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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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El Mercedes entró en la colonia Tlalpan, dio varias vueltas y finalmente enfiló por una calle empedrada, llena de bardas, con casas iluminadas por la luna que parecían deshabitadas o destruidas. Durante todo el trayecto Azucena Esquivel Plata permaneció en silencio, fumando arrebujada en su manta escocesa, y Sergio se dedicó a mirar por la ventana. La casa de la diputada era grande, de una sola planta, con patios en donde antiguamente entraban carruajes y viejas caballerizas y abrevaderos tallados directamente en la piedra. La siguió hasta una sala en donde colgaba un Tamayo y un Orozco. El Tamayo era rojo y verde. El Orozco negro y gris. Las paredes de la sala, blanquísimas, evocaban de alguna manera un hospital privado o la muerte. La diputada le preguntó qué quería beber. Sergio dijo que un café. Un café y un tequila, dijo la diputada sin levantar la voz, simplemente como si comentara lo que ambos querían a aquellas horas de la madrugada. Sergio miró a sus espaldas, por si había algún sirviente, pero no vio a nadie. Al cabo de unos minutos, sin embargo, apareció una mujer de mediana edad, más o menos de la generación de la diputada, pero mucho más avejentada por el trabajo y los años, con un tequila y una taza de café humeante. El café era espléndido y Sergio así se lo dijo a su anfitriona. Azucena Esquivel Plata se rió (en realidad sólo mostró los dientes y dejó escapar un sonido de ave nocturna que remedaba la risa) y le dijo que si probara el tequila que ella tenía entonces sí se iba a enterar de lo que era bueno. Pero vayamos a lo nuestro, dijo sin quitarse las enormes gafas negras. ¿Ha oído usted hablar de Kelly Rivera Parker? No, dijo Sergio. Me lo temía, dijo la diputada. ¿De mí ha oído usted hablar? Claro, dijo Sergio. ¿Pero no de Kelly?
No, dijo Sergio. Así es este puto país, dijo Azucena, y durante unos minutos permaneció en silencio, mirando el vaso de tequila al trasluz de una lámpara de mesa o mirando el suelo o con los ojos cerrados, porque todo eso, y más, podía hacer bajo la impunidad de sus gafas. Yo conocía a Kelly desde que éramos chicas, dijo la diputada como si hablara en sueños. Al principio no me cayó bien, creo que era demasiado remilgada, o eso creía yo entonces. Su padre era arquitecto y trabajaba para los nuevos ricos de la ciudad. Su madre era gringa y el padre la había conocido mientras estudiaba en Harvard o en Yale, una de las dos. Por supuesto, no había ido allí, el padre, digo, enviado por sus propios padres, los abuelos de Kelly, sino gracias a una beca del gobierno. Supongo que como estudiante fue bastante bueno, ¿no? Seguramente, dijo Sergio al ver que el silencio volvía a enseñorearse del ánimo de la diputada. Como estudiante de arquitectura fue bueno, sí, pero como arquitecto era una mierda. ¿Conoce usted la casa Elizondo? No, dijo Sergio.
Está en Coyoacán, dijo la diputada. Es un horror de casa.
La construyó el padre de Kelly. No la conozco, dijo Sergio.
Ahora vive allí un productor de cine, un borracho impenitente, un tipo acabado que ya no hace películas. Sergio se encogió de hombros. Cualquier día de éstos lo van a encontrar muerto y sus sobrinos venderán la casa Elizondo a una constructora para que levanten allí un edificio de apartamentos. En realidad, cada vez quedan menos huellas del paso por el mundo del arquitecto Rivera. Qué puta sidosa más caliente es la realidad, ¿no cree usted? Sergio asintió con la cabeza y luego dijo que sí, que así era. El arquitecto Rivera, el arquitecto Rivera, dijo la diputada.
Tras un instante de silencio, dijo: la madre era una mujer muy hermosa, bella es la palabra, bellísima. La señora Parker. Una mujer moderna y bella a la que el arquitecto Rivera trataba como a una reina, dicho sea de paso. Y más le valía hacerlo, porque cuando los hombres la veían se volvían locos por ella y si hubiera querido dejar al arquitecto, buenos partidos no le iban a faltar. Lo cierto es que no lo dejó nunca, aunque cuando yo era chica se hablaba a veces de que un general y un político la pretendían y que ella no veía con malos ojos sus requiebros.
