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2666
Название: 2666
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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2666 - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.

Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.

Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.

El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.

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O con gran terquedad, que tal vez es la palabra más apropiada.

En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿no le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos.

En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada.

Más terca que yo, que ya es decir. ¿Por qué le gustaba mi casa más que la suya? Pues porque la mía tenía clase y la suya sólo tenía estilo, ¿comprende la diferencia? La casa de Kelly era bonita, mucho más cómoda que la mía, con más confort, quiero decir, una casa con luz, con una sala grande y agradable, ideal para recibir visitas o dar fiestas, con un jardín moderno, de césped y cortacésped, una casa racional, como se solía decir en aquellos años. La mía, ya usted la puede apreciar, es esta misma, aunque por supuesto mucho más descuidada de como está ahora, un caserón que olía a momias y a velas, más que una casa una capilla gigantesca, pero en donde estaban presentes los atributos de la riqueza y de la permanencia de México.

Una casa sin estilo, en ocasiones fea como un barco hundido, pero con clase. ¿Y sabe lo que es tener clase? Ser, en última instancia, soberano. No deberle nada a nadie. No tener que dar explicaciones de nada a nadie. Y así era Kelly. No quiero decir que ella tuviera consciencia de eso. Ni yo. Las dos éramos unas niñas y éramos simples y complicadas como niñas y no nos enredábamos con palabras. Pero ella era así. Pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer. ¿Tiene usted hijas? No, dijo Sergio. Ni hijas ni hijos. Bueno, si tiene alguna vez hijas sabrá de lo que le hablo. La diputada guardó silencio durante un rato. Yo sólo he tenido un hijo, dijo. Vive en los Estados Unidos, está estudiando. A veces me gustaría que no volviera a México jamás. Creo que sería lo mejor para él.

Aquella noche a Kessler lo fueron a buscar al hotel para una cena de gala en casa del presidente municipal. En la mesa estaban el procurador del estado de Sonora, el subprocurador, dos policías judiciales, un tal doctor Emilio Garibay, jefe del departamento forense y catedrático de patología y medicina legal de la Universidad de Santa Teresa, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Abraham Mitchell, a quien todos llamaban Conan, los empresarios Conrado Padilla y René Alvarado, y el rector de la universidad, don Pablo Negrete, acompañados de sus esposas los que las tenían o solos, mucho más fúnebres y silenciosos los célibes, aunque alguno entre estos últimos parecía feliz de su condición y no paraba de reír y de contar anécdotas y alguno había que estando casado había sido invitado sin su esposa.

Durante la comida no se habló de crímenes sino de negocios (la situación económica de aquella franja fronteriza era buena y podía todavía mejorar) y de películas, en especial de aquellas en las que Kessler había trabajado como asesor. Tras el café, y después de la desaparición diríase que instantánea de las mujeres, previamente aleccionadas por sus cónyuges, los hombres, recogidos en la biblioteca, que más que biblioteca parecía un salón de trofeos o salón de caza de un rancho de lujo, tocaron, con prudencia al principio excesiva, el gran tema. Para sobresalto de algunos, Kessler respondió a las preguntas iniciales con otras preguntas. Preguntas que dirigió, además, a las personas equivocadas. Por ejemplo, le preguntó a Conan Mitchell qué creía él, como ciudadano norteamericano, que estaba pasando en Santa Teresa. Los que sabían inglés tradujeron. A algunos no les pareció de buen tono empezar por el norteamericano.

Y menos aún hacerle la pregunta en su condición de ciudadano norteamericano. Conan Mitchell dijo que no tenía una idea formada al respecto. Acto seguido Kessler le hizo la misma pregunta al rector Pablo Negrete. Éste se encogió de hombros, ensayó una sonrisa, dijo que lo suyo era el mundo de la cultura y luego tosió y se calló. Finalmente Kessler quiso saber la opinión del doctor Garibay. ¿Quiere que le responda como vecino de Santa Teresa o como forense?, preguntó a su vez Garibay. Como ciudadano común y corriente, dijo Kessler.

Un forense difícilmente será jamás un ciudadano común y corriente, dijo Garibay, demasiados cadáveres. La mención de los cadáveres rebajó el entusiasmo de los que allí se congregaban.

El procurador del estado de Sonora le hizo entrega de un dossier.

