El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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– Se retiró a los ocho minutos de comenzada la emergencia -dijo Rizzoli, mirando la hora en la pantalla-. Había dos estudiantes de medicina que pasaron caminando justo delante de él.

– Sí, hablé con ellos. Tenían que asistir a una clase a las once. Por eso dejaron el código antes de tiempo. No notaron que este hombre los siguió hasta las escaleras.

– De modo que no tenemos testigos.

– Sólo la cámara.

Ella todavía estaba concentrada en la hora. A los ocho minutos del código. Trató de armar una coreografía en su mente. Caminar hacia el policía: diez segundos. Decirle que lo siga unos pasos por el corredor, hacia la sala de abastecimiento: treinta segundos. Cortarle la garganta: diez segundos. Salir, cerrar la puerta, entrar en la habitación de Nina Peyton: quince segundos. Despachar a la segunda víctima, salir. Treinta segundos. Eso sumaba dos minutos como máximo. Pero quedaban seis minutos. ¿Para qué utilizó ese tiempo de sobra? ¿Para limpiar? Había una gran cantidad de sangre; bien podría haberse salpicado con ella.

Tuvo tiempo suficiente para trabajar. La asistente de enfermería no descubrió el cuerpo de Nina hasta diez minutos después de que ese hombre, en la pantalla de video, caminara hacia la puerta de la escalera. Para entonces, ya podía estar a más de un kilómetro de distancia, en su auto.

«Una sincronización admirable. Este asesino se mueve con la exactitud de un reloj suizo».

Abruptamente se enderezó en la silla, con esta nueva convicción hormigueando en su interior como una descarga eléctrica.

– Lo sabía. Jesús, Moore, sabía que habría un código azul. -Ella lo miró y vio, por su serena reacción, que él también había llegado a esa conclusión-. ¿El señor Gwadowski recibió alguna visita?

– El hijo. Pero la enfermera estuvo en la habitación todo el tiempo. Y estaba allí cuando el paciente entró en código.

– ¿Qué sucedió inmediatamente antes del código?

– Cambió la bolsa de la vía intravenosa. Enviamos la bolsa para analizar.

Rizzoli volvió a mirar la pantalla de video, donde la imagen del hombre de guardapolvos blanco permanecía congelada.

– Esto no tiene sentido. ¿Por qué iba a asumir un riesgo semejante?

– Fue apenas una lavada de cara, para deshacerse de un cabo suelto: el testigo.

– ¿Pero exactamente de qué fue testigo Nina Peyton? Vio una cara enmascarada. Él sabía que no podría identificarlo. Sabía que prácticamente no representaba peligro. Sin embargo, pasó por todos estos inconvenientes para matarla. Se expuso a la posibilidad de ser capturado. ¿Qué es lo que gana con eso?

– Satisfacción. Finalmente concluyó su asesinato.

– Pero podía haberlo concluido en su casa, Moore. Dejó que Nina Peyton viviera esa noche. Lo que indica que planeaba terminarlo de esta manera.

– ¿En el hospital?

– Sí.

– ¿Con qué propósito?

– No lo sé. Pero me parece interesante que de todos los pacientes de ese pabellón, haya sido Herman Gwadowski el que eligió para divertirse. Un paciente de Catherine Cordell.

El localizador de Moore sonó. Mientras respondía a la llamada, Rizzoli volvió a concentrar su atención en la pantalla. Apretó reproducir, y observó al hombre de guardapolvos blanco acercarse a la puerta. Adelantó la cadera para golpear la hoja de la puerta, y pasó por ella. Ni una sola vez permitió que su cara se hiciera visible ante la cámara. Ella apretó rebobinar, y observó nuevamente la secuencia. Esta vez, mientras su cadera rotaba levemente, lo vio: el bulto bajo su uniforme blanco. Estaba del lado derecho, a la altura de su cintura. ¿Qué escondía allí? ¿Una muda de ropa? ¿Su equipo de asesinato?

Escuchó a Moore decir por teléfono:

– ¡No toques nada! Déjalo todo como está. Voy en camino.

Mientras apagaba, Rizzoli le preguntó:

– ¿Quién era?

– Catherine -dijo Moore-. Nuestro muchacho acaba de enviarle otro mensaje.

– Llegó con el correo interno del departamento -dijo Catherine-. En cuanto vi el sobre, supe que era de él.

Rizzoli observó a Moore colocarse un par de guantes. «Precaución inútil, -pensó-, ya que el Cirujano nunca deja huellas ni evidencia». Era un gran sobre marrón con una cuerda y un botón como cierre. Sobre la línea del extremo superior habían escrito en tinta azul: «Para Catherine Cordell. Salutaciones de cumpleaños de A. C».

«Andrew Capra», pensó Rizzoli.

– ¿No lo abriste? -preguntó Moore.

– No. Lo dejé allí, sobre mi escritorio. Y te llamé.

– Buena chica.

Rizzoli pensó que su respuesta era condescendiente, pero estaba claro que Catherine, que le dedicó una sonrisa tensa, no lo había tomado en ese sentido. Algo sucedía entre Moore y Catherine. Una mirada, una corriente tibia, que Rizzoli registraba con una dolorosa punzada de celos. «Estos dos han ido más lejos de lo que imaginaba».

– Parece vacío -dijo él. Con las manos enguantadas liberó el hilo del cierre. Rizzoli deslizó una hoja blanca sobre la abertura para atrapar su contenido. Él dobló la solapa y dio vuelta el sobre.

Unos sedosos cabellos castaño rojizo cayeron y se amontonaron en un brillante montón sobre la hoja de papel.

Un escalofrío recorrió la columna de Rizzoli.

– Parece pelo humano.

