El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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Doce

La NN femenino se ha mudado.

Tengo en mi mano un tubo de su sangre, y me decepciona que esté fría al tacto. Ha estado guardada por demasiado tiempo en el anaquel del flebotomista, y el calor corporal que este tubo poseyó alguna vez se ha irradiado a través del vidrio y se disipó en el aire. La sangre fría es algo muerto, sin poder y sin alma, y no me conmueve. Es en la etiqueta donde me concentro, un rectángulo blanco pegado al tubo de vidrio, impresa con el nombre de la paciente, su número de habitación y él número del hospital. Aunque el nombre dice «NN femenino», yo sé en realidad a quién pertenece esta sangre. Ya no está más en la unidad de terapia intensiva quirúrgica. Fue trasladada a la habitación 538 del pabellón quirúrgico.

Devuelvo el tubo al anaquel, donde descansa junto a otras dos docenas de tubos, sellados con tapas de goma azules y púrpuras y rojas y verdes; cada una indica un procedimiento distinto a realizar. Las tapas púrpura son para conteos de sangre; las azules, para pruebas de coagulación; las rojas para química y electrolitos. En algunos tubos de tapas rojas la sangre ya se congeló en columnas de gelatina oscura. Reviso entre la pila de órdenes de laboratorio y encuentro la ficha de la NN femenino. Esta mañana la doctora Cordell dejó indicados dos análisis: un conteo de sangre completo y electrolitos serosos. Reviso más concienzudamente las órdenes de laboratorio de anoche, y encuentro una copia en carbónico de otro pedido a nombre de la doctora Cordell.

«Estatuto de gases de sangre arterial, post extubación.

Dos litros de oxígeno por sonda nasogástrica».

Nina Peyton ha sido extubada. Respira por sus propios medios, inhalando aire sin asistencia mecánica, sin un tubo en su garganta.

Estoy sentado inmóvil en mi trabajo, pensando no en Nina Peyton, sino en Catherine Cordell. Ella piensa que ha ganado esta partida. Piensa que es la salvadora de Nina Peyton. Es tiempo de ponerla en su lugar. Es tiempo de que aprenda lo que es la humildad.

Levanto el teléfono y llamo a la cocina del hospital. Me contesta una mujer de tono apurado, con el sonido de bandejas entrechocándose como fondo. Falta poco para la hora de la cena, y no tiene tiempo que perder en conversaciones insustanciales.

– Hablo de Cinco Oeste -miento-. Creo que se pueden haber traspapelado las dietas de dos de nuestros pacientes. ¿Me podría decir qué dieta se le asignó a la habitación 538?

Se produce una pausa y ella escribe en su teclado y llama a información.

– Dieta de líquidos -contesta-. ¿Es correcto?

– Sí, es correcto. Gracias. -Cuelgo.

En el diario de esta mañana se dice que Nina Peyton permanece en estado comatoso y en condiciones críticas. No es verdad. Ella está despierta.

Catherine Cordell le salvó la vida, como sabía que lo haría.

Una flebotomista cruza por mi lugar de trabajo y coloca su bandeja llena de tubos de sangre sobre el mostrador. Nos sonreímos, como todos los días; dos amistosos colegas que necesariamente piensan lo mejor uno del otro. Ella es joven, con pechos firmes y altos, apretados como melones contra su uniforme blanco, y dientes blancos y parejos. Toma una nueva orden de laboratorio, la sacude y sale. Me pregunto si su sangre será salada.

Las máquinas zumban y gorgotean en una perpetua canción de cuna.

Voy a la computadora y abro la lista de pacientes de Cinco Oeste. Hay veinte habitaciones en ese pabellón, que está diseñado en forma de H, con la sala de enfermería ubicada en la barra horizontal de la H. Estudio la lista de pacientes, treinta y tres en total, considerando sus edades y diagnósticos. Me detengo en el nombre número veinte, de la habitación 521.

El señor Hermán Gwadowski, de sesenta y nueve años de edad. Médico a cargo: doctora Catherine Cordell. Diagnóstico: laparotomía de emergencia por traumatismo abdominal múltiple.

La habitación 521 está ubicada en el corredor paralelo al de Nina Peyton. Desde la 521 la habitación de Nina no se ve.

Hago un clic sobre el nombre del señor Gwadowski y accedo a su historia clínica. Está en el hospital desde hace dos semanas y su historia clínica se extiende página tras página en la pantalla. Puedo visualizar sus brazos, las venas como una autopista de pinchazos de aguja y moretones. A juzgar por el nivel de azúcar en la sangre, veo que es diabético. El alto índice de glóbulos blancos señala alguna clase de infección. Noto también que hay cultivos adheridos a una muestra que se le tomó de una herida del pie. La diabetes ha afectado la circulación de sus miembros, y la carne de sus piernas comenzó a necrosar. Veo también un cultivo adherido a una muestra hecha en el área de la línea venosa central.

Me concentro en sus electrolitos. Los niveles de potasio han subido en forma ininterrumpida: 4,5 dos semanas atrás, 4,8 la semana pasada, 5,1 ayer. Es viejo y sus ríñones de diabético luchan por excretar las toxinas cotidianas que se acumulan en su flujo sanguíneo. Tanto toxinas como potasio. No costará mucho colocarlo en el límite.

No conozco al señor Hermán Gwadowski, no al menos personalmente. Voy al anaquel de tubos de sangre que han sido depositados sobre el mostrador y miro las etiquetas. La serie pertenece al sector Cinco Este y Oeste, y hay veinticuatro tubos en las diversas ranuras. Encuentro un tubo de tapa roja de la habitación 521. Es la sangre del señor Gwadowski.

