiara sólo por un momento. Entendía que Singer defendía su propio trabajo en el caso, y no lo podía culpar por ser escéptico. Comenzaba a preguntarse acerca de sus propios instintos. Había hecho todo ese viaje hasta Savannah para probar o refutar la teoría del socio, y hasta ahora, no tenía nada para respaldarla.

Concentró su atención en la pantalla de televisión y apretó reproducir.

La cámara abandonó la cocina y avanzó por el pasillo. Hizo una pausa para mirar dentro del baño: toallas rosadas, una cortina de baño llena de peces multicolores. Las manos de Moore transpiraban. Temía lo que venía a continuación, pero no podía quitar su mirada de la pantalla. La cámara se alejó del baño y continuó su camino por el pasillo, pasando por una acuarela enmarcada con peonías rosadas que colgaba de la pared. Sobre el piso de madera, unas huellas ensangrentadas habían sido borroneadas y arrastradas por los primeros oficiales de la escena del crimen, y más tarde por los frenéticos paramédicos. Lo que quedaba era una confusa abstracción en rojo. El marco de una puerta se elevaba más adelante, mientras la imagen saltaba a causa de una mano inestable.

Ahora la cámara se movió dentro del dormitorio.

Moore sintió que se le cerraba el estómago, no porque lo que viera fuese más chocante que otras escenas de crimen de las que había sido testigo. No, este horror era profundamente visceral porque conocía a la mujer y le preocupaba en lo más hondo lo que había sufrido allí. Había estudiado las fotos de ese dormitorio, pero no transmitían la misma sórdida cualidad que este video. Aun cuando Catherine no aparecía en este marco -para entonces había sido llevada al hospital- la evidencia de su trance le hablaba a gritos desde la pantalla de la televisión. Vio las cuerdas de nailon, que habían apresado sus muñecas y tobillos, todavía atadas a los cuatro postes de la cama. Vio los instrumentos quirúrgicos -un escalpelo y los retractores- abandonados sobre la mesa de luz. Vio todo esto y el impacto fue tan poderoso que de hecho saltó hacia atrás en su silla, como impelido por un golpe.

Cuando la lente de la cámara saltó, por fin, al cuerpo de Andrew Capra, que yacía en el piso, apenas sintió un aguijoneo de emoción; ya estaba insensibilizado por lo que acababa de ver segundos atrás. La herida abdominal de Capra había sangrado profusamente, y un enorme charco de sangre se había formado en su pecho. La segunda bala, dentro de su ojo, le había infligido la herida fatal. Recordó el lapso de cinco minutos entre ambos disparos. La imagen que veía reforzaba esos tiempos. A juzgar por la cantidad de sangre acumulada, Capra había yacido vivo y desangrándose al menos por unos minutos.

La cinta llegó a su fin.

Se quedó mirando la pantalla en blanco, luego se sacudió su parálisis y apagó la reproductora. Se sentía demasiado agotado como para levantarse de la silla. Cuando por fin lo hizo, fue sólo para escapar de ese lugar. Tomó la caja con los documentos fotocopiados de la investigación en Atlanta. Como estos papeles no eran origínales, sino copias de los documentos archivados en Atlanta, podría estudiarlos fuera de allí.

De regreso en el hotel se dio una ducha, comió una hamburguesa y unas papas fritas que le llevaron a su habitación, y se permitió una hora de televisión para descomprimir tensiones. Pero todo ese tiempo lo pasó cambiando de canales, mientras que su mano ardía por llamar a Catherine. Observar esa última cinta de la escena del crimen había refrescado en su memoria exactamente qué clase de monstruo era el que la acosaba, y no podía quedarse tranquilo.

Dos veces levantó el auricular y lo volvió a poner en su sitio. Lo levantó una vez más, y ahora sí sus dedos obedecieron su voluntad, marcando el número que conocía tan bien. Cuatro llamadas, y apareció el contestador de Catherine.

Colgó sin dejar mensaje.

Observó el teléfono, avergonzado por lo fácil que su resolución se había hecho polvo. Se había prometido aguantar, y había accedido a la exigencia de Marquette de mantener distancia de Catherine en tanto durara la investigación. «Cuando todo esto termine, de algún modo haré que las cosas se arreglen entre nosotros».

Miró la pila de documentos de Atlanta sobre el escritorio. Eran las once de la noche y ni siquiera había comenzado. Con un suspiro, abrió la primera carpeta de la caja de Atlanta.

El caso de Dora Ciccone, la primera víctima de Andrew Capra, no le parecía una lectura agradable. Conocía de antemano los detalles generales; habían sido resumidos en el informe final de Singer. Pero Moore no había leído los informes concretos de Atlanta, y ahora retrocedía en el tiempo, examinando las primeras obras de Andrew Capra. Allí era donde todo había comenzado. En Atlanta.

Leyó el informe inicial del crimen, luego avanzó a lo largo de las carpetas de interrogatorios. Leyó las declaraciones de los vecinos de Ciccone, desde el empleado del bar local donde fuera vista con vida por última vez, hasta la amiga que descubrió el cadáver. Había también una carpeta con una lista de sospechosos y sus fotografías; Capra no se contaba entre ellos.

