El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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– No es cuestión de cansancio -replicó ella con furia-. El obispo de Rochefort y sus sacerdotes son unos hipócritas. Predican una cosa y hacen otra.
A Pelletier se le encendieron las mejillas, pero Alaïs no pudo distinguir si era por ira o por turbación.
– Entonces, ¿vos también asistiréis? -preguntó ella.
El senescal rehuyó su mirada.
– Como comprenderás, estaré ocupado con el vizconde Trencavel.
Alaïs lo miró fijamente.
– Muy bien -dijo por fin-. Os obedeceré, paire. Pero no esperéis que me arrodille y rece ante la imagen de un hombre destrozado, clavado a una cruz de madera.
Por un instante, creyó que había hablado de más. Después, para su asombro, su padre se echó a reír a carcajadas.
– Bien dicho -replicó-. No esperaba otra cosa de ti; pero ten cuidado, Alaïs. No expreses esas opiniones a la ligera. Pueden estar vigilándonos.
Alaïs pasó las horas siguientes en sus aposentos. Se preparó una cataplasma de mejorana fresca para el dolor del cuello y el hombro, mientras escuchaba el amable parloteo de su doncella.
Según Rixenda, las opiniones acerca de la fuga de Alaïs del castillo al rayar el alba estaban divididas. Algunos expresaban admiración por su fortaleza y su valor. Otros, entre ellos Oriane, la criticaban. Al actuar de forma tan intempestuosa, había dejado mal parado a su marido y, peor aún, había comprometido el resultado de la misión. Alaïs esperaba que Guilhelm no opinara lo mismo, pero se temía lo contrario. Sus pensamientos solían discurrir por sendas muy transitadas. Además, era muy susceptible, y Alaïs sabía por experiencia propia que su deseo de ser admirado y reconocido dentro de la casa lo empujaba a veces a hacer o decir cosas contrarias a su verdadera naturaleza. Si se sentía humillado, era imposible saber cómo reaccionaría.
– Pero ahora ya no pueden decir nada de eso, dòmna Alaïs -prosiguió Rixenda, mientras retiraba los restos de la cataplasma-, porque todos habéis regresado sanos y salvos. Si eso no es prueba suficiente de que Dios está de nuestra parte, no sé lo que es.
Alaïs sonrió débilmente. Sospechaba que Rixenda vería las cosas de otro modo cuando se difundiera por la Cité la noticia del verdadero estado de los acontecimientos.
Las campanas repicaban bajo un cielo veteado de rosa y blanco, mientras ellos recorrían andando el camino entre el Château Comtal y Sant Nazari. Encabezaba la procesión un sacerdote con sus mejores galas blancas, que enarbolaba un crucifijo de oro. Le seguían más sacerdotes, monjas y frailes.
Detrás iban dòmna Agnès y las esposas de los cónsules, con sus doncellas cerrando la marcha. Alaïs se había visto obligada a situarse al lado de su hermana.
Oriane no le dirigió ni una sola palabra, buena o mala. Como siempre, era el objeto de todas las miradas y la admiración de la multitud. Vestía un traje rojo oscuro, con un delicado cinturón negro y oro, estrechamente ceñido para acentuar la curva de su talle y la opulencia de sus caderas. Llevaba el pelo negro recién lavado y ungido con aceite aromático, y las manos unidas en piadosa actitud, dejando bien a la vista la limosnera, que colgaba de su cintura.
Alaïs dedujo que la limosnera sería regalo de algún admirador, y de alguno bastante acaudalado, a juzgar por las perlas que orlaban la boca y por el lema bordado en hilo de oro.
Por debajo del ceremonial y el boato, Alaïs intuía una corriente de aprensión y suspicacia.
No reparó en François hasta que éste llamó su atención con un par de golpecitos en su brazo.
– Esclarmonda ha regresado -le susurró al oído-. Vengo directamente de allí.
Alaïs se volvió para mirarlo de frente.
– ¿Has hablado con ella?
El criado titubeó.
– Todavía no, dòmna.
De inmediato, la joven se salió de la fila.
– Iré yo.
– Os sugeriría, dòmna, que esperaseis al final de la misa -dijo él, con la vista fija en el portal de la iglesia. Alaïs siguió su mirada. Tres monjes con capuchas negras montaban guardia, prestando ostentosa atención a los que estaban presentes y a los que no-. Sería una pena que vuestra ausencia tuviera repercusiones negativas para dòmna Agnès o para vuestro padre. Podría interpretarse como señal de vuestra simpatía por la nueva iglesia.
– Claro, tienes razón -replicó ella, quedándose pensativa por un momento-. Pero, por favor, ve y dile a Esclarmonda que iré a verla en cuanto pueda.
Alaïs hundió los dedos en la pila del agua bendita y se persignó, por si alguien la estaba mirando.
Encontró un sitio en el atestado crucero norte, para sentarse tan lejos de Oriane como fuera posible sin llamar la atención. En lo alto de la nave temblaban las llamas de las lámparas suspendidas del techo que, desde abajo, parecían colosales ruedas de hierro, listas para desplomarse y aplastar a los pecadores allí concentrados.
Pese a la sorpresa de ver llena su iglesia, que llevaba tanto tiempo vacía, la voz del obispo sonaba débil e insustancial, apenas audible sobre la masa de gente que respiraba y resoplaba en el calor de la tarde. ¡Qué diferente de la sencilla iglesia de Esclarmonda!
Que era también la de su padre.
