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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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No huele bien. Diez minutos después llegaron al basurero.
¿Y usted qué piensa de todo esto?, le preguntó uno de los periodistas a la abogada. La abogada agachó la cabeza y luego miró al periodista y después a Haas. Chuy Pimentel la fotografió:
parecía como si le faltara el aire y los pulmones le fueran a estallar en cualquier momento, aunque a diferencia de aquellos a quienes les falta el aire no estaba roja sino profundamente pálida.
Esto ha sido una idea del señor Haas, dijo, con la que yo no necesariamente me identifico. Luego habló del estado de indefensión del señor Haas, de los juicios que se postergaban, de las pruebas que se perdían, de los testigos coaccionados, del limbo en el que vivía su defendido. Cualquiera, en su lugar, perdería los nervios, susurró. La periodista de El Independiente la miró con sorna e interés. Usted mantiene una relación sentimental con Klaus, ¿verdad?, dijo. La periodista era joven, aún no había cumplido los treinta años y estaba acostumbrada a tratar con gente que hablaba de forma directa y a veces brutal.
La abogada tenía más de cuarenta y parecía cansada, como si llevara varios días sin dormir. No voy a contestar a esa pregunta, dijo. No viene al caso.
El dieciséis de noviembre se encontró el cadáver de otra mujer en los terrenos traseros de la maquiladora Kusai, en la colonia San Bartolomé. La víctima, según las primeras averiguaciones, tenía entre dieciocho y veintidós años y la causa de la muerte, según el informe forense, fue asfixia debida a estrangulamiento.
El cuerpo estaba totalmente desnudo y su ropa se hallaba a cinco metros de distancia, escondida entre los matorrales.
De todas formas, no se encontró toda la ropa sino sólo un pantalón tipo malla, de color negro, y unas bragas rojas.
Dos días después el cuerpo fue identificado por sus padres como el de Rosario Marquina, de diecinueve años, desaparecida el día doce de noviembre cuando fue a bailar al salón Montana, en la avenida Carranza, no lejos de la colonia Veracruz, donde vivían. Se da la casualidad de que tanto la víctima como sus padres trabajaban, precisamente, en la maquiladora Kusai.
Según los forenses, antes de morir la víctima fue violada numerosas veces.
Kelly reapareció como un regalo. La primera noche que nos vimos estuvimos despiertas hasta el amanecer contándonos nuestras vidas. La de ella, en síntesis, había sido un desastre.
Intentó ser actriz de teatro en Nueva York, actriz de cine en Los Ángeles, intentó ser modelo en París, fotógrafa en Londres, traductora en España. Quiso estudiar danza contemporánea, pero lo dejó el primer año. Quiso ser pintora y cuando expuso por primera vez se dio cuenta de que había cometido el peor error de su vida. No se había casado, no tenía hijos, no tenía familia (su madre acababa de morir después de una larga enfermedad), no tenía proyectos. Era el momento justo para volver a México.
En el DF no le costó nada encontrar trabajo. Tenía amigos y me tenía a mí, que era, no lo dude usted ni un segundo, su mejor amiga. Pero no fue necesario que recurriera a nadie (al menos a nadie de los que yo conocía) porque pronto empezó a trabajar en lo que podríamos llamar los circuitos del arte. Es decir, preparaba las inauguraciones, se ocupaba de diseñar y de imprimir los catálogos, se acostaba con los artistas, hablaba con los compradores, todo a cuenta de cuatro marchantes de arte que en aquellos tiempos eran los marchantes de arte del DF, los tipos fantasmales que estaban detrás de las galerías y de los pintores y que manejaban los hilos del asunto. Por entonces yo había abandonado mi militancia en la izquierda inútil, no se ofenda usted, y me acercaba cada vez más a ciertos sectores del PRI. Una vez mi ex marido me dijo: si sigues escribiendo lo que escribes te van a marginar o algo peor. Yo no me paré a pensar qué significado tenía la palabra peor, pero seguí escribiendo y haciendo artículos. El resultado fue que no sólo no me marginaron sino que recibí señales de que los de arriba estaban cada vez más interesados por mí. Fue una época increíble.
