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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Dedos demasiado gruesos, dedos demasiado cortos. El nombre, dijo otro periodista, sin el nombre no avanzamos nada.
En septiembre, en un descampado de la colonia Sur, envuelto en una cobija y en bolsas de plástico de color negro se encontró el cuerpo desnudo de María Estela Ramos. Tenía los pies atados con un cable y presentaba señales de tortura. Se hizo cargo del caso el judicial Juan de Dios Martínez, quien estableció que el cadáver había sido arrojado al descampado entre las doce de la noche y la una y media de la madrugada del sábado, pues durante el resto del tiempo el descampado en cuestión había sido utilizado como punto de encuentro de vendedores y compradores de droga y por pandillas de adolescentes que acudían al lugar a escuchar música. Tras confrontar diversas declaraciones, quedó establecido que, por una causa o por otra, entre las doce y la una y media, allí no había nadie. María Estela Ramos vivía en la colonia Veracruz y aquéllos no eran sus rumbos. Tenía veintitrés años y un hijo de cuatro y compartía casa con dos compañeras de trabajo en la maquila, una de ellas desempleada en el momento de los hechos pues, según le contó a Juan de Dios, había intentado organizar un sindicato.
¿Qué le parece a usted?, le dijo. Me botaron por exigir mis derechos. El judicial se encogió de hombros. Le preguntó quién se iba a encargar del hijo de María Estela. Yo, dijo la sindicalista frustrada. ¿No hay familia, no tiene abuelos el escuincle?
No creo, dijo la mujer, pero intentaremos averiguarlo. Según el forense, la causa del deceso había sido un golpe con objeto contundente en la cabeza, aunque también tenía cinco costillas rotas y heridas de arma blanca, de tipo superficial, en los brazos. Había sido violada. Y su muerte se produjo por lo menos cuatro días antes de que los drogadictos la encontraran entre las basuras y malezas del descampado de la Sur. Según sus compañeras, María Estela tenía o había tenido un novio, al que llamaban el Chino. Nadie sabía su nombre real, pero sí sabían dónde trabajaba. Juan de Dios fue a buscarlo a una tlapalería de la colonia Serafín Garabito. Preguntó por el Chino y le dijeron que allí no conocían a nadie con ese nombre. Lo describió, tal como antes habían hecho las compañeras de María Estela, pero la respuesta fue la misma: allí nunca había trabajado nadie, ni en el mostrador ni en los almacenes, con ese nombre ni con esas características. Puso a trabajar a sus soplones y durante unos días se dedicó exclusivamente a buscarlo. Pero fue como buscar a un fantasma.
El señor Albert Kessler es un profesional de connotado prestigio, dijo el profesor García Correa. El señor Kessler, por lo que me cuentan, fue uno de los pioneros en el trazado de perfiles psicológicos de asesinos en serie. Tengo entendido que trabajó para el FBI y que antes trabajó para la policía militar de los Estados Unidos o para la inteligencia militar, lo que es casi un oxímoron, pues la palabra inteligencia raras veces es aplicable a la palabra militar, dijo el profesor García Correa. No, no me siento ofendido ni desplazado por el hecho de que no se me haya encargado a mí este trabajo. Las autoridades del estado de Sonora me conocen muy bien y saben que soy un hombre cuya única diosa es la Verdad, dijo el profesor García Correa. En México siempre nos deslumbramos con una facilidad espantosa.
A mí se me ponen los pelos de punta cuando veo o escucho o leo en la prensa algunos adjetivos, algunas alabanzas que parecen vertidas por una tribu de monos enloquecidos, pero ni modo, así somos y uno con los años se acostumbra, dijo el profesor García Correa. Ser criminólogo en este país es como ser criptógrafo en el polo norte. Es como ser niño en una crujía de pedófilos. Es como ser merolico en un país de sordos. Es como ser condón en el reino de las amazonas, dijo el profesor García Correa. Si te vejan, te acostumbras. Si te miran por encima del hombro, te acostumbras. Si desaparecen tus ahorros, los ahorros de toda una vida y que guardabas para jubilarte, te acostumbras.
