El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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– ¿Ha venido a verlo la doctora?

– La doctora Cordell viene todas las mañanas.

– ¿Y qué dice ella del hecho de que siga en coma?

Angela devolvió el paño a la palangana y se irguió para mirarlo.

– No creo que haya mucho que decir, señor Gwadowski.

– ¿Cuánto tiempo estará así?

– El tiempo que usted permita que esté así.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– ¿No sería más humano dejarlo morir?

Ivan Gwadowski la miró fijo.

– Sí, eso facilita la vida de todos, ¿no es así? Y deja libre otra cama de hospital.

– Eso no fue lo que dije.

– Sé cómo funcionan los hospitales hoy en día. El paciente permanece mucho tiempo, y ustedes corren con los gastos.

– Yo sólo hablaba de lo que es mejor para su padre.

– Lo mejor sería que el hospital hiciera su trabajo.

Antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse, Angela se dio vuelta y tomó el paño de la palangana. Lo volvió a sacar con manos temblorosas. «No discutas con él. Sólo haz tu trabajo. Es la clase de hombre que se toma todo a pecho».

Colocó el paño empapado sobre el abdomen del paciente. Sólo entonces advirtió que el anciano no respiraba.

Al instante Angela palpó el cuello en busca del pulso.

– ¿Qué pasa? -preguntó el hijo-. ¿Está bien?

Ella no contestó. Empujándolo, salió corriendo al pasillo.

– ¡Código azul! -gritó-. ¡Código azul para la habitación 521!

Catherine salió a toda velocidad de la habitación de Nina Peyton y rodeó el extremo del corredor, hacia el siguiente pasillo. El personal ya se había reunido en la habitación 521 y se amontonaba en el pasillo, donde un grupo de estudiantes de medicina con los ojos muy abiertos estiraban sus cuellos para ver la acción.

Catherine se abrió paso a empujones dentro de la habitación y exclamó, por encima del caos:

– ¿Qué sucedió?

Angela, la enfermera del señor Gwadowski, dijo:

– ¡Dejó de respirar! No tiene pulso.

Catherine consiguió acercarse hasta la cama y vio que otra enfermera ya le había colocado una máscara sobre la cara y bombeaba oxígeno a sus pulmones. Un residente tenía sus manos sobre el pecho, y con cada compresión contra el esternón, mandaba sangre desde el corazón, forzándola a través de venas y arterias. Alimentando los órganos, alimentando el cerebro.

– ¡Electrodos de electrocardiograma en su lugar! -señaló alguien.

La mirada de Catherine voló hacia el monitor. La línea mostraba una fibrilación ventricular. Las cámaras del corazón ya no se contraían. En cambio los músculos individuales temblaban, y el corazón se había convertido en una bolsa flaccida.

– ¿Las paletas están cargadas? -dijo Catherine.

– Cien joules.

– ¡Adelante!

La enfermera colocó las paletas de desfibrilación sobre el pecho y gritó:

– ¡Todos atrás!

Las paletas realizaron la descarga, enviando un sacudón eléctrico al corazón. El pecho del hombre saltó del colchón como un gato sobre una parrilla.

– ¡Continúa en fibrilación ventricular!

– Un miligramo de epinefrina intravenosa, luego haremos otra descarga de cien -dijo Catherine.

El glóbulo de epinefrina se deslizó a través de la línea central.

– ¡Atrás!

Una nueva descarga de las paletas, un nuevo salto del pecho.

En el monitor, la línea de electrocardiograma se elevó bruscamente, y luego volvió a una temblequeante raya. Los últimos estertores de un corazón agonizante.

Catherine observó al paciente y pensó: «¿Cómo puedo revivir esta montaña de huesos marchitos?»

– ¿Quiere… seguir insistiendo? -preguntó un residente, jadeando mientras comprimía. Una gota de sudor se deslizó brillante por su mejilla.

«No quiero resucitarlo en absoluto», pensó, y estaba a punto de darlo por terminado cuando Angela le susurró al oído:

– El hijo está aquí. Está mirando.

Catherine le lanzó una mirada a Ivan Gwadowski, parado junto a la puerta. Ahora no tenía opción. Por algo menos que este esfuerzo, el hijo se aseguraría de que lo pagara con el infierno.

En el monitor, la línea trazaba la superficie de un mar agitado por la tormenta.

– Vamos una vez más -dijo Catherine-. Doscientos joules esta vez. Que traigan sangre para el código de litio.

