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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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¿Y tú, Klaus, desde cuándo sabes todo esto? Desde hace mucho, dijo Haas. ¿Y por qué no lo dijiste antes? Porque tenía que verificar la información, dijo Haas. ¿Cómo puedes verificar nada estando en la cárcel?, dijo la periodista de El Independiente.
No volvamos a lo mismo, dijo Haas. Tengo mis contactos, tengo amigos, tengo gente que se entera de cosas. ¿Y, según tus contactos, dónde están ahora esos Uribe? Hace seis meses que desaparecieron, dijo Haas. ¿Desaparecieron de Santa Teresa?
Correcto, desaparecieron de Santa Teresa, aunque hay personas que dicen haberlos visto en Tucson, en Phoenix, hasta en Los Ángeles, dijo Haas. ¿Cómo podemos verificarlo nosotros? Muy sencillo, consigan los teléfonos de sus padres y pregunten por ellos, dijo Haas con una sonrisa de triunfo.
El doce de noviembre el judicial Juan de Dios Martínez escuchó por la frecuencia de la policía que se había encontrado el cuerpo de otra mujer asesinada en Santa Teresa. Aunque no le había sido asignado el caso se dirigió al lugar de los hechos, entre las calles Caribe y Bermudas, en la colonia Félix Gómez. La muerta se llamaba Angélica Ochoa y tal como le contaron los policías que acordonaban la calle, todo parecía más un ajuste de cuentas que un delito sexual. Poco antes de que se cometiera el crimen dos policías vieron a una pareja discutir acaloradamente en la acera, junto a la discoteca El Vaquero, pero no quisieron intervenir al pensar que se trataba de la clásica rencilla entre enamorados. Angélica Ochoa tenía un impacto de arma de fuego en la sien izquierda con orificio de salida por el oído derecho.
Una segunda bala en la mejilla, con salida en el lado derecho del cuello. Una tercera bala en la rodilla derecha. Una cuarta en el muslo izquierdo. Y una quinta y última bala en el muslo derecho. La secuencia de los disparos, pensó Juan de Dios, probablemente se inició por la quinta bala y terminó con la primera, el tiro de gracia en la sien izquierda. ¿En dónde se hallaban, en el momento de producirse los disparos, los policías que habían visto reñir a la pareja? Interrogados, no supieron dar una explicación coherente. Dijeron haber oído los balazos, dieron media vuelta, regresaron a la calle Caribe y allí ya sólo estaba Angélica tirada en el suelo y los curiosos que empezaban a asomarse por las puertas de los locales vecinos. Al día siguiente del suceso la policía declaró que el crimen era de índole pasional y que el probable homicida se llamaba Rubén Gómez Arancibia, un padrote de la zona conocido también por el alias de la Venada, no porque se pareciera a dicho animal sino porque a veces contaba que había venadeado a muchos hombres, que es como si dijéramos que había cazado a muchos hombres, a traición y con ventaja, como correspondía a un padrote de segunda o tercera fila. Angélica Ochoa era su mujer y según parece la Venada oyó que pretendía abandonarlo. Probablemente, pensó Juan de Dios sentado al volante de su coche, el coche detenido en una esquina oscura, el asesinato no había sido premeditado. Probablemente, al principio, la Venada sólo quiso hacer daño o atemorizar o advertir, de ahí el balazo al muslo derecho, luego, al ver el rostro de dolor o de sorpresa de Angélica, a la rabia se le añadió el sentido del humor, el abismo del humor, que se manifestó en un deseo de simetría, y entonces disparó sobre su muslo izquierdo. A partir de ese momento ya no pudo contenerse. Las puertas estaban abiertas. Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y trató de llorar pero no pudo. Los intentos de la policía por encontrar a la Venada fueron vanos. Había desaparecido.
A los diecinueve años empecé a tener amantes. Mi leyenda sexual es conocida por todo México, pero las leyendas nunca son ciertas y menos que en ninguna otra parte en México. La primera vez que me acosté con un hombre fue por curiosidad.
