Narrativa Breve
Narrativa Breve читать книгу онлайн
Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Y el padre Sergio se hizo ermitaño.
IV
En el sexto año de vida anacorética, durante las fiestas de carnaval, un grupo de alegres personas ricas de la ciudad próxima, hombres y mujeres, después de hartarse de hojuelas y vino, decidieron dar un paseo en troika. Formaban el grupo dos abogados, un rico propietario, un oficial y cuatro mujeres. Una de ellas era la esposa del oficial; la otra, lo era del terrateniente; la tercera era una solterona hermana de este último y la cuarta una mujer divorciada, hermosa y rica, que alteraba el sosiego de la cuidad con sus extravagancias.
El tiempo era espléndido, el hielo del camino parecía bruñido como un entarimado.
Recorrieron unas diez verstas, y luego se detuvieron para decidir hacia dónde irían, si más lejos o volverían a la ciudad.
— ¿Adónde lleva este camino? — preguntó Makovkina, la bella mujer divorciada.
— A Tambino, que está de aquí a doce verstas — respondió uno de los abogados que le hacía la corte.
— ¿Y luego?
— Luego a L., por el monasterio.
— ¿Allí donde vive ese que llaman padre Sergio?
— Sí.
— ¿Kasatski? ¿Ese ermitaño tan guapo?
— El mismo.
— ¡Mesdames! ¡Señores! Vamos a visitar a Kasatski. En Tambino descansaremos y tomaremos algo.
— Pero no nos dará tiempo para volver a dormir en casa.
— No importa, pasaremos la noche en la celda de Kasatski.
— Sitio no faltará. En el monasterio hay una hostería que no es mala. Estuve allí cuando me encargué de la defensa de Majin.
— No, yo pasaré la noche con Kasatski.
— Eso es imposible. Ni siquiera usted, con todo su poder, lo conseguirá.
— ¿Imposible? ¿Quiere apostar algo?
— Venga. Si usted pasa la noche con Kasatski, estoy dispuesto a todo lo que usted quiera.
— A discretion.
— ¡Y usted, también!
— De acuerdo. Adelante.
Ofrecieron vino a los cocheros. El grupo de amigos se sirvió empanadillas, vino y caramelos que sacaron de una caja. Las damas se arrebujaron bien con sus blancos abrigos de piel de perro. Los cocheros discutieron acerca de quién iría delante, hasta que uno de ellos, con gallardo movimiento, hizo restallar el látigo y lanzó un grito. Cantaron los cascabeles y se oyó el chirrido de los trineos al deslizarse sobre la nieve helada. Apenas se notaba ninguna sacudida, el trineo se inclinaba ligeramente hacia los costados, el caballo lateral galopaba acompasada y alegremente, atada la cola sobre la adornada retranca; el camino, llano y liso, corría veloz hacia atrás; el cochero agitaba airosamente las riendas; el abogado y el oficial, sentados uno frente a otro, estaban bromeando con Makovkina, la cual, arrebujada en su abrigo, permanecía inmóvil y pensaba: «Siempre lo mismo y siempre repugnante: caras rojas y lucientes oliendo a vino y a tabaco, las mismas palabras, los mismos pensamientos y siempre dando vueltas alrededor de la misma porquería. Todos están contentos y convencidos de que ha de ser así y que pueden seguir viviendo de esta manera hasta el fin de sus días. Yo no puedo. Estoy harta. Necesitaría algo que lo desbaratara y trastornara todo. Que nos ocurriera lo que a ésos, creo que de Saratov, que fueron de paseo y se helaron. ¿Qué harían mis amigos? ¿Cómo se comportarían? Qué duda cabe, como unos cobardes. Cada uno pensaría únicamente en sí mismo. Yo misma me comportaría villanamente. Pero yo por lo menos soy hermosa. Lo saben. ¿Y ese monje? ¿Es posible que ya no comprenda tales cosas?
No puede ser. Esto es lo único que todos comprenden. Como el otoño pasado aquel cadete. ¡Y qué estúpido era…!»
— Iván Nikoláievich! — exclamó.
— ¿Qué manda, mi señora?