Uno de los judiciales dijo que él creía que había, en efecto, un asesino en serie, pero que éste ya estaba en la cárcel. El subprocurador le contó a Kessler la historia de Haas y de la banda de los Bisontes. El otro judicial quiso saber qué pensaba Kessler de los asesinos imitativos. A Kessler le costó entender la pregunta hasta que Conan Mitchell le susurró copycats. El rector de la universidad lo invitó a dar un par de clases magistrales. El presidente municipal le reiteró lo feliz que lo hacía su presencia allí, en la ciudad. Cuando volvió a su hotel, en uno de los coches oficiales de la corporación municipal, Kessler pensó que toda esa gente era, en verdad, muy simpática y hospitalaria, tal como él pensaba que eran los mexicanos. Por la noche, cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó.

El que empezó a matar fue Antonio Uribe, dijo Haas. Daniel lo acompañaba y lo ayudaba después a deshacerse de los cadáveres.

Pero poco a poco Daniel se fue interesando, aunque ésta no es la palabra correcta, dijo Haas. ¿Cuál es la palabra correcta?, le preguntaron los periodistas. La diría si no hubiera mujeres escuchando, dijo Haas. Los periodistas se rieron. La periodista de El Independiente de Phoenix dijo que por ella no se anduviera con remilgos.

Chuy Pimentel fotografió a la abogada. Una mujer hermosa, a su manera, pensó el fotógrafo: con buen porte, alta, de expresión orgullosa, ¿qué es lo que empuja a una mujer así a pasarse la vida en juzgados y visitando a sus clientes en la cárcel? Dilo, Klaus, dijo la abogada. Haas miró el techo. La palabra correcta, dijo, es calentando. ¿Calentando?, dijeron los periodistas. Daniel Uribe, a fuerza de mirar lo que hacía su primo, se fue calentando, dijo Haas, y poco después él también empezó a violar y a matar.

Chale, exclamó la periodista de El Independiente de Phoenix.

En los primeros días de noviembre un grupo de excursionistas de un colegio privado de Santa Teresa encontró los restos de una mujer en la ladera más abrupta del cerro La Asunción, también conocido como cerro Dávila. Desde el teléfono móvil del profesor que iba a cargo del grupo se telefoneó a la policía, que se presentó en el lugar de autos cinco horas después, cuando ya faltaba poco para oscurecer. En la ascensión al cerro uno de los policías, el judicial Élmer Donoso, resbaló y se rompió las dos piernas. Auxiliados por los excursionistas, que no se habían movido del sitio, se procedió a trasladar al judicial a un hospital de Santa Teresa. A la mañana siguiente, de madrugada, el judicial Juan de Dios Martínez, ayudado por varios policías, volvió al cerro La Asunción acompañado por el profesor que había denunciado el hallazgo de los huesos, los cuales fueron localizados esta vez sin ningún problema, procediendo a levantarlos y trasladarlos a las dependencias forenses de la ciudad, en donde se determinó que los restos pertenecían a una mujer, sin poderse establecer las causas de la muerte. Los restos carecían de tejidos blandos y ya ni siquiera tenían fauna cadavérica. En el sitio donde fueron hallados el judicial Juan de Dios Martínez descubrió un pantalón carcomido por la intemperie. Como si le hubieran sacado el pantalón antes de arrojarla contra los matorrales.

O como si la hubieran subido desnuda y en una bolsa hubieran metido el pantalón, que luego arrojarían a varios metros de la muerta. La verdad es que nada tenía sentido.

A los doce años dejamos de vernos. El arquitecto Rivera tuvo la ocurrencia de morirse de forma inesperada, sin previo aviso, y de golpe la madre de Kelly se encontró no sólo sin marido sino llena de deudas. La primera medida que tomó fue cambiar a Kelly de colegio y luego vendió su casa de Coyoacán y se fueron a vivir a un apartamento en la colonia Roma. Con Kelly, sin embargo, seguimos llamándonos por teléfono y nos vimos en dos o tres ocasiones. Después dejaron el apartamento de la Roma y se marcharon a Nueva York. Recuerdo que cuando se fue me pasé llorando dos días enteros. Pensaba que nunca más la iba a volver a ver. A los dieciocho años entré en la universidad.

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