Tal como lo oye. Ni por amor ni por admiración ni por miedo, que es por lo que suelen hacerlo el resto de las mujeres. Me hubiera podido acostar por lástima, porque en el fondo aquel chavo con el que cogí por primera vez me daba lástima, pero la mera verdad es que lo hice por curiosidad. Al cabo de dos meses lo dejé y me fui con otro, un pendejo que creía que iba a hacer la revolución. México es pródigo en pendejos de este tipo. Muchachos de una estupidez supina, arrogantes, que cuando se encuentran con una Esquivel Plata pierden el sentido, se la quieren coger de inmediato, como si el acto de poseer a una mujer como yo equivaliera a tomar el Palacio de Invierno.
¡El Palacio de Invierno! ¡Ellos, que no son capaces ni de cortar el césped de la Dacha de Verano! Bueno, a ése también lo dejé pronto, ahora es un periodista con cierta reputación que cada vez que se emborracha cuenta que él fue el primer amor de mi vida. Los amantes que vinieron después los tuve porque me gustaban en la cama o porque me aburría y ellos eran ocurrentes o divertidos o tan raros, tan infinitamente raros, que sólo a mí me hacían reír. Durante una época, como usted sin duda sabrá, fui un personaje con cierto interés en la izquierda universitaria. Hasta llegué a viajar a Cuba. Después me casé, tuve a mi hijo, mi marido, que también era de izquierda, se hizo del PRI. Yo empecé a trabajar en la prensa. Los domingos iba a mi casa, quiero decir a mi antigua casa, en donde se pudría lentamente mi familia, y me dedicaba a dar vueltas por los pasillos, por el jardín, a mirar los álbumes de fotos, a leer los diarios de antepasados desconocidos, que más que diarios parecían misales, a quedarme mucho rato quieta, sentada junto al pozo de piedra que hay en el patio, sumida en un silencio expectante, fumando un cigarrillo tras otro, sin leer, sin pensar, a veces incluso sin poder recordar nada. La verdad es que me aburría. Quería hacer cosas, pero no sabía concretamente qué cosas quería hacer. Meses después me divorcié. Mi matrimonio no llegó a los dos años. Por supuesto, mi familia intentó disuadirme, me amenazaron con dejarme en la calle, dijeron, y con toda la razón del mundo, por otra parte, que era la primera Esquivel que rompía con el sagrado sacramento del matrimonio, un tío sacerdote, un viejito de unos noventa años, don Ezequiel Plata, quiso platicar conmigo, mantener unas pláticas informales informativas, pero entonces, cuando ellos menos se lo esperaban, me salió el monstruo del mando o el monstruo del liderazgo, como se dice ahora, y los puse a cada uno y a todos en conjunto en su lugar correspondiente. En una palabra: bajo estos muros me convertí en lo que soy y en lo que seré hasta que me muera. Les dije que se había acabado el tiempo de las beaterías y del chingaqueditismo. Les dije que no iba a tolerar más maricones en la familia. Les dije que la fortuna y las propiedades de los Esquivel no hacían sino menguar año tras año y que a este paso mi hijo, por ejemplo, o mis nietos, si mi hijo salía a mí y no a ellos, no iban a tener dónde caerse muertos.
Les dije que no quería voces discordantes mientras yo hablara. Les dije que si alguien no estaba de acuerdo con mis palabras, que se fuera, la puerta era ancha y más ancho aún era México. Les dije que a partir de esa noche relampagueante (porque, en efecto, caían relámpagos por alguna parte de la ciudad, y desde las ventanas lo veíamos) se acababan las limosnas dispendiosas a la Iglesia, que nos aseguraba el Cielo, pero que en la tierra nos estaba sangrando desde hacía más de cien años. Les dije que no me volvería a casar, pero les advertí que de mí oirían cosas aún más horribles. Les dije que se estaban muriendo y que yo no quería que se murieran. Todos empalidecieron y se quedaron boquiabiertos, pero a nadie le dio un infarto. Los Esquivel, en el fondo, somos duros. Pocos días después, lo recuerdo como si fuera ayer, volví a ver a Kelly.
