2666
2666 читать книгу онлайн
Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
A conciencia no, dijo, como pendejos, pero para el caso es lo mismo. Lo han limpiado.
1997 fue un buen año para Albert Kessler. Había dado conferencias en Virginia, en Alabama, en Kentucky, en Montana, en California, en Oregon, en Indiana, en Maine, en Florida.
Había recorrido universidades y hablado con antiguos alumnos que ahora eran profesores y tenían hijos grandes, algunos incluso casados, lo que nunca dejaba de sorprenderle. Había viajado a París (Francia), a Londres (Inglaterra), a Roma (Italia), en donde su nombre era conocido y en donde los asistentes a sus conferencias llegaban con su libro, traducido al francés, al italiano, al alemán, al español, para que él estampara su firma y alguna frase cariñosa o alguna frase ingeniosa, cosa que él hacía muy a gusto. Había viajado a Moscú (Rusia) y San Petersburgo (Rusia), y a Varsovia (Polonia), y lo habían invitado a ir a muchos otros lugares, por lo que cabía imaginar que 1998 iba a ser un año tan movido como éste. El mundo, en realidad, es pequeño, pensaba a veces Albert Kessler, sobre todo cuando iba en avión, en un asiento de primera o de business, y olvidaba por unos segundos la conferencia que iba a dictar en Tallahassee o en Amarillo o en New Bedford y se dedicaba a mirar las caprichosas formas de las nubes. Casi nunca soñaba con asesinos. Había conocido a muchos y había seguido la pista a muchos más, pero rara vez soñaba con alguno de ellos. En realidad, soñaba poco o tenía la fortuna de olvidar los sueños en el preciso instante en que despertaba. Su mujer, con la que vivía desde hacía más de treinta años, solía recordar sus sueños y a veces, cuando Albert Kessler paraba en casa, se los contaba mientras desayunaban juntos. Ponían la radio, un programa de música clásica, y desayunaban café, zumo de naranja, pan congelado que su mujer ponía en el microondas y que quedaba delicioso, crujiente, mejor que cualquier otro pan que él hubiera comido en ninguna otra parte. Mientras untaba el pan con mantequilla su mujer le contaba lo que había soñado esa noche, casi siempre con familiares de ella, casi todos muertos, o con amigos, de ambos, a los que hacía mucho no veían. Después su mujer se encerraba en el baño y Albert Kessler salía al jardín y oteaba el horizonte de tejados rojos, grises, amarillos, las aceras limpias y ordenadas, los coches último modelo que los hijos menores de sus vecinos estacionaban sobre los caminos de grava y no en el garaje. En el barrio sabían quién era él y lo respetaban. Si cuando estaba en el jardín aparecía un hombre, antes de meterse en su coche y partir, levantaba una mano y decía buenos días, señor Kessler. Todos eran menores que él.
No demasiado jóvenes, médicos o ejecutivos medios, profesionales que se ganaban la vida trabajando duramente y que procuraban no hacer daño a nadie, aunque sobre esto último uno nunca podía saber nada a ciencia cierta. Casi todos estaban casados y tenían uno o dos hijos. A veces hacían barbacoas en los jardines, junto a la piscina, y en una ocasión, porque su mujer se lo rogó, acudió a una de estas comidas y se bebió media cerveza Bud y un vaso de whisky. En el barrio no vivía ningún policía y el único que parecía despierto era un profesor universitario, un tipo calvo y larguirucho que finalmente resultó un imbécil que sólo sabía hablar de deportes. Un policía o un ex policía, pensaba a veces, con quien mejor está es con una mujer o con otro policía, otro poli de su mismo rango. En su caso, sólo era verdad la segunda parte. Hacía mucho que ya no le interesaban las mujeres, salvo si eran policías y se dedicaban a la investigación de homicidios. En cierta ocasión, un colega japonés le dijo que dedicara los ratos libres a la jardinería. El tipo era un poli jubilado como él y durante una época, o eso decían, había sido el as de la brigada criminal de Osaka. Siguió su consejo y al volver a casa le dijo a su mujer que despidiera al jardinero, que a partir de entonces se ocuparía él personalmente del jardín. Por supuesto, no tardó en estropearlo todo y el jardinero volvió. ¿Por qué he intentado curar, y además mediante la jardinería, un estrés que no tengo?, se preguntó. A veces, cuando regresaba después de veinte o treinta días de gira, promocionando el libro o asesorando a escritores policiacos y directores de thrillers o invitado por universidades o por departamentos de policía que estaban estancados con un asesinato irresoluble, contemplaba a su mujer y tenía la vaga impresión de que no la conocía. Pero la conocía, sobre eso no tenía la menor duda. Tal vez era su forma de caminar y de moverse por la casa o su forma de invitarlo a ir, por las tardes, cuando ya empezaba a anochecer, al supermercado al que ella iba siempre y en donde compraba ese pan congelado que comía por las mañanas y que parecía recién salido de un horno europeo y no de un microondas norteamericano. A veces, después de hacer la compra, se detenían, cada uno con su carrito, delante de una librería en donde estaba la edición de bolsillo de su libro. Su mujer lo señalaba con el índice y le decía: aún sigues allí. Él, invariablemente, asentía con la cabeza y luego seguían curioseando por las tiendas del mall. ¿La conocía o no la conocía? La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real.