Dora Ciccone era una estudiante graduada en Emory, de veintidós años. La noche de su muerte había sido vista en los alrededores cerca de la medianoche, bebiendo un margarita en la cantina. Cuarenta horas más tarde, su cuerpo había sido encontrado en su domicilio, desnudo y atado a la cama con cuerdas de nailon. El útero había sido extirpado, y le habían cortado la garganta.

Encontró la cronología establecida por la policía. Se trataba de un esbozo superficial en una escritura apenas legible, como si el detective de Atlanta lo hubiera hecho sólo para satisfacer un trámite burocrático. Casi podía oler la falla en esas páginas, podía leerla en los lazos achatados de la caligrafía del detective. Él mismo había experimentado esa pesada sensación que se genera en el pecho mientras se pasa la marca de las veinticuatro horas, luego la semana, luego el mes, sin que aparezcan pistas tangibles.

Eso era lo que tenía el detective de Atlanta: nada. El asesino de Dora Ciccone seguía siendo un individuo desconocido.

Abrió el informe de la autopsia.

La carnicería efectuada a Dora Ciccone no fue tan rápida ni tan habilidosa como el resto de los asesinatos de Capra. Los cortes desparejos indicaban que Capra carecía de la confianza para hacer un único corte limpio que atravesara el bajo vientre. En cambio había vacilado, su hoja había retrocedido, lacerando la piel. Una vez atravesada la capa de la piel, el procedimiento había degenerado en una serie de tajos de aficionado, y el filo se había desviado cortando tanto la vejiga como los intestinos mientras excavaba en busca de su premio. Allí, con su primera víctima, no se había utilizado sutura para ninguna de las arterias. La hemorragia era abundante, y Capra debía de haber trabajado a ciegas, con sus referencias anatómicas sumergidas en un charco carmesí cada vez más profundo.

Sólo el coup de grace fue ejecutado con maestría. Lo realizó con un único corte limpio, de izquierda a derecha, como si, con el hambre ahora saciada y el frenesí desvaneciéndose, hubiera finalmente recuperado el control para terminar el trabajo con fría eficacia.

Moore dejó a un lado el informe de la autopsia y confrontó los restos de su cena, sobre la bandeja corrida a un costado. De repente sintió una náusea, y llevó la bandeja hasta la puerta dejándola fuera, en el pasillo. Luego volvió al escritorio y abrió la siguiente carpeta, que contenía los informes de laboratorio.

La primera hoja era una imagen de microscopio: «Espermatozoides identificados en el examen vaginal de la víctima». Sabía que el análisis de ADN de este esperma había sido confirmado más tarde corno el de Capra. Antes de matar a Dora Ciccone, la había violado.

Moore pasó a la página siguiente, y encontró un conjunto de informes de Pelos y Fibras. La zona púbica de la víctima había sido peinada y los pelos examinados. Entre las muestras aparecía un vello púbico castaño rojizo que concordaba con el de Capra. Hojeó las demás páginas del informe de Pelos y Fibras, que examinaban diversos cabellos encontrados en la escena del crimen. La mayoría de las muestras eran de la propia víctima, tanto los vellos púbicos como los pelos rojizos. Había también un pelo corto y rubio en la frazada, identificado más tarde como no humano, según el complejo patrón estructural de la médula. Un agregado manuscrito indicaba: «La madre de la víctima posee un labrador. Pelos similares fueron encontrados en el asiento trasero del auto de la víctima».

Llegó a la última página de Pelos y Fibras y allí se detuvo. Era un análisis de otro pelo, esta vez humano pero nunca identificado. Había sido encontrado en la almohada. En cualquier casa podía encontrarse toda una variedad de pelos. Los humanos perdían docenas de pelos por día. Según lo fastidioso que fuera el dueño de casa, y de las veces que pasara la aspiradora, las frazadas y los sillones acumulaban un registro microscópico de cada visitante que hubiera pasado el tiempo más insignificante en la casa. Este único pelo, encontrado en la almohada, podría provenir de un amante, de un invitado o de un pariente. Pero no era de Andrew Capra.

– Un solo cabello humano de la cabeza, castaño claro, AO (curvado). Longitud: cinco centímetros. Fase telógena. Trichorrhexis invaginata visible. Origen no identificado.

Trichorrhexis invaginata. Pelo de bambú.

El Cirujano estaba allí.

Se recostó contra el respaldo, perplejo. Ese mismo día había leído el informe de laboratorio de Savannah sobre Fox, Voorhees, Torregrossa y Cordell. En ninguna de esas escenas del crimen se habían encontrado pelos con Trichorrhexis invaginata.

Pero el socio de Capra había estado allí todo el tiempo. Había permanecido invisible, sin dejar semen ni ADN a sus espaldas. La única evidencia de su presencia era este único cabello, y el recuerdo enterrado de su voz que conservaba Catherine.

«Su sociedad comenzó con el primer asesinato. En Atlanta».

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