Levanto el tubo y lo giro lentamente para estudiarlo bajo la luz. No se ha coagulado, y el fluido interior se ve oscuro y ligeramente salobre, como si la aguja que pinchó la vena del señor Gwadowski en realidad hubiera dado con un pozo estancado. Destapo el tubo y huelo su contenido. Huelo la urea de un anciano, la dulzura espesa de la infección. Huelo un cuerpo que ya ha comenzado a descomponerse, aun cuando el cerebro continúe negándose a la idea de que el caparazón que lo rodea está muriendo.

Es de esta manera como conozco al señor Gwadowski.

No será una amistad muy larga.

Angela Robbins era una enfermera responsable y estaba irritada porque la dosis de antibióticos de las diez para el señor Gwadowski no había llegado todavía. Se acercó al empleado del pabellón Cinco Oeste y dijo:

– Todavía estoy esperando los medicamentos intravenosos del señor Gwadowski. ¿Puede volver a llamar a Farmacia?

– ¿Revisó la planilla de Farmacia? Llegó a las nueve.

– No había nada en ella para Gwadowski. Necesita su dosis intravenosa de Zosyn ahora mismo.

– Oh, acabo de recordarlo. -El empleado se levantó y se acercó a unos casilleros en el extremo opuesto del mostrador-. Lo trajo hace un rato un asistente de Cuatro Oeste.

– ¿Cuatro Oeste?

– Enviaron la bolsa al piso equivocado. -El empleado corroboró la etiqueta-. Gwadowski, 521A.

– Exacto -dijo Angela, tomando la pequeña bolsa.

En su camino de regreso a la habitación, leyó la etiqueta, confirmando el nombre del paciente, la orden del médico, y la dosis de Zosyn que había sido agregada a la bolsa de solución salina. Todo estaba en orden. Hace dieciocho años, cuando Angela había comenzado a trabajar como enfermera novata, cualquier enfermera registrada podía entrar tranquilamente en el pabellón de suministros, tomar una bolsa de fluido intravenoso y agregar los medicamentos necesarios. Un par de errores cometidos por enfermeras apuradas y unas pocas demandas muy publicitadas habían cambiado todo eso. Ahora hasta una sencilla bolsa de solución salina intravenosa con añadido de potasio tenía que venir de la farmacia del hospital. Era una instancia burocrática más, un nuevo eslabón en la complicada maquinaria de la atención sanitaria, y Angela lo lamentaba. Había causado que se demorara una hora la llegada de esta bolsa de solución salina.

Conectó el entubado intravenoso del señor Gwadowski a la nueva bolsa y la colgó de la barra. A lo largo de la operación, el señor Gwadowski permaneció impávido. Estaba en coma desde hacía dos semanas, y ya exudaba el olor de la muerte. Angela había sido enfermera por bastante tiempo como para reconocer ese hedor, semejante al sudor ácido; ése era el preludio al tránsito final. Cada vez que lo detectaba, solía murmurar a las otras enfermeras: «Éste no va a lograrlo». Eso era lo que pensaba ahora, mientras abría el flujo de la sonda y chequeaba los signos vitales del paciente. «Éste no va a lograrlo». Con todo, realizaba sus tareas con el mismo cuidado que le daría a cualquier otro paciente.

Era tiempo de someterlo a un baño de esponja. Acercó una palangana con agua caliente hasta la cama, mojó un lienzo, y comenzó a fregar la cara del señor Gwadowski. Permanecía con la boca abierta, la lengua seca y arrugada. Si tan sólo le permitieran morir. Si tan sólo lo liberaran de este infierno. Pero el hijo no permitiría ni siquiera un cambio en el protocolo, y así el pobre viejo continuaba viviendo, si es que a eso se le podía llamar vida; su corazón continuaba latiendo en esa descompuesta coraza que era su cuerpo.

Abrió la bata que llevaban los pacientes del hospital y corroboró el sitio donde entraba la línea intravenosa central. La marca se veía ligeramente roja, lo que la preocupó. Ya no tenían lugar en el brazo por dónde canalizarlo. Este lugar era ahora la única vía de acceso, y Angela siempre tenía el cuidado de mantener la herida limpia y con tela adhesiva nueva. Tras el baño en la cama, debía cambiarlo de ropa.

Le secó el pecho, deslizando el paño mojado por los surcos de las costillas. Podía inferir que nunca había sido un hombre musculoso, y lo que quedaba de su pecho era apenas un pergamino extendido sobre los huesos.

Escuchó pasos, y no le alegró ver al hijo del señor Gwadowski entrar en la habitación. Con una rápida mirada la puso a la defensiva. Así era este hombre; siempre señalaba los errores y descuidos en los demás. Solía hacerlo con su hermana. Una vez Angela los había escuchado discutir, y tuvo que reprimirse para no salir en defensa de la hermana. A fin de cuentas, a Angela no le correspondía decir a este tipo lo que ella pensaba de sus amenazas. Pero tampoco consideraba correcto manifestarse demasiado amistosa con él. De modo que se limitó a mover la cabeza, y continuó con su baño de esponja.

– ¿Cómo está? -preguntó Ivan Gwadowksi.

– No hubo cambios. -Su voz era fría e impersonal. Hubiera deseado que se retirara, que terminara con su pequeña ceremonia de fingida preocupación, y que la dejara hacer tranquila su trabajo. Era lo suficientemente perceptiva como para entender que el amor constituía un aspecto ínfimo de la causa de su presencia allí. Había asumido esta responsabilidad porque era lo que estaba acostumbrado a hacer, y porque no delegaría el control en nadie. Ni siquiera en la Muerte.

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