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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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El taxista frenó y dijo que le pagara. ¿Piensa usted marcharse?, dijo Kessler. No, dijo el taxista, yo lo espero, pero nadie me garantiza que vaya a volver usted con algo de dinero en los bolsillos.
Kessler se echó a reír. ¿Cuánto quiere? Con veinte dólares es suficiente, dijo el taxista. Kessler le dio un billete de veinte y se bajó del taxi. Durante un rato, con las manos en los bolsillos y la corbata desanudada, estuvo curioseando por el improvisado mercadillo. Le preguntó a una viejita que vendía piña con chile hacia dónde iban los camiones, pues todos salían en la misma dirección. Se recogen a Santa Teresa, dijo la viejita. ¿Y más allá qué hay?, dijo en español e indicando con el dedo la dirección contraria. El parque, pues, dijo la viejita. Le compró, por delicadeza, un trozo de piña con chile, que tiró al suelo nada más alejarse de allí. Ya ve que no me ha pasado nada, le dijo al taxista al volver al coche. Habrá sido un milagro, dijo el taxista sonriendo por el espejo retrovisor. Vamos al parque, dijo Kessler. Al final de la explanada, que era de tierra, el camino se bifurcaba en dos direcciones, que luego, a su vez, volvían a bifurcarse en otras dos. Los seis caminos estaban pavimentados y confluían en el Parque Industrial Arsenio Farrel. Las naves industriales eran altas y cada fábrica estaba cercada por barreras de alambre y la iluminación que caía de los grandes postes de luz lo inundaba todo con un halo incierto de premura, de evento importante, lo que no era cierto, pues sólo se trataba de un día más de trabajo. Kessler volvió a bajarse del taxi y respiró el aire de la maquila, el aire laboral del norte de México. Los autobuses que llegaban con trabajadores y los que abandonaban el parque con trabajadores. Un aire húmedo y fétido, como de aceite quemado, le azotó la cara. Creyó escuchar risas y una música de acordeón engarzadas con el viento. Hacia el norte del Parque Industrial se extendía un mar de techados construidos con material de desecho. Hacia el sur, tras las chabolas perdidas, divisó una isla de luz y supo de inmediato que aquello era otro Parque Industrial. Le preguntó al taxista por el nombre.
El taxita salió y miró durante un rato en la dirección indicada por Kessler. Ése debe ser el Parque Industrial General Sepúlveda, dijo. Empezó a anochecer. Hacía tiempo que Kessler no veía un atardecer tan hermoso. Los colores se arremolinaban en el ocaso y aquello le recordó un atardecer que había visto hacía muchos años en Kansas. No era exactamente igual, pero en lo que respecta a los colores era lo mismo. Él estaba allí, recordó, en la carretera, con el sheriff y un compañero del FBI, y el coche se detuvo un momento, tal vez porque uno de los tres tenía que bajarse a orinar, y entonces lo vio. Colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas danzando mientras la noche avanzaba como un cojo por el este. Vámonos, jefe, dijo el taxista, no abusemos de la suerte.
¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo poco que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima.
El catorce de octubre, a un lado de un camino de terracería que lleva desde la colonia Estrella hasta los ranchos del extrarradio de Santa Teresa, se localizó el cuerpo de otra mujer muerta. Vestía una camiseta azul marino de manga larga, una chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas, pantalón de mezclilla marca Levis, un cinturón ancho con hebilla forrada de terciopelo, botas de tacón fino, de media caña, y calcetines blancos, bragas negras y sostén blanco. La muerte, según el informe forense, fue debida a asfixia por estrangulamiento. Alrededor del cuello conservaba un cable eléctrico de color blanco, de un metro de longitud, con un nudo en medio y cuatro puntas, el que previsiblemente fue utilizado para estrangularla. Se apreciaron asimismo huellas externas de violencia alrededor del cuello, como si antes de usar el cable hubieran pretendido estrangularla con las manos, excoriaciones en el brazo izquierdo y en la pierna derecha y marcas de golpes en los glúteos, como si la hubieran pateado. Según el informe llevaba tres o cuatro días muerta. Se calculó su edad entre los veinticinco y treinta años.
Posteriomente fue identificada como Rosa Gutiérrez Centeno, de treintaiocho años de edad, antigua obrera de la maquila y en el momento de su deceso mesera de una cafetería del centro de Santa Teresa, desaparecida desde hacía cuatro días. La identificó su hija, del mismo nombre y de diecisiete años de edad, con la que vivía en la colonia Álamos. La joven Rosa Gutiérrez Centeno vio el cadáver de su madre en las dependencias de la morgue y dijo que era ella. Por si quedaba alguna duda declaró que la chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas era suya, de su propiedad, y que con su madre solía compartirla, como compartían tantas cosas.
Hubo varias épocas, dijo la diputada, en que nos veíamos a diario. Por supuesto, de niñas, en el colegio, no teníamos otra alternativa. Pasábamos los recreos juntas y compartíamos juegos y hablábamos de nuestras cosas. A veces ella me invitaba a su casa y yo solía ir encantada, aunque mis padres y mis abuelos no eran proclives a que me juntara con niñas como Kelly, no por ella, claro, sino por sus padres, por miedo a que el arquitecto Rivera de alguna manera aprovechara la amistad de su hija para acceder a lo que mi familia consideraba sacrosanto, el círculo de hierro de nuestra intimidad, que había resistido a los embites de la revolución y a la represión que hubo después del levantamiento cristero y a la marginación en que se asaban a fuego lento los restos del porfirismo, en realidad los restos del iturbidismo mexicano. Para que se haga usted una idea: con Porfirio Díaz mi familia no estaba mal, pero con el emperador Maximiliano estaba mejor, y con Iturbide, con una monarquía iturbidista sin sobresaltos e interrupciones, pues habría estado en su momento óptimo. Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos o seres violentos venidos de no se sabe dónde para llevar a México a la ruina. Ladrones, la mayoría. Arribistas. Vividores. Gente sin escrúpulos. El arquitecto Rivera, como puede usted imaginar, encarnaba para ellos el prototipo del trepador social. Daban por supuesto que su mujer no era católica. Probablemente, por lo que llegué a escuchar, la consideraban una puta. En fin, lindezas de ese tipo.
Pero jamás me prohibieron que la visitara (aunque, como le digo, no era de su agrado) o que yo la invitara, cada vez con más frecuencia, a mi casa. La verdad es que a Kelly le gustaba mi casa, yo diría que le gustaba más que la suya, y en el fondo resulta comprensible que así fuera y eso decía mucho sobre su gusto, que ya desde niña se manifestaba con gran lucidez.