Aquel día Kessler estuvo en el cerro Estrella y se paseó por la colonia Estrella y la colonia Hidalgo y recorrió los alrededores de la carretera a Pueblo Azul y vio los ranchos vacíos como cajas de zapatos, construcciones sólidas, sin gracia, sin utilidad, que se alzaban en los recodos de los caminos que iban a desembocar en la carretera a Pueblo Azul, y luego quiso ver los barrios que lindaban con la frontera, la colonia México, justo al lado de El Adobe, que ya era Estados Unidos, los bares y restaurantes y los hoteles de la colonia México y su avenida principal permanentemente sometida a los atronadores ruidos de los camiones y los coches que se dirigían al cruce fronterizo, y luego hizo que su comitiva bajara hacia el sur por la avenida General Sepúlveda y la carretera a Cananea, en donde se desvió y entraron a la colonia La Vistosa, un lugar en el que casi nunca se aventuraba la policía, le dijo uno de los judiciales, el que conducía el coche, y el otro asintió con un gesto de pesar, como si la ausencia de policías en la colonia La Vistosa y en la colonia Kino y en la colonia Remedios Mayor fuera como una mancha vergonzosa que ellos, muchachos jóvenes y enérgicos, llevaran con pesar, ¿y por qué con pesar?, pues porque la impunidad les dolía, dijeron, ¿la impunidad de quiénes?, la de las bandas que controlaban la droga en esas colonias dejadas de la mano de Dios, algo que hizo pensar a Kessler, pues en principio, mirando por la ventana del coche el paisaje que se fragmentaba, resultaba difícil imaginarse a cualquiera de esos pobladores comprando droga, fácil consumiéndola, pero difícil, dificilísimo, comprándola, esculcándose los bolsillos hasta el fondo para reunir las monedas suficientes para comprarla, algo que sí era imaginable en los guetos negros e hispanos del norte, los cuales parecían barrios residenciales, sin embargo, en comparación con ese caos abandonado, pero los dos judiciales asintieron, sus quijadas fuertes y jóvenes, así es, aquí corre mucho la coca y toda la basura de la coca, y entonces Kessler volvió a mirar el paisaje fragmentado o en proceso de fragmentación constante, como un puzzle que se hacía y deshacía a cada segundo, y le dijo al que conducía que lo llevara al basurero El Chile, el mayor basurero clandestino de Santa Teresa, más grande que el basurero municipal, en donde iban a depositar las basuras no sólo los camiones de las maquiladoras sino también los camiones de la basura contratados por la alcaldía y los camiones y camionetas de basura de algunas empresas privadas que trabajaban con subcontratos o en zonas licitadas que no cubrían los servicios públicos, y el coche salió entonces de las callejas de tierra y pareció que retrocedía, que volvía a la colonia La Vistosa y la carretera, pero luego dio la vuelta y se metió por una calle más ancha, igual de desolada, en donde hasta los matorrales estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, como si por aquellos lugares hubiera caído una bomba atómica y nadie se hubiera dado cuenta, salvo los afectados, pensó Kessler, pero los afectados no cuentan porque han enloquecido o porque están muertos, aunque caminen y nos miren, ojos y miradas salidos directamente de una película del oeste, del lado de los indios o de los malos, por descontado, es decir miradas de locos, miradas de gente que vive en otra dimensión y cuyas miradas necesariamente ya no nos tocan, percibimos pero no nos tocan, no se adhieren a nuestra piel, nos traspasan, pensó Kessler mientras hacía el ademán de bajar la ventana. No, no la baje, dijo uno de los judiciales. ¿Por qué? El olor, huele a muerto.