– Oh, Dios. Oh, Dios…

Rizzoli se dio vuelta y vio que Catherine retrocedía horrorizada. Rizzoli observó el pelo de Catherine, luego volvió a mirar los mechones que habían caído del sobre. «Es su pelo. Es el pelo de Cordell».

– Catherine. -Moore hablaba despacio, tratando de transmitirle su serenidad. -Es muy probable que no sea tuyo.

Ella le dirigió una mirada de pánico.

– ¿Y si lo es? ¿Cómo pudo…?

– ¿Tienes un cepillo en tu casillero de cirugía? ¿En tu oficina?

– Moore -dijo Rizzoli-. Mira estos cabellos. No fueron extraídos de un cepillo. Las raíces han sido cortadas. -Se volvió hacia Catherine-. ¿Quién le cortó el pelo por última vez, doctora Cordell?

Lentamente, Catherine se acercó a la superficie del escritorio y miró los mechones como si se tratara de una serpiente venenosa.

– Sé cuándo lo hizo -dijo con calma-. Lo recuerdo.

– ¿Cuándo?

– Fue esa noche… -Miró a Rizzoli con una expresión de estupor-. En Savannah.

Rizzoli colgó el teléfono y miró a Moore.

– El detective Singer lo confirmó. Le cortaron un mechón de pelo.

– ¿Por qué eso no apareció en el informe de Singer?

– Cordell no lo notó hasta el segundo día de hospitalización, cuando se miró al espejo. Como Capra estaba muerto, y no se había encontrado pelo en la escena del crimen, Singer asumió que el pelo había sido cortado por el personal del hospital. Tal vez durante el tratamiento de emergencia. La cara de Cordell estaba bastante hinchada, ¿recuerdas? Los médicos de emergencias deben de haberle cortado el pelo para despejar parte del cuero cabelludo.

– ¿Singer confirmó si fue alguien del hospital el que le cortó el pelo?

Rizzoli dejó a un lado su lápiz y suspiró.

– No. Nunca lo averiguó.

– ¿Lo dejó así? Nunca lo mencionó en su informe porque no tenía sentido.

– Bueno, no tiene sentido. ¿Por qué no se encontraron los pelos en la escena del crimen junto al cuerpo de Capra?

– Hay una larga parte de esa noche que Catherine no recuerda. El Rohypnol borró un fragmento importante de su memoria. Capra pudo haber dejado la casa. Pudo haber vuelto más tarde.

– Está bien. Ahora viene la pregunta más difícil. Capra está muerto. ¿Cómo terminó este recuerdo en manos del Cirujano?

Para esto, Moore no tenía respuesta. Dos asesinos, uno vivo y otro muerto. ¿Qué unía a estos dos monstruos? El eslabón entre ambos era algo más que mera energía psíquica; ahora asumía dimensiones físicas. Algo que de hecho podían ver y tocar.

Miró las dos bolsas con evidencia. Una llevaba la etiqueta: «Pelo desconocido». La segunda bolsa contenía una muestra de pelo de Catherine para comparar. Él mismo había cortado los cabellos y los había colocado en la bolsa. Ese pelo se convertía por cierto en un recuerdo tentador. El pelo era algo muy personal. Una mujer lo lleva puesto, duerme con él. Tiene fragancia, color y textura. La esencia misma de toda mujer. No le sorprendía que a Catherine le hubiera horrorizado descubrir que un hombre que no conocía poseyera una parte tan íntima de su persona. Saber que él los había cortado, olido, acostumbrándose a su esencia como un enamorado. «Ahora, el Cirujano conoce bien su olor», pensó.

Era cerca de la medianoche, pero sus luces estaban encendidas. A través de las cortinas corridas vio deslizarse su silueta, y supo que estaba despierta.

Moore caminó hacia el patrullero estacionado y se inclinó para charlar con los dos oficiales.

– ¿Algo para reportar?

– No salió del edificio desde que llegó. Camina bastante. Parece que tiene una noche intranquila.

– Voy a hablar con ella -dijo Moore, y se dio vuelta para cruzar la calle.

– ¿Se queda toda la noche?

Moore se detuvo. Se volvió rígido para mirar al policía.

– ¿Perdón?

– Si se va a quedar toda la noche. Porque si lo hace tendré que avisarles a los de la próxima ronda. Sólo para que sepan que es uno de los nuestros el que está arriba con ella.

Moore se tragó su furia. La pregunta del oficial era razonable, de modo que su reacción de ofendido había sido demasiado rápida.

«Porque sé cómo debe de verse mi actitud; caminando por su puerta a medianoche. Sé lo que debe de cruzarse por sus mentes. Es lo mismo que cruza por la mía».

En el momento en que entró en su departamento, vio la pregunta en sus ojos, y contestó con un sombrío ademán.

– Temo que el laboratorio lo ha confirmado. Fue tu pelo lo que envió.

Ella recibió la noticia en un silencio impávido.

Desde la cocina llegó el silbido de una pava. Ella se dio vuelta y salió del cuarto.

Mientras trababa la puerta, su mirada se detuvo en una brillante cerradura nueva. Cuan insustancial parecía ese acero templado, contra un oponente que podía caminar por las paredes. La siguió a la cocina y la observó apagar la hornalla bajo la tetera que chillaba. Ella tomó una caja de bolsas de té, lanzó una interjección de sorpresa al ver que éstos se desparramaban por la mesada. Un accidente tan nimio parecía tomar las dimensiones de un golpe abrumador. El postrarse sobre la mesada, las manos como garras, con los nudillos blancos contra los azulejos blancos, fue unasola acción. Luchaba por no llorar, por no desmoronarse ante sus ojos, y estaba perdiendo la batalla. La vio tomar una profunda bocanada de aire. Vio que sus hombros se elevaban, y que todo su cuerpo se concentraba en reprimir el sollozo.

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