Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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«¡Dios mío! ¿Será verdad lo que he leído en las vidas de los santos, que el diablo se presenta en forma de mujer…? Sí, es una voz de mujer, ¡una voz dulce, tímida y grata! ¡Fu!
— y escupió al lanzar esta exclamación —. No es así, ha sido todo una alucinación mía.» Se acercó a un rincón y se dejó caer de rodillas frente al icono. Aquel movimiento regular y habitual yo por sí mismo le proporcionaba consuelo y satisfacción. Le cayeron los cabellos sobre el rostro y apretó la frente sobre el húmedo y frío suelo, donde se formaban breves hileras de polvillo de nieve arrastrado por el viento que soplaba por debajo de la puerta.
Recitó un salmo contra las tentaciones, el que recomendó para tales casos el venerable Pimen. Levantó sin la menor dificultad el magro y ágil cuerpo sobre sus fuertes piernas nervudas y se dispuso a proseguir la lectura de los salmos, pero en vez de leer aguzaba involuntariamente el oído. Deseaba oír algo más. El silencio era absoluto. En un rincón las gotas de agua que se desprendían de la bóveda resonaban como antes al caer en la tinaja.
Fuera, la oscuridad era total. La niebla apagaba el brillo de la nieve. Silencio, nada más que silencio. De pronto se oyó en rumor junto a la ventana y una voz inconfundible, aquella dulce y tímida voz, una voz que sólo podía pertenecer a una mujer atractiva, dijo:
— Por Dios, ábrame…
Le pareció que la sangre se le agolpaba en el corazón. Ni siquiera pudo suspirar. «Que Dios resucite y me ampare…»
— No soy el diablo… — no cabía duda de que se sonreían los labios que pronunciaban aquellas palabras —. No soy el diablo, sino una pobre pecadora que se ha extraviado, en el sentido recto de la palabra, no en el otro. — Se echó a reír —. Estoy helada y pido asilo…
El padre Sergio acercó el rostro al cristal del ventanuco. Sólo se veía los destellos del candil reflejado en el vidrio. Se puso las manos a ambos lados de la cara y miró. Niebla, oscuridad, un árbol. ¿Y a la derecha? Allí estaba ella. Sí, era una mujer envuelta en un abrigo de blancas pieles, tocada con un gorro. Su carita linda, bondadosa y asustada, se inclinaba mirándole, a dos pulgadas de la suya propia. Sus ojos se encontraron y se reconocieron. No es que se hubieran visto antes, pero en la mirada que cambiaron se dieron cuenta (sobre todo él) de que se reconocían y se comprendían. Después se esta mirada, no cabía ya duda ninguna de que se trataba del diablo y no de una mujer sencilla, buena, dulce y tímida.
— ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? — preguntó él.
— ¡Ábrame ya! — dijo ella con caprichoso requerimiento —. Estoy helada. Le digo que me he extraviado.
— Soy un monje, un ermitaño.
— Bueno, pero abra. ¿Quiere usted que me quede yerta al pie de la ventana mientras usted reza?
— Pero cómo usted…
— No me lo voy a comer, no tema. Por Dios, déjeme entrar. No resisto el frío más tiempo.
Empezó a tener miedo y pronunció estas últimas palabras casi sollozando.
Él se apartó de la ventana y dirigió su mirada al icono en que estaba Jesucristo con la corona de espinas. «Señor, ayúdame. Señor, no me abandones», murmuró persignándose e inclinándose profundamente, hasta la cintura. Se acercó a la puerta, que daba a una especie de minúsculo zaguán, y la abrió. Allí buscó a tientas el gancho que serraba la puerta exterior.
Fuera se oyeron pasos. La mujer se apartaba de la ventana y se dirigía a la puerta. «¡Ay!», exclamó de pronto. Había metido un pie en el charco que se formaba delante del umbral. Al padre Sergio le temblaban las manos y no podía levantar el gancho.
— ¿Qué espera? Déjeme entrar. Estoy empapada, aterida. Usted sólo piensa en la salvación de su alma y deja que me hiele.
El padre Sergio tiró de la puerta hacia sí, levantó el gancho y, sin calcular el impulso, empujó la puerta hacia fuera, dando un golpe a la mujer.
— ¡Oh, perdone! — exclamó, volviendo de improvisto a la expresión y al tono que tan familiares le eran en otros tiempos, al alternar con damas.
Ella se sonrió al oír ese «perdone», pensando: «No es tan terrible como suponía».
— No ha sido nada, no ha sido nada. Usted me ha de perdonar a mí — dijo pasando por delante del padre Sergio —. No me abría atrevido nunca a molestarle. Pero me encontraba en una situación muy apurada.
— Entre usted — musitó él cediéndole el paso.
Notó un fuerte olor de finos perfumes, como no sentía hacía muchos años. La mujer cruzó el pequeño zaguán y penetró en el recinto anterior de la cueva; él la siguió, después de haber serrado la puerta sin poner el gancho.
«Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, perdone a este pobre pecador; Señor, ten compasión de este pobre pecador», repetía sin cesar en su interior y, además, moviendo involuntariamente los labios.
— Acomódese — dijo.
Ella permaneció de pie, en medio de la estancia, mirándole con una sonrisa burlona en los ojos. De su ropa se desprendían gotas de agua.
— Perdóneme que haya quebrantado su soledad. Pero ya ve usted en qué situación me encuentro. Todo se debe a que salimos de la ciudad a dar un paseo en trineo y yo aposté que volvería sola a pie desde Voroviovka, pero me equivoqué de camino, y si no hubiera dado con su ermita… — empezó a decir, mintiendo descaradamente.
Pero se sintió tan confusa al fijarse en el rostro del padre Sergio, que no pudo seguir la patraña y se calló. Se lo había imaginado distinto. No era tan guapo como se había figurado, pero le parecía magnífico. El aspecto del padre Sergio con sus cabellos entrecanos y ensortijados, lo mismo que el pelo de la barba, su nariz de línea correcta y aquellos ojos ardientes como brasas cuando miraban de frente, la impresionaron profundamente.
El comprendió que la mujer mentía.
— Bueno, no se preocupe — dijo mirándola y bajando nuevamente los ojos —. Yo pasaré ahí y usted descanse.
Descolgó el candil, encendió una vela y, haciendo ante la mujer una profunda reverencia, pasó al cuartucho que había al otro lado de un tabique de madera. Arrastró algún objeto hacia la puerta. Al oírlo, se dijo la mujer, sonriendo: «Probablemente asegura la puerta para que yo no pueda entrar». Se quitó el abrigo de blancas pieles, el gorro, al que se le habían pegado algunos cabellos, y el pañuelito de punto que llevaba debajo del gorro. No estaba empapada, y si lo dijo cuando estaba junto a la ventana, fue sólo como pretexto para que la dejara entrar.
Pero frente al umbral había metido en un charco el pie izquierdo, hasta la pantorrilla, y tenía lleno de agua el zapato y la bota de goma que llevaba encima. Se sentó en el camastro del padre Sergio — una tabla cubierta únicamente con una estera — y empezó a descalzarse.
Aquella pequeña celda le pareció encantadora. Mediría unos ocho pies de ancho por unos diez u once de largo. Estaba limpia como un cristal. No había en ella más que el camastro donde la mujer se hallaba sentada, y encima un estante con libros. En un rincón había un atril. En la puerta, colgado de unos clavos, un abrigo y una sotana. Sobre el atril, la imagen de Jesucristo con la corona de espinas, y un candil. Se notaba un olor raro de aceite, a sudor y a tierra. Pero todo le parecía agradable. Incluso el olor.