Éramos jóvenes, no teníamos demasiadas responsabilidades, éramos independientes y no nos faltaba el dinero. Fue por aquellos años cuando Kelly decidió que el nombre que más le iba era Kelly. Yo todavía le decía Luz María, pero las otras personas la llamaban Kelly, hasta que un día ella misma me lo dijo. Me dijo: Azucena, Luz María Rivera no me gusta, no me gusta cómo suena, prefiero Kelly, toda la gente me llama así, ¿lo harás tú también? Y yo le dije: no hay problema. Si quieres que te diga Kelly, lo haré. Y a partir de ese momento empecé a llamarla Kelly. Al principio me parecía chistoso. Una cursilada típicamente norteamericana. Pero luego me di cuenta de que el nombre le pegaba. Tal vez porque Kelly tenía un ligero aire a Grace Kelly. O porque Kelly es un nombre corto, dos sílabas, mientras que Luz María era más largo. O porque Luz María evocaba algo religioso y Kelly no evocaba nada o evocaba una foto. En alguna parte debo de tener algunas cartas suyas firmadas Kelly R. Parker. Creo que hasta los cheques los llegó a firmar así. Kelly Rivera Parker. Hay gente que cree que el nombre es el destino. Yo no creo que sea verdad. Pero si lo fuera, al elegir ese nombre, de alguna manera, Kelly dio el primer paso para entrar en la invisibilidad, para entrar en la pesadilla. ¿Usted cree que el nombre sea el destino? No, dijo Sergio, y más me vale que no lo crea. ¿Por qué?, suspiró sin curiosidad la diputada.
Tengo un nombre común y corriente, dijo Sergio mirando las gafas negras de su anfitriona. Durante un momento la diputada se llevó las manos a la cabeza, como si tuviera jaqueca.
¿Quiere que le diga una cosa? Todos los nombres son comunes y corrientes, todos son vulgares. Llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen. Eso tendrían que enseñárselo a los niños desde la primaria. Pero nos da miedo hacerlo.
El basurero de El Chile no impresionó tanto a Kessler como las calles que pudo recorrer, siempre en el interior de un coche policial escoltado por otro coche policial, en las colonias donde solían producirse los levantones. La colonia Kino, La Vistosa, la Remedios Mayor y La Preciada en el suroeste de la ciudad, la colonia Las Flores, la colonia Plata, la Álamos, la Lomas del Toro en el oeste, cercanas a los parques industriales y afianzadas, como si se tratara de una doble columna vertebral, en las avenidas Rubén Darío y Carranza, y la colonia San Bartolomé, la Guadalupe Victoria, la Ciudad Nueva, la colonia Las Rositas en la parte noroeste de la ciudad.
Caminar por estas calles, a plena luz del día, dijo a la prensa, da miedo. Quiero decir: a un hombre como yo le da miedo. Los periodistas, ninguno de lo cuales vivía en aquellos barrios, asintieron. Los policías, por el contrario, sonrieron con disimulo. El tono de Kessler les pareció ingenuo. El tono de un gringo. Un gringo bueno, claro, porque los gringos malos tienen otro tono, hablan de otra manera. De noche, para una mujer, dijo Kessler, es un peligro. También: es una temeridad.
La mayoría de las calles, si exceptuamos las arterias mayores por donde pasan los autobuses, tiene una iluminación deficiente o carece totalmente de iluminación. En algunos barrios no entra la policía, le dijo al presidente municipal, el cual se removió en su asiento como si lo hubiera picado una víbora y puso cara de infinita tristeza y de infinita comprensión.
El procurador del estado de Sonora, el subprocurador, los judiciales, dijeron que el problema tal vez, quizá, eventualmente, cabía la posibilidad de que fuera, digo, es un decir, un problema de la policía municipal, la cual estaba a cargo de don Pedro Negrete, el hermano gemelo del rector de la universidad. Y Kessler preguntó quién era Pedro Negrete, si se lo habían presentado, y los dos judiciales jovencitos pero enérgicos que lo escoltaban a todas partes y cuyo inglés no era malo, le dijeron que no, que la verdad era que ellos no habían visto a don Pedro cerca del señor Kessler, y Kessler les pidió que se lo describieran, pues tal vez sí lo había visto, el primer día, en el aeropuerto, y los judiciales le hicieron una descripción somera del jefe de la policía, con no demasiadas ganas, un mal retrato robot, como si después de haber mencionado a Pedro Negrete se arrepintieran de haberlo hecho. Y el retrato robot no le dijo nada a Kessler. Permaneció mudo. Hecho de palabras huecas. Un tipo duro y auténtico, dijeron los judiciales jovencitos y enérgicos. Un antiguo miembro de la policía judicial. Debe ser igual que su hermano el rector, pensó Kessler. Pero los judiciales se rieron y lo invitaron a un último vasito de bacanora y le dijeron que no, que no se hiciera esa idea, pues, que don Pedro no se parecía nada, pero nada de nada, a don Pablo, que era el rector y que era un tipo alto, delgado, en los puros huesos, diríase, mientras que don Pedro se había quedado más bien chaparro, ancho de hombros pero chaparro, y entradito en carnes pues le gustaba la buena mesa y no le hacía ascos ni a la comida norteña ni a las hamburguesas americanas. Y entonces Kessler se preguntó a sí mismo si debía hablar con ese policía. Si debía ir a visitarlo. Y también se preguntó por qué razón el jefe de la policía local no había ido a visitarlo a él, que a fin de cuentas era el invitado.