— ¿Cuántos años tendrá?
— ¿Quién?
— Kasatski.
— Me parece que unos cuarenta.
— ¿Y recibe a todo el mundo?
— Sí, pero no siempre.
— Tápame los pies. Así no. ¡Qué poca maña se da! Todavía más, más; así. Y no tiene por qué apretarme las piernas.
Así llegaron hasta el bosque en que se encontraba la celda. Makovkina bajó y mandó alejarse a los demás. Intentaron disuadirla. Pero ella se enojó y les dijo que se fueran.
Entonces los trineos se pusieron en camino, y ella, envuelta en su blanco abrigo de pieles, echó a andar por el sendero. El abogado bajó del trineo y se quedó mirándola.
V
El padre Sergio llevaba más de cinco años viviendo en su celda, en su ermita solitaria.
Tenía cuarenta y nueve. Su vida era dura. No por el trabajo del ayuno y de las preces; éstos no eran verdaderos trabajos, sino por la lucha interior que tenía que sostener, contra lo que había esperado. Dos eran los motivos de su lucha: la duda y las tentaciones de la carne. Los dos enemigos atacaban siempre al unísono. A él le parecía que eran dos, pero en realidad se trataba de uno solo. Tan pronto quedaba deshecha la duda, caía asimismo aniquilada la lujuria. Pero él creía que eran dos diablos distintos y luchaba separadamente con ellos.
«¡Dios mío, Dios mío! — pensaba —, ¿por qué me niegas la fe? Sí, contra la lujuria lucharon San Antonio y otros, pero creían. Tenían fe, y yo a veces paso minutos, horas y días sin fe. ¿Para qué ha de existir el mundo, con todos sus encantos, si es pecaminoso y hay que renunciar a él? ¿Por qué has creado tú la tentación? ¿La tentación? ¿Pero no será también una tentación el que quiera yo apartarme de las alegrías de la vida y aspire a alcanzar algo donde quizá no haya nada? — Conforme lo pensaba, se sentía horrorizado —. ¡Miserable, miserable! ¿Y pretendes ser santo?» Se reprendía a sí mismo. Se puso a orar. Pero no bien dio comienzo a los rezos, se vio tal cual era cuando vivía en el monasterio: con el bonete, el manteo y su majestuoso aspecto. Movió la cabeza. «No, no soy así. Esto es una falacia. Pero engaño a los otros. No puedo engañarme a mí mismo ni engañar a Dios.» Dobló los bordes de los hábitos y contempló sus descarnadas pierna, enfundadas en los calzones. Se sonrió.
Luego soltó los bordes de sus hábitos y empezó a leer el libro de las oraciones, a santiguarse y a inclinarse. «¿Es posible que este lecho sea mi tumba?» Leyó. Y fue como si un diablo le musitara al oído: «El lecho solitario ya es una tumba. Es una farsa». Vio con imaginación los hombros de una viuda que en otro tiempo fue su amiga. Sacudió de su mente tales pensamientos y prosiguió la lectura. Leídas las reglas, tomó los Evangelios, los abrió al azar y dio en un pasaje, que repetía a menudo y sabía de memoria: «Señor, ayúdame a vencer mí incredulidad». Apartó de sí las dudas que le asaltaban. Como si se tratara de un objeto en equilibrio inestable, volvió a colocar su fe sobre el inseguro soporte y se alejó cautelosamente para no derribarla con algún movimiento descuidado. Volvieron a su sitio las anteojeras y el padre Sergio se tranquilizó. Repitió la oración de su infancia: «No me abandones, Señor, no me abandones». Se sintió aliviado, invadido por un sentimiento de alegría y ternura. Luego se santiguó y se acostó en su esterilla, sobre un estrecho banco, utilizando como almohada sus hábitos de verano. Se quedó dormido. Entre sueños creyó oír repiqueteos de cascabeles. No sabía si era algo real o soñado. Un golpe en la puerta lo despierta. Se levanta sin dar crédito a sus oídos. Pero el golpe se repite. No cabía duda, habían golpeado muy cerca, en su propia puerta, y se había oído una voz de mujer.
