El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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Trece

Rizzoli contemplaba la grabación de la escena del crimen hecha en la habitación del hospital de Nina Peyton. La sangre arterial había brotado en un diseño celebratorio de ondulantes estrías. Continuaba su camino por el corredor hasta la sala de abastecimiento, donde había sido encontrado el cuerpo del policía. También ese umbral cruzaba el campo de grabación de la cinta. Allí dentro había un bosque de barras para vías intravenosas, estantes con papagayos y palanganas y cajas de guantes, todo atravesado por zigzagueantes líneas de sangre. Uno de los suyos había muerto en ese cuarto, y para cada integrante del Departamento de Policía de Boston, la cacería del Cirujano era ahora algo profunda e intensamente personal.

Ella se volvió hacia el oficial parado cerca.

– ¿Dónde está el detective Moore?

– Abajo, en la administración. Están buscando las grabaciones de seguridad del hospital.

Rizzoli miró a un lado y a otro del corredor, pero no logró ubicar ninguna cámara. No tendrían videos de este pasillo.

Se deslizó escaleras abajo hacia la sala de conferencias, donde Moore y dos enfermeras controlaban las grabaciones de seguridad. Nadie la miró pasar; todos estaban concentrados en el monitor de televisión, donde pasaban la cinta.

Pertenecía a la cámara frente a los ascensores del sector Cinco Oeste. En el video, la puerta del ascensor se abrió. Moore congeló la imagen.

– Allí -dijo-. Éste es el primer grupo en salir del ascensor después de que se pidió el código. Conté once pasajeros, y todos salieron apurados.

– Es lo previsible con un código azul -dijo la enfermera de guardia-. El anuncio se transmite por todo el sistema de parlantes del hospital. Se asume que todo el que esté disponible debe presentarse.

– Mire bien estas caras -dijo Moore-. ¿Los reconoce a todos? ¿Hay alguien allí que no debería estar?

– No puedo ver todas las caras. Salen del ascensor como en bloque.

– ¿Qué dices tú, Sharon? -preguntó Moore a la segunda enfermera.

Sharon se inclinó hacia la pantalla.

– Esas tres de ahí son enfermeras. Y los dos jóvenes, al costado, son estudiantes de medicina. Reconozco al tercer hombre de allí… -Señaló el extremo de la pantalla-. Es un ordenanza. Los demás me parecen familiares pero no conozco sus nombres.

– Está bien -dijo Moore con voz cansada-. Veamos el resto. Luego veremos la grabación de la cámara del hueco de la escalera.

Rizzoli se acercó hasta quedar parada tras la enfermera de guardia.

En la pantalla las imágenes retrocedieron hasta que se cerró la puerta del ascensor. Moore apretó reproducir y la puerta volvió a abrirse. Once personas salieron, moviéndose como un organismo de múltiples patas en su urgencia por llegar a tiempo para el código. Rizzoli vio el apremio en sus caras, y aun sin sonido, la sensación de estado crítico era evidente. Ese grupo de personas se desvaneció por el costado de la pantalla. La puerta del ascensor se cerró. Pasó un momento, y la puerta volvió a abrirse para descargar otro tropel de empleados. Rizzoli contó trece pasajeros. Hasta el momento un total de veinticuatro personas habían bajado en ese piso en el lapso de tres minutos; y eso, sólo considerando el ascensor. ¿Cuántos más habrían aparecido por las escaleras? Rizzoli observaba con sorpresa creciente. Los tiempos eran impecables. Pedir un código azul era como desatar una estampida. Con docenas de personal de todo el hospital convergiendo en Cinco Oeste, cualquiera que llevara un guardapolvos blanco podía colarse inadvertido. El asesino sin duda se habría ubicado en el extremo del ascensor, detrás de todo el resto. Habría tomado el recaudo de tener a alguien entre él y la cámara. Estaban detrás de alguien que sabía exactamente cómo funcionaba un hospital.

Observó el segundo grupo de pasajeros del ascensor desaparecer de cámara. Dos de las caras permanecían ocultas durante todo el desplazamiento.

Ahora Moore cambió las cintas, y la visión fue otra. Miraban la puerta que daba a la escalera. Por un momento nada sucedió. Cuando la puerta se abrió, un hombre de guardapolvos blanco pasó de largo.

– Lo conozco. Es Mark Noble, uno de los residentes -dijo Sharon.

Rizzoli sacó su cuaderno de espiral y apuntó el nombre.

La puerta volvió a abrirse, y emergieron dos mujeres, ambas en uniforme blanco.

– Ésa es Verónica Tam -dijo la enfermera de guardia, apuntando a la más baja de las dos-. Trabaja en Cinco Oeste. Estaba libre cuando se pidió el código.

– ¿Y la otra mujer?

– No lo sé. No se le ve bien la cara.

Rizzoli anotó:

10:48, cámara de las escaleras:

Verónica Tam, enfermera, Cinco Oeste.

Mujer desconocida, pelo negro, uniforme de laboratorio.

Un total de siete personas pasó por la puerta de la escalera. Las enfermeras reconocieron a cinco de ellas. En total Rizzoli contó treinta y una personas que habían llegado por el ascensor y las escaleras. Añadido al personal que trabajaba en ese piso, se estaban enfrentando al menos con cuarenta personas con acceso a Cinco Oeste.