Los bons homes valoraban más la fe interior que las manifestaciones externas. No necesitaban edificios consagrados, ni humillantes reverencias, ni rituales supersticiosos destinados a mantener al hombre corriente apartado de Dios. Ellos no adoraban imágenes, ni se postraban delante de ídolos ni de instrumentos de tortura. Para los bons chrétiens, el poder de Dios residía en la palabra. Sólo necesitaban libros y plegarias, palabras dichas y leídas en voz alta. La salvación no tenía nada que ver con las limosnas, ni con las reliquias, ni con las oraciones del domingo enunciadas en una lengua que sólo los sacerdotes entendían.
Para ellos todos eran iguales en la gracia del Señor: judíos o sarracenos, hombres o mujeres, bestias del campo o avecillas que surcaban el aire. No habría infierno ni día del juicio, porque la gracia divina los salvaría a todos, aunque muchos estaban destinados a volver repetidamente a la vida hasta ganar la entrada en el reino de Dios.
Alaïs nunca había asistido a uno de sus servicios, pero a través de Esclarmonda conocía sus oraciones y rituales. Lo más importante en esos tiempos de creciente oscuridad era que los bons chrétiens eran hombres buenos y tolerantes, gente de paz que adoraba a un Dios de luz, en lugar de temer constantemente la ira del Dios cruel de los católicos
Cuando Alaïs oyó por fin las palabras del Benedictus, supo que había llegado el momento de escabullirse. Inclinó la cabeza y, lentamente, con las manos crispadas y extremando las precauciones para no llamar la atención, se fue acercando poco a poco a la puerta.
Momentos después, estaba libre
CAPITULO 35
La casa de Esclarmonda se encontraba a la sombra de la torre de Balthazar.
Alaïs dudó un momento antes de llamar con un golpe en los postigos, mientras miraba a su amiga moviéndose en el interior, a través de la amplia ventana que daba a la calle. Llevaba un sencillo vestido verde y se había recogido hacia atrás el pelo veteado de gris.
«Sé que no me equivoco.»
Alaïs sintió brotar el afecto. Estaba segura de que sus sospechas se verían confirmadas. Esclarmonda alzó la vista y en seguida levantó el brazo y saludó, con el rostro iluminado por una sonrisa.
– ¡Alaïs, bienvenida! Te hemos echado mucho de menos, Sajhë y yo.
El familiar aroma a hierbas y especias inundó los sentidos de Alaïs, en cuanto ésta pasó bajo el dintel para entrar en la única estancia de que constaba la vivienda. El agua de un caldero hervía sobre un pequeño fuego en el centro de la habitación. Había una mesa, un banco y dos sillas, dispuestos contra la pared.
Una pesada cortina separaba el frente y el fondo de la habitación, donde Esclarmonda atendía las consultas. Como en ese momento no tenía clientes, la cortina estaba descorrida, dejando a la vista varias filas de recipientes de barro, alineados sobre largas repisas. Haces de hierba y ramilletes de flores secas colgaban del techo. Sobre la mesa había una lámpara y un mortero idéntico al que Alaïs tenía en casa, que había sido el regalo de bodas de Esclarmonda.
Una escalerilla conducía a la pequeña plataforma donde dormían Esclarmonda y Sajhë, sobre la zona de la consulta. El chico, que estaba arriba, lanzó un chillido al ver quién era la visitante. Bajó precipitadamente y la abrazó por la cintura. De inmediato emprendió una detallada descripción de todo lo que había hecho, visto y oído desde su último encuentro.
Sajhë era bueno contando historias con todos sus pormenores y colorido; sus ojos color ámbar centelleaban de entusiasmo mientras hablaba.
– Necesito que lleves un par de mensajes, minhòt -dijo Esclarmonda, tras dejar que hablara a sus anchas durante un rato-. Dòmna Alaïs sabrá disculpar tu ausencia.
El chico estuvo a punto de objetar algo, pero la expresión en el rostro de su abuela hizo que cambiara de idea.
– No te llevará mucho tiempo.
Alaïs le revolvió el pelo.
– Eres buen observador, Sajhë, y hábil con las palabras. ¿Has pensado en hacerte poeta cuando seas mayor?
Sajhë sacudió la cabeza.
– Quiero ser armado caballero, dòmna. Quiero batallar.
– Ahora préstame atención, Sajhë -intervino Esclarmonda con voz severa.
Tras indicarle los nombres de las personas que debía visitar, le pidió que les transmitiera el mensaje de que, tres noches después, dos parfaits de Albí estarían en el bosquecillo al este del suburbio de Sant Miquel.
– ¿Estás seguro de haberlo entendido bien?
El chico asintió con la cabeza.
– Bien -sonrió ella, besándolo en la coronilla para luego llevarse un dedo a los labios en señal de silencio-. Y no lo olvides: sólo a las personas que te he dicho. Ahora ve. Cuanto antes te marches, antes estarás de vuelta para contarle más historias a dòmna Alaïs.
– ¿No temes que alguien lo oiga? -pregunto Alaïs, mientras Esclarmonda cerraba la puerta.
– Sajhë es un chico sensato. Sabe que sólo puede hablar con los destinatarios del mensaje. -Se acercó a la ventana y cerró los postigos-. ¿Sabe alguien que estás aquí?
– Sólo François. Fue él quien me dijo que habías regresado.
Una extraña mirada se asomó a los ojos de Esclarmonda, pero no dijo nada al respecto.
– Mejor así. Que nadie más lo sepa.