Ya sabe usted cómo es la gente de mal pensada. Pero ella debió de querer a Rivera pues nunca lo dejó. Sólo tuvieron una hija, Kelly, que en realidad se llamaba Luz María, como su abuela.
La señora Parker se quedó embarazada más veces, claro, pero tenía dificultad con los embarazos. Supongo que algo le pasaba a su matriz. Tal vez esa matriz no soportaba más hijos mexicanos y abortaba de forma natural. Puede ser. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que Kelly fue hija única y esa desgracia o esa suerte marcó su carácter. Por un lado era o parecía ser una niña remilgada, la típica güerita hija de arribista, y por otro lado tenía una personalidad, ya desde pequeña, muy fuerte, decidida, una personalidad que me atrevería a llamar original. Lo cierto es que al principio no me cayó bien y luego, cuando la fui conociendo, cuando me invitó a su casa y yo la invité a la mía, fui simpatizando cada vez más con ella, hasta que nos convertimos en inseparables. Esas cosas suelen marcar para siempre, dijo la diputada como si escupiera a la cara de un hombre o de un fantasma.
Me lo imagino, dijo Sergio. ¿No quiere otro café?
El mismo día de su llegada a Santa Teresa Kessler salió del hotel. Primero bajó al lobby. Habló durante un rato con el recepcionista, le preguntó por la computadora del hotel y por las conexiones a la red, y luego fue al bar, en donde bebió un vaso de whisky que dejó a medias tras levantarse y meterse en el lavabo.
Cuando salió parecía haberse lavado la cara y no miró a nadie de los que estaban en las mesas del bar o sentados en los sillones y se dirigió al restaurante. Pidió un plato de ensalada César y pan negro de molde y mantequilla y una cerveza.
Mientras esperaba la comida se levantó y realizó una llamada telefónica desde el teléfono que está en la entrada del restaurante.
Luego volvió a sentarse y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un diccionario inglés-español y estuvo buscando algunas palabras. Después un mesero le puso la ensalada en la mesa y Kessler bebió un par de sorbos de cerveza mexicana y untó un trozo de pan con mantequilla. Volvió a levantarse y se dirigió al baño. Pero no llegó a entrar sino que, tras darle un dólar e intercambiar unas palabras en inglés con el hombre encargado de la limpieza de los lavabos del restaurante, dobló por un pasillo lateral y abrió una puerta y atravesó otro pasillo. Al final aparecieron las cocinas del hotel, sobre las que flotaba una nube que olía a salsas picantes y carnes en adobo, y Kessler le preguntó a uno de los pinches por dónde se salía a la calle. El pinche lo acompañó hasta una puerta. Kessler le dio un dólar y salió por el patio. En la esquina lo esperaba un taxi y se subió.
Vamos a dar una vuelta por los barrios bajos, le dijo en inglés.
El taxista dijo okey y partieron. El recorrido duró aproximadamente dos horas. Estuvieron dando vueltas por el centro de la ciudad, por la colonia Madero-Norte y por la colonia México, casi hasta llegar a la frontera desde donde se divisaba El Adobe, que ya era territorio norteamericano. Luego volvieron a la MaderoNorte y se internaron por las calles de la colonia Madero y la colonia Reforma. Esto no es lo que quiero, dijo Kessler.
¿Qué es lo que quiere, jefe?, dijo el taxista. Barrios pobres, la zona de las maquiladoras, los basureros clandestinos. El taxista volvió a cruzar la colonia Centro y puso dirección a la colonia Félix Gómez, en donde tomó la avenida Carranza y atravesó la colonia Veracruz, la colonia Carranza y la colonia Morelos. Al final de la avenida había una especie de plaza o explanada de grandes proporciones, de un amarillo intenso, donde se acumulaban camiones de carga y camiones de transporte público y tenderetes donde la gente vendía y compraba desde hortalizas y gallinas hasta abalorios. Kessler le dijo al taxista que parara, que tenía ganas de echar una mirada. El taxista le dijo que mejor no, jefe, que allí la vida de un gringo no valía gran cosa. ¿Usted cree que nací ayer?, dijo Kessler. El taxista no entendió la expresión e insistió en que no bajara. Pare aquí, joder, dijo Kessler.