– Ahora observen qué sucede mientras la gente se retira durante y después del código -dijo Moore-. Ahora no están apurados. Tal vez podamos reconocer algunas caras más y sus nombres. -Adelantó la cinta. En un rincón de la pantalla, el reloj avanzó ocho minutos. El código seguía adelante, pero ya el personal innecesario comenzaba a apartarse de la guardia. La cámara captó sólo seis espaldas que caminaban a la puerta de la escalera. Primero, dos varones estudiantes de medicina, seguidos un poco después por un tercer hombre no identificado, que salía solo. Luego se produjo una larga pausa, que Moore adelantó. Se vio a un grupo de cuatro hombres que salían juntos hacia las escaleras. La hora marcaba las 11:14. Para entonces el código había terminado oficialmente, y Herman Gwadowski había sido declarado muerto.

Moore cambió las cintas. Una vez más, miraban el ascensor.

Para el momento en que pasaron nuevamente toda la cinta, Rizzoli había escrito tres páginas de notas, detallando el número de llegadas durante el código. Trece hombres y diecisiete mujeres habían respondido a la emergencia. Ahora Rizzoli contaba cuántos aparecían después de finalizado el código.

Los números no cerraban.

Por fin Moore apretó el botón detener, y la pantalla quedó en blanco. Habían estado mirando el video por más de una hora, y las dos enfermeras se veían como impactadas por una explosión.

Cortando el silencio, la voz de Rizzoli pareció asustarlas a ambas.

– ¿Tienen algún empleado que trabaje en Cinco Oeste durante sus turnos? -preguntó.

La enfermera de guardia miró a Rizzoli. Parecía sorprendida de que otro policía se hubiera deslizado en el cuarto sin que ella lo notara.

– Hay un enfermero que llega a las tres. Pero no hay hombres durante mi turno.

– ¿Y no había ningún hombre trabajando en Cinco Oeste en el momento en que se pidió el código?

– Pudo haber residentes de cirugía en el piso. Pero no enfermeros.

– ¿Qué residentes? ¿Los recuerda?

– Siempre entran y salen, haciendo guardias. No tengo registro de ellos. Estamos ocupadas con nuestro propio trabajo. -La enfermera miró a Moore-. Necesitamos volver al piso.

Moore asintió.

– Pueden ir. Gracias.

Rizzoli esperó hasta que las enfermeras abandonaron la sala. Entonces le dijo a Moore:

– El Cirujano ya estaba en la guardia. Antes incluso de que se pidiera el código, ¿no?

Moore se levantó y se acercó a la videocasetera. Podía leer la ira en su lenguaje corporal, la manera en que sacaba la cinta de la máquina, la forma en que enterraba la otra cinta.

– Trece hombres llegaron a Cinco Oeste. Y se fueron catorce. Hay un hombre de más. Tiene que haber estado ahí todo el tiempo.

Moore apretó reproducir, la cinta de la escalera comenzó a girar nuevamente.

– Maldición, Moore. Crowe estaba a cargo de arreglar la vigilancia. Y ahora hemos perdido a nuestra única testigo.

No contestó, sino que contempló la pantalla, observando las figuras, ahora familiares, aparecer y desaparecer por la puerta de la escalera.

– Este asesino camina por las paredes -dijo ella-. Se esconde en el aire. Hay nueve enfermeras trabajando en ese piso, y ninguna de ellas se percató de su presencia. Estuvo con ellas todo ese maldito tiempo.

– Ésa es una posibilidad.

– ¿Entonces cómo hizo con el policía? ¿Por qué un policía se vería obligado a abandonar la puerta del paciente para entrar en la sala de abastecimiento?

– Tiene que ser alguien con quien estuviera familiarizado. O alguien que no representaba una amenaza.

Y en la excitación de un código, con todo el mundo angustiado por salvar una vida, era natural para un empleado del hospital dirigirse a la única persona parada en el pasillo: el policía. Era natural que le hubiera pedido ayuda al policía para algún asunto en la sala de abastecimiento.

Moore apretó pausa.

– Allí -dijo en voz baja-. Creo que ése es nuestro hombre.

Rizzoli miró con atención la pantalla. Era el hombre que había caminado solo hacia la escalera a principios del código. Sólo podían ver su espalda. Llevaba un abrigo blanco y un uniforme quirúrgico. Una estrecha franja de pulcro pelo castaño se hacía visible bajo su gorra. Tenía una constitución delgada, hombros para nada imponentes, y toda su postura se encorvaba hacia delante como un signo de interrogación humano.

– Éste es el único lugar en donde lo vemos -dijo Moore-. No lo pude localizar en la grabación del ascensor. Y tampoco lo vi ingresar por esta puerta de la escalera. Pero sí se retira por allí. Mira cómo empuja la puerta con su cadera, sin tocarla con las manos. Apuesto a que no dejó huellas en ninguna parte. Es demasiado cuidadoso. Y fíjate cómo se inclina hacia delante, como si supiera que está siendo filmado. Sabe que lo estamos buscando.

– ¿Tenemos alguna identificación?

– Ninguna de las enfermeras pudo decir quién era.

– Mierda, estaba en su piso.

– Igual que tanta gente. Todos estaban concentrados en salvar a Hermán Gwadoswski. Todos menos él.

Rizzoli se acercó a la pantalla de video, la mirada congelada sobre la solitaria silueta enmarcada por el pasillo blanco. A pesar de no verle la cara, sintió el escalofrío que le hubiera producido ver los ojos del diablo. «¿Eres el Cirujano?»

– Nadie recuerda haberlo visto -dijo Moore-. Nadie recuerda haber subido con él en el ascensor. Pero ahí está. Un fantasma que aparece y desaparece a voluntad.

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