Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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III
Kasatski entró en el monasterio el día de la Intercesión.
El abad era un varón de noble familia y docto escritor, venerable por su rango como sucesor de los monjes de Valaquia, cuyas reglas les obligan a obedecer incondicionalmente al director espiritual y maestro que eligen. El abad era discípulo del venerable padre Ambrosio, de perdurable fama, discípulo a su vez de Macari, y éste, del venerable padre Leonid, quien lo fue de Paisi Velichkovski. A aquel abad se subordinó, como a padre espiritual suyo, Kasatski.
En el monasterio, además del sentimiento que experimentaba al tener conciencia de su superioridad sobre los demás, hallaba Kasatski íntimo gozo esforzándose por alcanzar el grado máximo de perfección en su vida monacal, tanto exterior como interiormente, del mismo modo que en todas sus demás empresas. Así como en el regimiento no solo era un oficial impecable que hacía más de lo que se exigía y ampliaba el marco de su perfeccionamiento, en el monasterio se esforzaba también por ser perfecto: trabajaba siempre, era un religioso sobrio, humilde, limpio en el hacer y en el pensar, obediente. Esta última cualidad o grado de perfección era la que más le ayudaba a encontrar llevadera la vida. No importaba que muchas de las reglas debía observar en aquel monasterio, sumamente concurrido, no le gustaran y le escandalizaran; todo se reducía a la nada por medio de la obediencia. «No es cosa mía razonar; mi obligación es obedecer, velando las sagradas reliquias, cantando en el coro o llevando las cuentas del servicio de hostería.» La obediencia a su venerable padre espiritual eliminaba la posibilidad de dudas en todos los terrenos. Sin esta obediencia, se habría sentido abrumado por la duración y la monotonía de los oficios religiosos, por el trajín de los visitantes y por otras particularidades de la hermandad monacal, pero gracias a esta virtud no sólo lo soportaba todo con alegría, sino que encontraba en ello gran apoyo y consuelo. «No sé por qué hace falta escuchar varias veces al día unas mismas preces, pero sé que es necesario, encuentro alegría en ello.» Su venerable padre espiritual le dijo que del mismo modo que se necesita alimento material para la conservación de la vida, hace falta el espiritual — el rezo en la iglesia —, a fin de sostener la vida del espíritu.
Kasatski lo creía así, y realmente los oficios religiosos, aunque a veces le costara trabajo levantarse por la mañana, le proporcionaban indudable sosiego y alegría. Le llenaba de contento el tener conciencia de su propia humildad y de saber indudablemente todos los actos que realizaba por indicación del padre espiritual. El interés de la vida estribaba no sólo en subordinar cada vez más plenamente la propia voluntad, en alcanzar una humildad cada día mayor, sino en todas las virtudes cristianas que al principio le parecieron fácilmente asequibles. Cedió sus bienes a su hermana y no lo sentía. No era perezoso. No le resultaba difícil humillarse ante los inferiores, antes bien, le proporcionaba un íntimo gozo. Incluso le era fácil vencer el pecado de concupiscencia, tanto de la gula como de la lujuria. Su padre espiritual le puso en guardia sobre todo contra este pecado, y Kasatski se alegraba de estar limpio de él.
Le torturaba sólo el recuerdo de la novia. No se trataba del mero recuerdo, sino de la viva representación de lo que habría podido ocurrir. A pesar suyo, se le venía a la memoria una favorita del soberano, más tarde casada y convertida en una magnífica esposa y madre de familia. Su marido ocupaba un alto cargo, tenía influencia y honores, amén de una buena y arrepentida esposa.
Cuando se hallaba en buena disposición de ánimo, estos pensamientos no le conturbaban.
Si entonces lo recordaba se sentía contento de haberse librado de aquellas tentaciones. Pero había momentos en que de pronto todo cuanto constituía la razón de su vida se esfumaba y él dejaba de verlo aún sin dejar de creer en ello. Entonces era incapaz de evocar de evocar en su interior esa razón de su vivir y se apoderaban de él los recuerdos y — horrible es decirlo — se arrepentía de haber abrazado la vida monacal.
En esta situación lo único que podía salvarle era la obediencia, el trabajo y los rezos en el transcurso de toda la jornada. Rezaba como siempre, se proternaba, incluso rezaba más que otros días, pero lo que rezaba era el cuerpo sin alma. Eso duraba un día, a veces dos, y luego pasaba. Pero ese día o esos dos días eran terribles. Kasatski sentía que no se encontraba bajo su propio poder ni bajo el de Dios, sino bajo algún poder extraño. Lo único que podía hacer y realmente hacía era lo que le aconsejaba su venerable padre espiritual para contenerse: no emprender nada y esperar. En realidad, durante esos días, Kasatski no vivía según su voluntad propia, sino según la de su padre espiritual, y en esta situación hallaba un particular sosiego.
Así vivió Kasatski siete años en aquel monasterio. A finales del tercer año, fue tonsurado y ordenado sacerdote con el nombre de Sergio. La ordenación constituyó un importante acontecimiento en la vida interior de Sergio, quien si antes experimentaba gran consuelo y elevación espiritual cuando comulgaba, después que tuvo ocasión de oficiar él mismo, el acto del ofertorio le sumía en un estado de excelsa beatitud. Luego, este sentimiento fue debilitándose, y, cuando tuvo que celebrar la misa en un estado de depresión espiritual, comprendió que aquel estado de éxtasis acabaría por desaparecer. En efecto, este sentimiento se hizo más débil, pero quedó como una costumbre.
Al séptimo año, la vida del monasterio le aburría. Todo cuanto podía aprender allí lo había aprendido. Todo cuanto era necesario alcanzar lo había alcanzado. Allí no le quedaba nada que hacer.
El estado de letargo en que se encontraba se hacía cada día más sensible. En el transcurso de estos años murió su madre y se casó Meri. Ambas noticias le dejaron indiferente. Toda su atención, todos sus intereses, se hallaban concentrados en su vida interior.
En el cuarto año de su monacato, el obispo tuvo para él muchas palabras de encomio, y su venerable padre espiritual le dijo que no debería de negarse a admitir algún cargo elevado si se lo ofrecían. Entonces se encendió en él la ambición monástica, ese estado de ánimo que tanto le había disgustado en los monjes. Le destinaron a un monasterio cercano a la capital.
Quería renunciar a ese destino, pero su padre espiritual le ordenó aceptarlo. Sergio así lo hizo.
Se despidió de su superior y se trasladó al otro monasterio.
El paso a la abadía de la capital fue un notable acontecimiento en la vida del padre Sergio.
Se encontró allí con tentaciones de todo género y para vencerlas tuvo que poner en juego todas sus fuerzas.
En el anterior monasterio la seducción de la mujer le atormentaba poco. En cambio aquí, esta tentación alcanzó una fuerza terrible, llegando incluso a adquirir forma determinada. Una señora conocida por su poca recomendable conducta empezó a mostrarse obsequiosa con Sergio. Habló con él y le rogó que la visitara. Sergio se negó rotundamente, pero quedó horrorizado ante la inequívoca fuerza de su deseo. Se asustó tanto, que se lo contó por carta a su padre espiritual, pero esto le pareció poco. Llamó a un joven novicio y, venciendo la enorme vergüenza que le embargaba, le confesó su debilidad y le rogó que le vigilara, y que no le dejara ir a ningún sitio excepción hecha de los oficios divinos y de los actos de penitencia.