Escuchó el reverbero metálico del cajón del equipo de resucitación al abrirse. Aparecieron tubos de sangre y una jeringa.

– ¡No puedo encontrar la vena!

– Utilice la línea central.

– ¡Háganse a un lado!

Todos se alejaron mientras las paletas descargaban.

Catherine observó el monitor, con la esperanza de que la descarga haría reaccionar al corazón. Por el contrario, la línea bajó a unas olitas apenas perceptibles.

Un nuevo glóbulo de epinefrina atravesó la línea central.

El residente, colorado y transpirado, reanudó la compresión sobre el pecho. Un nuevo par de manos tomó la bolsa y comenzó a mandar aire a los pulmones, pero era como tratar de insuflar vida a una vaina seca. Catherine ya podía percibir el cambio de voces a su alrededor, el tono de urgencia aplacado, las palabras secas y automáticas. Ahora era meramente un ejercicio, destinado a una inevitable derrota. Miró alrededor del cuarto, y a más de una docena de personas amontonadas alrededor de la cama, y vio que la decisión a tomar era obvia para todos. Tan sólo esperaban su palabra.

Ella la pronunció.

– Llamemos al encargado del protocolo -dijo-. Once horas trece minutos.

En silencio, todos se alejaron, mirando calladamente el objeto de su derrota, Herman Gwadowski, que yacía enfriándose entre una maraña de cables y sondas. Una enfermera apagó el monitor del electrocardiograma y el osciloscopio quedó en blanco.

– ¿Por qué no le ponen un marcapasos?

Catherine, a punto de firmar la hoja del protocolo, se dio vuelta y vio que el hijo del paciente había ingresado en la habitación.

– No queda nada por hacer -dijo-. Lo siento. No logramos hacer que su corazón volviera a latir.

– ¿No se usan los marcapasos para eso?

– Hicimos todo lo que pudimos.

– Todo lo que hicieron fue darle electricidad.

«¿Todo?» Miró alrededor de la habitación, la evidencia de sus esfuerzos, las jeringas usadas, los frascos de remedios y los envoltorios abiertos. Los despojos médicos que quedaban después de cada batalla. Todos en la habitación miraban, observando cómo manejaría esto Catherine.

Ella dejó caer la planilla sobre la que había estado escribiendo, los labios ya moldeados por palabras de ira. Nunca tuvo oportunidad de pronunciarlas. En cambio se abalanzó hacia la puerta.

En algún lugar del pabellón una mujer estaba gritando.

En un instante Catherine salió de la habitación, con las enfermeras tras ella. A toda carrera dobló la curva y localizó a una asistente parada en el corredor, sollozando y apuntando hacia la habitación de Nina. La silla fuera de la habitación estaba vacía.

«Allí debería haber un policía. ¿Dónde está?»

Catherine abrió la puerta de un empujón y se quedó helada.

La sangre fue lo primero que vio; luminosas cintas que bajaban en arroyos por la pared. Luego miró a la paciente, despatarrada boca abajo en el piso. Nina había caído a medio camino entre la pared y la puerta, como si se las hubiera arreglado para tambalearse un par de pasos antes de caer. Sus vías intravenosas estaban desconectadas y un río de solución salina brotaba por el tubo abierto y caía al piso, donde se acumulaba un charco próximo a una acumulación de sangre mucho mayor.

«Estuvo aquí. El Cirujano estuvo aquí».

Aunque la fuerza de su instinto le gritaba que se alejara, que volara de allí, se obligó a dar un paso adelante, a caer de rodillas junto a Nina. La sangre empapaba sus pantalones de hospital, y todavía estaba caliente. Dio vuelta el cuerpo boca arriba.

Con una sola mirada a la cara blanca, a los ojos fijos, supo que Nina ya había muerto. «Apenas unos minutos atrás escuché tu corazón latiendo».

Emergiendo lentamente de su estupor, Catherine levantó la vista y vio un círculo de caras asustadas.

– El policía -exclamó-. ¿Dónde está el policía?

– No lo sabemos.

Se incorporó con dificultad, y todos se hicieron a un lado para dejarla pasar. Ignorando el hecho de que estaba rastreando una línea de sangre, salió fuera de la habitación, la mirada perdiéndose frenética a un lado y otro del corredor.

– ¡Oh, Dios mío! -gritó una enfermera.

En el extremo del corredor, una oscura línea avanzaba lentamente por el piso. Sangre. Brotaba por debajo de la puerta de la sala de abastecimiento.

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