Lo vi una sola vez, dijo Haas. Fue en una discoteca o en un sitio que parecía una discoteca pero que tal vez sólo era un bar con la música demasiado alta. Yo iba con unos amigos. Amigos y clientes. Y allí estaba este joven, sentado a una mesa, con gente conocida por algunos de los que iban conmigo. Junto a él estaba su primo, Daniel Uribe. A ambos me los presentaron.
Parecían dos jóvenes bien educados, los dos hablaban inglés y vestían como si fueran rancheros, pero estaba claro que no eran rancheros. Eran fuertes y altos, más alto Antonio Uribe que su primo, se notaba que iban al gimnasio y que hacían pesas y cuidaban su cuerpo. Se notaba también que la apariencia les preocupaba. Llevaban una barba de tres días, pero olían bien, el corte de pelo era el adecuado, las camisas limpias, los pantalones limpios, todo de marca, las botas rancheras relucientes, la ropa interior probablemente limpia y también de marca, dos jóvenes, en una palabra, modernos. Yo platiqué un rato con ellos (sobre cosas sin interés, las cosas que uno habla y escucha en un lugar así y que podría decirse que son cosas de hombres:
coches nuevos, dvd, compact discs de canciones rancheras, Paulina Rubio, narcocorridos, la negra esta cuyo nombre no recuerdo, ¿Whitney Huston?, no, ésa no, ¿Lana Jones?, tampoco, una negra que ahora no me acuerdo cómo se llama), y bebí una copa con ellos y con los demás, y luego todos salimos fuera de la discoteca, no recuerdo el motivo, todos de golpe para afuera, y allí, en la noche, dejé de ver a estos Uribe, fue la única vez que los vi, pero eran ellos, y luego uno de mis amigos me metió en su coche y salimos de allí como si fuera a explotar una bomba.
El diez de octubre, cerca de los campos de fútbol de PEMEX, entre la carretera a Cananea y la vía férrea, se encontró el cadáver de Leticia Borrego García, de dieciocho años de edad, semienterrada y en avanzado estado de descomposición.
El cuerpo estaba envuelto en una bolsa industrial de plástico y según el informe forense la muerte se debía a estrangulamiento con rotura el hueso hioides. El cadáver fue identificado por su madre, que había denunciado la desaparición un mes atrás.
¿Por qué el asesino se tomó la molestia de cavar un pequeño agujero y hacer como que la enterraba?, se preguntó Lalo Cura mientras estuvo curioseando por el lugar. ¿Por qué no arrojarla directamente a un costado de la carretera a Cananea o entre los escombros de los antiguos almacenes del ferrocarril? ¿Es que el asesino no se dio cuenta de que dejaba el cuerpo de su víctima al lado de unos campos de fútbol? Durante un rato, hasta que lo echaron, Lalo Cura estuvo de pie contemplando el lugar donde encontraron el cuerpo. En el agujero con dificultad hubiera cabido el cuerpo de un niño o de un perro, en modo alguno el de una mujer. ¿Se trataba de un asesino con prisa por deshacerse de su víctima? ¿Era de noche y no conocía el lugar?