Si tu hijo te estafa, te acostumbras. Si tienes que seguir trabajando cuando por ley deberías dedicarte a lo que te diera la real gana, te acostumbras. Si encima te bajan el sueldo, te acostumbras. Si para redondear el sueldo tienes que trabajar para abogados deshonestos y detectives corruptos, te acostumbras.
Pero esto es mejor que no lo pongan en su artículo, muchachos, porque si no me estaría jugando el puesto, dijo el profesor García Correa. El señor Albert Kessler, como les iba diciendo, es un investigador de connotado prestigio. Según tengo entendido trabaja con computadoras. Interesante trabajo.
También hace de consejero o de asesor en algunas películas de acción. Yo no he visto ninguna, porque hace mucho que no voy al cine y la basura de Hollywood sólo me provoca sueño.
Pero, según me dijo mi nieto, son películas divertidas en donde siempre ganan los buenos, dijo el profesor García Correa.
El nombre, dijo el periodista. Antonio Uribe, dijo Haas.
Durante un instante los periodistas se miraron, por si a alguno de ellos le sonaba ese nombre, pero todos se encogieron de hombros. Antonio Uribe, dijo Haas, ése es el nombre del asesino de mujeres de Santa Teresa. Tras un silencio, agregó: y alrededores.
¿Y alrededores?, dijo uno de los periodistas. El asesino de Santa Teresa, dijo Haas, y también de las mujeres muertas que han aparecido por los alrededores de la ciudad. ¿Y tú conoces a ese tal Uribe?, dijo uno de los periodistas. Lo vi una vez, una sola vez, dijo Haas. Luego tomó aliento, como si se dispusiera a contar una larga historia y Chuy Pimentel aprovechó para sacarle una foto. En ella se ve a Haas, por efecto de la luz y de la postura, mucho más delgado, el cuello más largo, como el cuello de un guajolote, pero no un guajolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel momento se dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar, sino a elevarlo, un canto agudo, rechinante, un canto de vidrio molido pero con una fuerte reminiscencia de cristal, es decir de pureza, de entrega, de falta absoluta de dobleces.
El siete de octubre fue hallado a treinta metros de las vías del tren, en unos matorrales lindantes con unos campos de béisbol, el cuerpo de una mujer de edad comprendida entre los catorce y los diecisiete años. El cuerpo presentaba señales claras de tortura, con múltiples hematomas en brazos, tórax y piernas, así como heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treintaicinco), ninguna de las cuales, sin embargo, dañó o penetró ningún órgano vital. La víctima carecía de papeles que facilitaran su identificación. Según el forense la causa de la muerte fue estrangulamiento. El pezón del pecho izquierdo presentaba señales de mordeduras y estaba medio arrancado, sosteniéndose tan sólo por algunos cartílagos. Otro dato facilitado por el forense: la víctima tenía una pierna más corta que otra, lo que en principio se pensó facilitaría su identificación, algo que a la postre resultó infundado, pues de las desapariciones denunciadas en las comisarías de Santa Teresa ninguna correspondía a tales características. El día del hallazgo del cuerpo, encontrado por un grupo de adolescentes jugadores de béisbol, se presentaron en el lugar de los hechos Epifanio y Lalo Cura.
El sitio estaba lleno de policías. Había algunos judiciales, algunos municipales, miembros de la policía científica, la Cruz Roja y periodistas. Epifanio y Lalo Cura se pasearon por el lugar hasta llegar al sitio exacto donde aún yacía el cadáver. No era baja. Medía por lo menos un metro sesentaiocho. Estaba desnuda a excepción de una blusa blanca llena de manchas de sangre y de tierra y un sostén blanco. Cuando se alejaron de allí Epifanio le preguntó a Lalo Cura qué le había parecido. ¿La muerta?, dijo Lalo. No, el lugar del crimen, dijo Epifanio encendiendo un cigarrillo. No hay lugar del crimen, dijo Lalo. Lo han limpiado a conciencia. Epifanio puso el coche en marcha.